Ese era el gigante del que Martha por aquel entonces había oído hablar tanto, el del apellido impronunciable y de imposible ortografía, adorado por muchos corresponsales y diplomáticos, odiado y temido por muchos otros. Este último bando incluía a George Messersmith, que decía sentir «un desagrado instintivo» por aquel hombre.
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«Es totalmente insincero, y uno no puede creerse ni una sola palabra de lo que dice», afirmaba Messersmith.
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«Finge la amistad más íntima con aquellos a quienes al mismo tiempo está intentando perjudicar a escondidas, o a los que ataca directamente.»
Al amigo de Martha, Reynolds, al principio le gustó Hanfstaengl. A diferencia de otros nazis, aquel hombre «se desvivía por ser cordial con los norteamericanos»,
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recordaba Reynolds. Hanfstaengl se ofrecía a prepararle entrevistas que de otro modo sería imposible conseguir, y se presentaba a sí mismo ante los corresponsales en la ciudad como uno de esos chicos «informales, simpáticos, encantadores». Sin embargo, el afecto de Reynolds por Hanfstaengl acabó por enfriarse. «Tenías que conocer a Putzi para que te desagradara de verdad. Eso», observaba, «venía después».
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Hanfstaengl hablaba inglés muy bien. En Harvard fue miembro del Club Hasty Pudding,
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un grupo de teatro, y dejó embelesado para siempre a su público cuando para una actuación se disfrazó de chica holandesa llamada Gretchen Spootsfeiffer. Llegó a tener como compañero de clase a Theodore Roosevelt, el hijo mayor de Teddy Roosevelt, y se convirtió en visitante habitual de la Casa Blanca. Se decía que Hanfstaengl había tocado el piano en el sótano de la Casa Blanca con tanta energía que rompió algunas cuerdas.
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Como adulto, llevaba la galería de arte de su familia en Nueva York, donde conoció a su futura esposa. Después de trasladarse a Alemania, la pareja se volvió íntima de Hitler y le hizo padrino de su hijo recién nacido, Egon. El chico le llamaba «tío Dolf».
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A veces, cuando Hanfstaengl tocaba para Hitler, el dictador lloraba.
A Martha le gustaba Hanfstaengl. No era lo que esperaba que fuese un dirigente importante nazi, «proclamando de una manera tan escandalosa su encanto y talento».
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Era grande, lleno de energía, con unas manos gigantescas de enormes dedos, manos que la amiga de Martha, Bella Fromm, describiría como «de las dimensiones más espantosas»,
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y una personalidad que pasaba fácilmente de un extremo al otro. Martha escribió: «Tiene unos modales amables y obsequiosos, una bonita voz, que usa conscientemente con mucho arte, a veces susurrante y suave, al momento siguiente aullante, atronando la habitación».
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Dominaba todos los medios sociales. «Podía dejar exhausto a cualquiera y, de pura perseverancia, vencer tanto a gritos como a susurros al hombre más fuerte de Berlín.»
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A Hanfstaengl también le gustaba Martha, pero no tenía muy buena opinión de su padre. «Era un modesto profesor de historia del Sur, que llevaba su embajada con un presupuesto muy reducido y probablemente intentaba ahorrar dinero de su paga»,
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escribió Hanfstaengl en sus memorias. «En un momento en que hacía falta un robusto millonario para que compitiese con la extravagancia de los nazis, él iba remoloneando, discretamente, como si todavía se encontrase en el campus de su universidad.» Hanfstaengl se refería a él despectivamente como «papá» Dodd.
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«Lo mejor que tenía Dodd», afirmaba Hanfstaengl, «era su atractiva y rubia hija, Martha, a la que llegué a conocer muy bien».
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Hanfstaengl la encontraba encantadora, vibrante y desde luego una mujer con un gran apetito sexual.
Y eso le dio una idea.
LA MUERTE ES LA MUERTE
Dodd quería mantener la objetividad de su postura a pesar de sus primeros encuentros con visitantes que habían experimentado una Alemania muy distinta del reino alegre y soleado a través del que caminaba cada mañana. Uno de esos visitantes fue Edgar A. Mowrer, por aquel entonces el corresponsal más famoso de Berlín y centro de un torbellino de controversias. Además de informar para el
Chicago Daily News
, Mowrer había escrito un libro superventas,
Germany Puts the Clock Back (Alemania retrasa el reloj)
, que enfureció mucho a los dirigentes nazis, hasta el punto de que los amigos de Mowrer creían que se enfrentaba a un peligro mortal. El gobierno de Hitler quería que saliese del país. Mowrer quería quedarse y fue a ver a Dodd para pedirle que intercediera.
Mowrer era objetivo de las iras nazis desde hacía tiempo. En sus despachos desde Alemania había conseguido penetrar bajo la pátina de normalidad y captar unos acontecimientos que parecían increíbles, y usó técnicas periodísticas novedosas para hacerlo. Una de sus principales fuentes de información era su médico, un judío que era hijo del gran rabino de Berlín.
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Cada dos semanas Mowrer pedía hora para ir a verle, en apariencia por un persistente problema de garganta. Cada vez el médico le entregaba un informe mecanografiado de los últimos excesos cometidos por los nazis, un método que funcionó hasta que el médico empezó a sospechar que seguían a Mowrer. Así que acordaron un nuevo punto para sus entrevistas: cada miércoles a las 11:45 de la mañana se reunían en los urinarios públicos bajo la plaza Potsdamer. Se colocaban en compartimentos contiguos. El médico dejaba caer el último informe y Mowrer lo recogía.
Putzi Hanfstaengl intentó socavar la credibilidad de Mowrer haciendo correr el falso rumor de que el motivo de que sus artículos fuesen tan agresivamente críticos es que era judío «en secreto».
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De hecho, la misma idea se le había ocurrido a Martha. «Me sentía inclinada a creer que era judío»,
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decía ella, «consideré que su animosidad se veía espoleada sólo por su conciencia racial».
Mowrer se sentía desolado al ver que el mundo exterior era incapaz de ver lo que estaba ocurriendo realmente en Alemania. Incluso supo que su propio hermano había llegado a dudar de la veracidad de sus informes.
Mowrer invitó a cenar a Dodd en su apartamento que daba al Tiergarten, e intentó explicarle determinadas realidades ocultas. «No sirvió de nada», explicó Mowrer. «No me hizo caso.»
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Ni siquiera los periódicos ataques a norteamericanos parecieron alterar al embajador, recordaba Mowrer: «Dodd anunció que no tenía deseo alguno de mezclarse en los asuntos alemanes».
Dodd, por su parte, decía que Mowrer era «casi tan vehemente en ese sentido como los nazis».
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Las amenazas contra Mowrer fueron en aumento. Dentro de la jerarquía nazi se hablaba de infligir daño físico al corresponsal. El jefe de la Gestapo, Rudolf Diels, se sintió obligado a avisar a la embajada de Estados Unidos de que Hitler se ponía furioso cuando se mencionaba el nombre de Mowrer.
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A Diels le preocupaba que algún fanático matase a Mowrer o bien «le borrase del mapa», y aseguraba que había asignado a determinados hombres «de responsabilidad» de la Gestapo para que vigilasen discretamente al corresponsal y a su familia.
Cuando el jefe de Mowrer, Frank Knox, propietario del
Chicago Daily News
, se enteró de esas amenazas, decidió trasladar a Mowler fuera de Berlín. Le ofreció la corresponsalía del periódico en Tokio. Mowrer aceptó a regañadientes, sabiendo que más tarde o más temprano acabaría expulsado de Alemania, pero insistió en quedarse hasta octubre, en parte para demostrar que él no se doblegaba ante las intimidaciones, pero sobre todo, porque quería cubrir el espectáculo anual del Partido Nazi en Núremberg, que debía empezar el 1 de septiembre. Aquel mitin, el «Día de la Victoria del Partido», prometía ser más grande todavía.
Los nazis querían que se fuese de inmediato. Aparecieron unas Tropas de Asalto ante su oficina. Siguieron a sus amigos y amenazaron al personal de su oficina. En Washington, el embajador de Alemania en Estados Unidos notificó al Departamento de Estado que a causa de la «justa indignación de la gente»,
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el gobierno no podía esperar que Mowrer permaneciera ileso.
Al llegar ese momento, incluso sus compañeros corresponsales estaban preocupados. H. R. Knickerbocker y otro reportero fueron a ver al cónsul general Messersmith y le pidieron que convenciera a Mowrer de que se fuera. Messersmith se mostró reacio. Conocía bien a Mowrer, y respetaba su valor al enfrentarse a las amenazas nazis. Temía que Mowrer pudiese ver su intercesión como una traición. Sin embargo, accedió a intentarlo.
Fue «una de las conversaciones más difíciles que he tenido jamás»,
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diría posteriormente Messersmith. «Cuando vio que yo me unía a sus otros amigos e intentaba persuadirle también de que se fuera, las lágrimas aparecieron en sus ojos y me miró lleno de reproches.» Sin embargo, Messersmith tenía la sensación de que su deber era convencer a Mowrer de que se fuera.
Mowrer se rindió «con un gesto de desesperación», y abandonó el despacho de Messersmith.
Entonces Mowrer llevó su caso directamente al embajador Dodd, pero Dodd también creía que debía irse, no sólo por su propia seguridad, sino también porque sus reportajes estaban añadiendo mucha tensión a lo que ya era un entorno diplomático realmente difícil.
Dodd le dijo: «De todos modos, aunque no le trasladase su periódico, yo seguiría insistiendo en este punto… ¿No lo haría para evitar complicaciones?».
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Mowrer cedió al fin. Accedió a partir el 1 de septiembre, el primer día del mitin de Núremberg que tanto deseaba cubrir.
Martha escribió más tarde que Mowrer «nunca perdonó del todo a mi padre por su consejo».
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* * *
Otro de los primeros visitantes que tuvo Dodd fue, tal y como él mismo dijo, «quizá el químico más famoso de toda Alemania»,
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aunque no lo parecía. Era de tamaño menudo y completamente calvo, con un bigote gris y estrecho y los labios gruesos. Su rostro era cetrino, y su aspecto en general, el de un hombre mucho más viejo.
Se llamaba Fritz Haber. Ese nombre era muy conocido y reverenciado por cualquier alemán, o lo había sido hasta el advenimiento de Hitler. Hasta hacía poco, Haber fue director del famoso Instituto Káiser Guillermo de Física y Química. Era un héroe de guerra, y había obtenido el premio Nobel. Esperando acabar con el punto muerto en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, Haber inventó el gas venenoso de cloro. Diseñó lo que se conocía como la regla de Haber, una fórmula, C × t = k, elegante y letal:
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una baja exposición al gas durante un largo período tendría el mismo resultado que una alta exposición en un corto período. También inventó la manera de distribuir su gas venenoso por el frente, y él mismo estaba presente en 1915 cuando lo usaron por primera vez contra las fuerzas francesas en Ypres. A nivel personal, aquel día en Ypres le costó mucho.
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Su mujer, Clara, que tenía treinta y dos años, hacía tiempo que condenaba su trabajo por inhumano e inmoral, y le pidió que parase, pero a tales preocupaciones él daba siempre la misma respuesta: la muerte es la muerte, sea cual sea la causa. Nueve días después del ataque con gas de Ypres, ella se suicidó. A pesar de las protestas internacionales por su investigación sobre el gas venenoso, Haber obtuvo el premio Nobel de Química de 1918 por descubrir la forma de extraer el nitrógeno del aire y por tanto permitir la manufactura de fertilizantes baratos a gran escala… y por supuesto, también pólvora.
A pesar de su conversión al protestantismo anterior a la guerra, Haber fue clasificado bajo las nuevas leyes nazis como no ario, pero una excepción que se concedía a los veteranos de guerra judíos le permitió seguir siendo director del instituto. Muchos científicos judíos de su personal no estaban incluidos en la excepción, sin embargo, y el 21 de abril de 1933 Haber recibió la orden de despedirlos. Luchó contra esa orden, pero encontró pocos aliados. Hasta su amigo Max Planck le ofreció un tibio consuelo. «En medio de este profundo abatimiento»,
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decía Planck, «mi único consuelo es que vivimos en un tiempo de catástrofes como las que ocurren en toda revolución, y debemos soportar gran parte de lo que ocurre como un fenómeno de la naturaleza, sin torturarnos pensando que las cosas podrían haber sido de una forma distinta».
Haber no lo veía así. En lugar de tener que despedir a sus amigos y colegas, dimitió.
Entonces (el 28 de julio de 1933), cuando le quedaban ya muy pocas opciones, acudió al despacho de Dodd en busca de ayuda, llevando una carta de Henry Morgenthau hijo, jefe del Consejo Federal de Agricultura de Roosevelt (y futuro secretario del Tesoro). Morgenthau era judío y defensor de los refugiados judíos.
Cuando Haber le contó su historia, «temblaba de pies a cabeza»,
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escribió Dodd en su diario, y decía también que el relato de Haber «es la historia más triste de persecución judía que he oído nunca».
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Haber tenía sesenta y cinco años, el corazón delicado, y ahora se le negaba la pensión que tenía garantizada bajo las leyes de la República de Weimar, que precedió inmediatamente al Tercer Reich de Hitler. «Deseaba saber las posibilidades que ofrecía Estados Unidos para emigrantes con historiales distinguidos en ciencia», decía Dodd.
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«Sólo le pude decir que la ley no permitía ninguno en aquel momento, porque la cuota estaba llena.» Dodd prometió escribir al Departamento de Trabajo, que administraba las cuotas de inmigración, para preguntar «si se podía promulgar alguna normativa favorable para estas personas».
Se estrecharon la mano. Haber le dijo a Dodd que anduviese con mucho cuidado a la hora de comentar su caso con otros, «ya que las consecuencias podrían ser malas». Y luego Haber, un pequeño químico de aspecto gris que en tiempos fue uno de los científicos más importantes de Alemania, se fue.
«Pobre viejo», pensó Dodd, y luego se dio cuenta de que Haber en realidad sólo era un año mayor que él. «Un trato semejante», escribió Dodd en su diario, «sólo puede traer males al gobierno que practica una crueldad tan terrible».