Dodd le dijo a Roosevelt que tenía que pensarlo y hablar con su mujer.
Roosevelt le dio dos horas.
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* * *
Primero Dodd habló con algunos funcionarios de la universidad, que le instaron a que aceptase. A continuación se fue a pie a su casa, rápidamente, mientras el calor se iba intensificando.
Tenía fuertes dudas. Su
Viejo Sur
era su prioridad. Servir como embajador en la Alemania de Hitler no le dejaría más tiempo para escribir que sus obligaciones en la universidad, sino probablemente mucho menos.
Su mujer, Mattie, lo entendía,
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pero sabía que él sentía una gran necesidad de reconocimiento, y tenía la sensación de que a aquellas alturas de su vida debía haber conseguido mucho más de lo que tenía. Dodd, a su vez, sentía que le debía algo a ella. Ella había permanecido a su lado todos aquellos años a cambio de lo que él percibía como una recompensa muy pequeña. «No hay ningún lugar adecuado para mi mentalidad»,
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le decía a ella en una carta aquel mismo año, desde la granja, «y lo lamento muchísimo por ti y por los chicos». La carta continuaba: «Sé que debe ser muy angustioso para una esposa tan leal y devota como tú tener a un marido tan inútil en un momento tan crítico de la historia, que él mismo había previsto hace tanto tiempo, un hombre incapaz de conseguir un puesto elevado, y por tanto de recibir alguna recompensa a una vida entera de estudio y fatigas. Esa es tu desgracia».
Tras una breve e intensa discusión y un examen de conciencia marital, Dodd y su esposa acordaron que él debía aceptar la oferta de Roosevelt. Lo que hacía más fácil la decisión era la concesión de Roosevelt de que si la Universidad de Chicago «insistía», Dodd podía volver a Chicago al cabo de un año. Pero en aquel momento preciso, decía Roosevelt, él necesitaba a Dodd en Berlín.
A las dos y media, media hora tarde, con sus recelos temporalmente disipados, Dodd llamó a la Casa Blanca e informó al secretario de Roosevelt de que aceptaba el trabajo. Dos días más tarde Roosevelt presentó el nombramiento de Dodd al Senado, que le confirmó aquel mismo día, sin requerir ni la presencia de Dodd ni las interminables sesiones que más tarde serían comunes para esos nombramientos clave. El nombramiento suscitó pocos comentarios en la prensa. El
New York Times
insertó un breve reportaje en la página 12 de su edición del domingo 11 de junio.
El secretario Hull, de camino a una importante conferencia económica en Londres, nunca dijo nada al respecto. Aunque hubiera estado presente cuando apareció por primera vez el nombre de Dodd, era poco probable que dijese algo después,
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porque una de las características que se iban imponiendo en el estilo de gobernar de Roosevelt era hacer nombramientos directos en los organismos sin implicar a sus superiores, un rasgo que molestaba infinitamente a Hull. Más tarde, sin embargo, afirmaría que no tenía objeción alguna al nombramiento de Dodd, excepto por lo que veía como una tendencia de Dodd «a traspasar los límites en su entusiasmo e impetuosidad excesivos,
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y a salirse por la tangente de vez en cuando como nuestro amigo William Jennings Bryan. De ahí que tuviera algunas reservas a la hora de enviar a un buen amigo, aunque era capaz e inteligente, a un lugar tan peliagudo como sabía que era Berlín, y como seguiría siendo».
Más tarde, Edward Flynn, uno de los candidatos que había rechazado el cargo, aseguraría falsamente que Roosevelt había telefoneado a Dodd por error, y que en realidad se proponía ofrecer el cargo de embajador a un antiguo profesor de derecho de Yale que se llamaba Walter F. Dodd. El rumor de tal error dio origen a un sobrenombre: «Dodd el de la agenda».
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A continuación, Dodd invitó a sus hijos ya adultos, Martha y Bill, prometiéndoles la experiencia de su vida. También veía en aquella aventura una oportunidad para unir a su familia por última vez. Su
Viejo Sur
era importante para él, pero la familia y el hogar eran su gran amor y necesidad. Una fría noche de diciembre, cuando Dodd estaba solo en su granja, ya cerca de Navidad, su hija y su mujer estaban en París, donde Martha pasaba un año de estudios, y Bill también estaba fuera, Dodd se sentó a escribir una carta a su hija. Se sentía muy pesimista aquella noche. Le parecía imposible tener ya dos hijos tan mayores; sabía que pronto volarían por su cuenta, y su futura conexión con él y con su mujer se iría haciendo mucho más tenue, inevitablemente. Veía su propia vida ya casi agotada del todo, su
Viejo Sur
lejos de estar acabado.
Escribió: «Mi querida niña:
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no te ofendas por este término que uso. Eres para mí tan querida, tu felicidad a lo largo de esta vida turbulenta es tan cara para mi corazón que nunca dejo de pensar en ti como una niña optimista, que aún está creciendo, y sin embargo sé los años que tienes, y admiro tu inteligencia y tu madurez. Ya no tengo una niña». Luego reflexionaba sobre «los caminos que tenemos ante nosotros. El tuyo está apenas empezando, el mío tan avanzado que ya empiezo a contar las sombras que caen sobre mí, los amigos que ya han partido, otros amigos que no están muy seguros en su puesto… Es como unir mayo y casi diciembre». El hogar, decía, «ha sido la alegría de mi vida». Pero ahora todos estaban repartidos por los rincones más alejados del mundo. «No puedo soportar la idea de que nuestras vidas se separen en distintas direcciones… y que nos queden tan pocos años.»
Con la oferta de Roosevelt había surgido la oportunidad de volverlos a unir a todos de nuevo, aunque sólo fuera por un tiempo.
LA ELECCION
Dada la crisis económica de la nación, la invitación de Dodd no era algo que debiera tomarse a la ligera. Martha y Bill tenían mucha suerte de trabajar, Martha como redactora literaria auxiliar del
Chicago Tribune
, Bill como profesor de historia y erudito en formación, aunque hasta aquel momento la carrera de Bill se había desenvuelto con una mediocridad que consternaba y preocupaba a su padre. En una serie de cartas a su mujer en abril de 1933, Dodd expresaba sus preocupaciones por Bill. «William es un buen profesor,
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pero no le gusta el trabajo duro de ningún tipo.» Era demasiado distraído, escribió Dodd, especialmente si había cerca un automóvil. «Nunca podremos tener coche en Chicago si deseamos ayudarle a que mejore en sus estudios»,
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decía Dodd. «La existencia de un coche con ruedas es una tentación demasiado grande.»
A Martha le iba mucho mejor en su trabajo, para deleite de su padre, pero le preocupaba a cambio su tumultuosa vida afectiva. Aunque amaba profundamente a sus dos hijos, Martha era la que más le enorgullecía. (La primera palabra que pronunció ella, según los documentos familiares, fue «papá».)
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Martha medía un metro sesenta, era rubia, con los ojos azules y una enorme sonrisa. Tenía una imaginación romántica, era coqueta y había inflamado las pasiones de muchos hombres, jóvenes y no tan jóvenes.
En abril de 1930,
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cuando tenía sólo veintiún años, se comprometió con un profesor de inglés de la Universidad Estatal de Ohio llamado Royall Henderson Snow. En junio ya se había roto el compromiso. Luego tuvo una aventura breve con un novelista, W. L. River, cuyo libro
Death a Young Man
se había publicado varios años antes. El la llamaba Motsie y se comprometió con ella en unas cartas escritas con unas frases exageradamente largas, en un caso de setenta y cuatro líneas seguidas mecanografiadas a un solo espacio. En aquella época eso se consideraba prosa experimental. «No quiero nada de la vida excepto a ti»,
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le decía él. «Quiero estar contigo para siempre, trabajar y escribir para ti, vivir donde tú quieras vivir, no amar nada ni a nadie más que a ti, amarte con la pasión de la tierra, pero también con los elementos sobrenaturales de un amor más eterno, espiritual…»
Pero no llegó a cumplir su deseo. Martha se enamoró de otro hombre, James Burnham, de Chicago, que le escribía y le hablaba de «besos suaves, ligeros, como el roce de un pétalo».
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Se comprometieron. Aquella vez Martha parecía dispuesta a seguir con el compromiso, hasta que una tarde, todo lo que había supuesto de su próximo matrimonio quedó anulado. Sus padres habían invitado a unas cuantas personas a una reunión en la casa familiar de la avenida Blackstone, entre ellos George Bassett Roberts, veterano de la Primera Guerra Mundial y ahora vicepresidente de un banco en Nueva York. Sus amigos le llamaban simplemente Bassett. Vivía en Larchmont, un barrio residencial al norte de la ciudad, con sus padres. Era alto, de labios carnosos, muy guapo. Un periodista admirativo, hablando de su promoción, escribió de él: «Su rostro está bien afeitado.
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Su voz es suave. Su habla inclinada a la lentitud… No hay nada en él que evoque al anticuado banquero estirado, ni al estadístico aburrido».
Al principio él se encontraba entre los demás invitados y Martha no lo encontró demasiado atractivo, pero más tarde, a lo largo de la velada, dio con él aparte y solo. Se quedó «fascinada», decía. «Fue un dolor y un placer como una flecha en pleno vuelo, cuando te vi por primera vez separado de los demás, en el vestíbulo de casa. Todo esto suena perfectamente ridículo, pero es verdad que fue así, la única vez que he sentido amor a primera vista.»
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Bassett se sintió conmovido por igual, y ambos se entregaron a un romance a larga distancia lleno de energía y pasión. En una carta del 19 de septiembre de 1931 él le decía: «¡Qué divertida fue aquella tarde en la piscina, qué bien te portaste conmigo después de que me quitara el bañador!».
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Y unas pocas líneas más adelante: «¡Oh, sí, dioses, qué mujer, qué mujer!». Tal y como lo expresó Martha, él la «desfloró». El la llamaba «
honeybunch»
(«cariño») y «
honeybuncha mia» (
«cariñito mío»).
Pero él la confundía. No se comportaba de la manera que había llegado a esperar de los hombres. «Nunca antes ni después he amado y he sido tan amada sin que hubiese propuesta alguna de matrimonio al cabo de poco tiempo»,
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escribía ella, años después. «Así que me sentía profundamente herida y creo que el ajenjo amargó mi árbol del amor.» Ella fue la primera que quiso el matrimonio, pero él no estaba seguro. Ella maniobró. Mantuvo su compromiso con Burnham, cosa que por supuesto puso celoso a Bassett. «O me amas o no me amas»,
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le escribió él desde Larchmont, «y si me amas, y si estás cuerda, no puedes casarte con otro».
Al final cedieron los dos y acabaron casándose, en marzo de 1932, pero es un síntoma de sus constantes dudas que decidieran mantener el matrimonio en secreto ante sus amigos. «Yo te amaba desesperadamente
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e intenté “atraparte” durante mucho tiempo, pero después, quizá exhausta por el esfuerzo, el amor mismo se agotó», escribió Martha. Y luego, el día después de su boda, Bassett cometió un error fatal. Ya era bastante malo que tuviese que irse a Nueva York a trabajar en el banco, pero fue mucho peor aún que aquel día no le mandase flores… un error «trivial», como más tarde reconocería ella, pero que indicaba algo mucho más profundo.
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Poco después, Bassett viajó a Ginebra para asistir a una conferencia internacional sobre oro, y al hacerlo cometió otro error fatal, porque no la llamó antes de su partida para «demostrar algún nerviosismo sobre nuestro matrimonio y la inmediata separación geográfica».
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Pasaron el primer año de su matrimonio separados, con periódicas citas en Nueva York y Chicago, pero su separación física no hizo sino aumentar la presión sobre su relación. Ella reconoció más tarde que debería haberse ido a vivir con él a Nueva York
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y convertir el viaje a Ginebra en una luna de miel, tal y como Bassett había sugerido. Pero ni siquiera Bassett parecía demasiado seguro. En una llamada telefónica, se preguntaba en voz alta si su matrimonio no habría sido un error. «Eso fue definitivo para mí»,
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afirmaba Martha. Por aquel entonces ya había empezado a «tontear»
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(expresión de ella) con otros hombres e incluso tuvo una aventura con Carl Sandburg, antiguo amigo de sus padres a quien conoció cuando ella tenía quince años. El le enviaba borradores de poemas en diminutas tiras de papel de formas extrañas, y dos rizos de su pelo rubio, atado con hilo negro de coser botones de abrigo. En una nota proclamaba: «Te amo más de lo que se puede expresar te amo con gritos de Shenandoah y leves susurros de lluvia azul».
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Martha dejó caer las insinuaciones suficientes para atormentar a Bassett. Tal y como le diría a él más tarde, «estaba muy ocupada curando mis heridas e hiriéndote con Sandburg y con otros».
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Todas esas fuerzas se fusionaron un día en el césped del jardín de la casa de Dodd en la avenida Blackstone. «¿Sabes por qué nuestro matrimonio no dio resultado?»,
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preguntaba ella. «Porque yo era demasiado joven e inmadura, aun a los veintitrés años, para dejar a mi familia. Se me rompió el corazón cuando mi padre me dijo, mientras trasteaba con algo en el césped delante de casa, poco después de que nos casáramos: “Así que mi pequeña quiere dejar a su anciano padre”.»
Y entonces, justo en medio de aquel torbellino personal, su padre la invitaba a que fuese con él a Berlín, y de repente ella tenía que elegir: Bassett, el banco, y al final, inevitablemente, una casa en Larchmont, niños, un jardín… o su padre y Berlín y quién sabe qué más.
La invitación de su padre era irresistible. Más tarde le dijo a Bassett: «Tenía que elegir entre él y la “aventura” y tú. No pude evitar elegir lo que elegí».
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TEMOR
A la semana siguiente Dodd tomó un tren a Washington donde, el viernes 16 de junio, se reunió con Roosevelt a la hora de la comida, que les sirvieron en unas bandejas en el escritorio del presidente.
Roosevelt, sonriente y animado,
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se lanzó con entusiasmo a relatar la visita reciente a Washington del jefe del Reichsbank alemán, Hjalmar Schacht (su nombre completo, Hjalmar Horace Greeley Schacht), que tenía el poder de determinar si Alemania pagaría o no sus deudas a los acreedores americanos. Roosevelt le explicó que había dado instrucciones al secretario Hull de desplegar toda su astucia para desactivar la legendaria arrogancia de Schacht. Llevarían a Schacht al despacho de Hull y lo dejarían de pie ante la mesa del secretario. Hull tenía que actuar como si Schacht no estuviera y «fingir que estaba plenamente concentrado buscando determinados documentos, dejando de pie a Schacht, sin darse cuenta de que estaba allí, durante tres minutos», tal y como Dodd recordaba la historia. Al final, Hull tenía que encontrar lo que estaba buscando: una severa nota de Roosevelt condenando cualquier intento de falta de pago por parte de Alemania. Sólo entonces Hull debía ponerse en pie y saludar a Schacht, tendiéndole la nota simultáneamente. El objetivo de esa actuación, le dijo Roosevelt a Dodd, «era quitarle un poco de arrogancia al comportamiento del alemán». Al parecer, Roosevelt pensaba que el plan había funcionado extraordinariamente bien. Roosevelt llevó entonces la conversación a lo que esperaba de Dodd. Primero sacó el tema de la deuda de Alemania, y ahí expresó ambivalencia. Reconocía que los banqueros norteamericanos habían obtenido lo que él mismo llamaba «beneficios exorbitantes» prestando dinero a empresarios y ciudades alemanas, y vendiendo bonos a ciudadanos norteamericanos. «Pero nuestro pueblo tiene derecho a un pago,
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y aunque esté totalmente fuera de la responsabilidad gubernamental, yo quiero hacer todo lo que pueda para evitar una moratoria», una suspensión de pagos de los alemanes. «Esto tendería a retrasar la recuperación.»