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Authors: Agatha Christie

En El Hotel Bertram

 

Un sobrino de la Srta. Marple la invita a pasar unos días en el extraordinario Hotel Bertram de Londres. Lo curioso del lugar es que ha sabido adaptarse a la modernidad sin perder su esencia victoriana y todos los clientes son, en su mayoría, antiguas “reliquias” de antes de la guerra que saben apreciar una cortesía servicial, comidas caseras, el confortable lujo de chimeneas de leña, salones bien decorados y el trato personal por parte de todos los competentes empleados.

Paralelamente, se han ido sucediendo en Londres diversos y frecuentes robos que apuntan a una organización bien estructurada y con una inteligencia importante al mando, que mantienen en vilo a la policía porque actúan de manera muy escurridiza.

La Srta. Marple, desde el hotel, advierte algunas cosas con relación a determinados huéspedes, y el tema se complica realmente cuando desaparece uno de esos clientes, un clérigo despistado, y se produce un asesinato... El inmaculado hotel, precisamente a causa de su aspecto intachable, comienza a ser considerado un misterioso foco de... ¿?

Agatha Christie

En El Hotel Bertram

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Ormi
11.09.11

Título original:
At Bertram's Hotel

Traducción: Manuel Giménez Sales

Agatha Christie, 1964

Edición 1988 - Editorial Molino - 255 páginas

ISBN: 84-272-0266-0

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BLAKE
, Elvira: Joven heredera algo tímida.

BOLLARD
: Un joyero confiado en exceso.

BRIDGET
: Amiga de Elvira.

CAMPBELL
: Inspector de policía.

DAVY
: Inspector jefe de Scotland Yard.

EGERTON
, Richard: Abogado.

GORMAN
, Michael: Portero del Bertram's.

GORRINGE
: Recepcionista del Bertram’s.

GRAVES
, sir Ronald: comisionado de Scotland Yard.

HAZY
, lady Selina: Amiga de miss Marple, y huésped habitual del Bertram’s.

HENRY
: Maître del Bertram’s.

HOFFMAN
, Robert: Un pillastre millonario.

HUMFRIES
: Director del Bertram’s.

LUSCOMBE
: Tutor de Elvira Blake.

MALINOWSKI
, Ladislaus: Piloto de carreras de coches.

MARPLE
, Jane: Anciana dama aficionada a la investigación criminal.

McCRAE
: Ama de llaves del canónigo Pennyfather.

PENNYFATHER
: Canónigo despistado.

ROBINSON
: Genio de las finanzas.

SEDGWICK
, lady: Madre de Elvira Blake.

SIMMONS
: Archidiácono amigo del canónigo Pennyfather.

WHEELING
: Una buena samaritana.

Capítulo I

En el corazón del West End, hay un gran número de rincones discretos, desconocidos por casi todos excepto los taxistas, quienes los atraviesan como auténticos expertos y, por lo tanto, llegan triunfantes a Park Lane, Berkeley Square o South Audley Street.

Si se coge una discreta calle que sale de Park y se dobla a la izquierda y después un par de veces más, se encontrará en una tranquila travesía con el hotel Bertram's a mano derecha. El hotel Bertram's lleva allí mucho tiempo. Durante la guerra, varias casas a su derecha resultaron demolidas, y lo mismo ocurrió con otras un poco más lejos a su izquierda, pero el Bertram's permaneció incólume. Naturalmente, no pudo evitar, como dicen los agentes inmobiliarios, acabar pintado, remozado y maquillado, pero una suma de dinero bastante razonable bastó para devolverle su condición original. En 1955 tenía el mismo aspecto que había tenido en 1939: digno, nada ostentoso y discretamente caro.

Así era el Bertram's, el hotel preferido durante muchos años de los más altas dignidades eclesiásticas, viudas de la más rancia aristocracia rural y alumnas de escuelas de lujo que hacían un alto en el camino de regreso a casa donde pasarían las vacaciones. («Hay tan pocos lugares donde una joven pueda quedarse sola en Londres. Pero desde luego pueden quedarse en el Bertram's perfectamente. Nosotros nos alojamos allí desde hace años.»)

Por supuesto, han existido muchos otros hoteles similares al Bertram's. Algunos continúan abiertos, pero casi todos han tenido que adaptarse a los tiempos. Se han visto obligados a modernizarse y a atender a otro tipo de clientes. El Bertram's no se ha salvado de los cambios, pero los ha hecho con tanta habilidad que apenas si se notan a primera vista.

Delante de la escalinata que conduce a la gran puerta giratoria monta guardia lo que a simple vista no puede ser menos que un mariscal de campo. Galones dorados y condecoraciones engalanan un pecho ancho y masculino. El porte es impecable. Recibe a los huéspedes con tierna preocupación cuando se bajan achacosos del taxi o del coche, los acompaña solícito en su ascensión por la escalinata y los guía en el paso por la silenciosa puerta giratoria.

En el interior, si es la primera vez que se visita el Bertram's, se tiene la alarmante sensación de que se acaba de entrar en un mundo perdido, de que se ha retrocedido en el tiempo. Se está otra vez en la Inglaterra eduardiana.

Por supuesto, hay calefacción central, pero no es evidente. En el gran vestíbulo continúan presentes las dos magníficas chimeneas y, a su lado, las dos grandes carboneras de bronce relucen como relucían cuando a principios de siglos las criadas las pulían y las llenaban con los trozos de carbón del tamaño correcto. Predomina el terciopelo y se respira un ambiente de mullida comodidad. Los sillones tampoco son de este mundo. Los asientos son muy altos para evitar que las damas achacosas tengan que esforzarse de una manera indigna para levantarse. Por si esto fuera poco, los asientos no acaban, como ocurre con muchos y muy caros sillones modernos, a mitad del muslo, algo que es una constante causa de dolor para aquellos que padecen artritis y ciática. Tampoco son del mismo modelo. Los hay de respaldos inclinados y rectos, y de diferentes anchos para acomodar a delgados y a obesos. Es difícil que alguien no encuentre un sillón cómodo en el Bertram's.

El vestíbulo estaba lleno porque era la hora del té. Desde luego, no es el único lugar para tomar el té. Hay un salón (tapizado con cretonas), una sala de fumadores (por alguna oscura razón sólo para caballeros) con comodísimos butacones del mejor cuero, y dos pequeñas salas de lectura, donde se puede ir con un amigo y disfrutar de una amable y tranquila charla, e incluso leer o escribir una carta. Además de estas amenidades propias del pasado, había otros rincones que no se anunciaban, pero que eran conocidos por quienes lo deseaban: un bar con dos barras. Una la atendía un barman norteamericano para que sus compatriotas se sintieran como en casa y para proveerles de bourbon, whisky de centeno y todo tipo de cócteles, y otro barman inglés se ocupaba del jerez y la cerveza, y hablaba como un experto de los caballos participantes en los hipódromos de Ascot y Newbury, con los hombres de mediana edad alojados en el Bertram's que asistían a las grandes competiciones hípicas. También había, disimulada al final de un pasillo, una sala de televisión.

Pero el gran vestíbulo era el lugar favorito para tomar el té. Las señores ancianas disfrutaban viendo quién entraba o salía, saludaban desde lejos a viejos amigos y comentaban despiadadamente lo mal que habían envejecido. También se sentaban los huéspedes norteamericanos, fascinados por el espectáculo de la aristocracia inglesa, dedicada al tradicional té de la tarde. No había ninguna duda de que la hora de la merienda en el Bertram's era algo serio.

Lo menos que se podía decir es que era espléndido. Henry presidía el ritual. Era un hombre con un tipo impresionante, cincuentón, paternal, simpático, y con unos modales de una especie desaparecida tiempo ha: el mayordomo perfecto. Unos jóvenes esbeltos se encargaban del servicio bajo su austera dirección. Tenían grandes bandejas de plata con el escudo del hotel, y teteras de estilo georgiano. La porcelana, sin llegar a ser Rockingham y Davenport, lo parecía. Los servicios modelo Blind Earl eran los predilectos. Los tés abarcaban los mejores de la India, Ceilán, Darjeeling, Lapsang, etcétera. En cuanto a las viandas, se podía pedir cualquier cosa, ¡y lo servían!

En esta ocasión, el 17 de noviembre, lady Selina Hazy, de 65 años, procedente de Leicestershire, comía unos deliciosos
muffins
bien untados de mantequilla con todo el placer de una vieja dama.

Sin embargo, su concentración en los muffins no era tan grande como para impedir que mirara atentamente cada vez que las puertas se abrían para admitir a un recién llegado.

Por lo tanto, sonrió y agachó levemente la cabeza en un amable saludo dirigido al coronel Luscombe, erguido, marcial, con los prismáticos colgados alrededor del cuello. Como la vieja autócrata que era, lo llamó con un ademán imperioso y, al cabo de un par de minutos, Luscombe acudió a la llamada.

—Hola, Selina, ¿qué le trae a la ciudad?

—El dentista —farfulló lady Selina con la boca llena—, y ya que estaba aquí, me dije que podía ir a ver a ese hombre de Harley Street por lo de mi artritis. Ya sabe de quién le hablo.

Harley Street albergaba a varios centenares de prestigiosos médicos especializados en todas y cada una de las enfermedades, pero Luscombe sabía a quién se refería.

—¿Le sirvió de algo?

—Creo que sí —contestó Selina, a regañadientes—. Un tipo curiosísimo. Me cogió por el cuello cuando menos lo esperaba y me lo retorció como a una gallina. —Movió el cuello con cuidado.

—¿Le hizo daño?

—Tendría que habérmelo hecho a la vista de cómo me lo retorció, pero la verdad es que no me dio tiempo a enterarme. —Continuó moviendo el cuello con delicadeza—. Lo noto bien. Puedo mirar por encima del hombro derecho por primera vez en años.

Sometió esta afirmación a una prueba práctica y exclamó:

—¡Vaya, si aquella es Jane Marple! Creía que se había muerto hace años. Parece centenaria.

El coronel Luscombe miró en dirección a la resucitada Jane Marple, pero sin mucho interés. El Bertram's siempre tenía un amplio surtido de lo que él llamaba sus viejas gallinas.

Lady Selina seguía con su discurso.

—¡El único sitio en Londres donde todavía sirven muffins de verdad! ¡Auténticos muffins! ¿Sabe que cuando estuve en Estados Unidos el año pasado tenían algo que llamaban muffins en el menú del desayuno? Nada que ver. Eran trozos de bizcocho con pasas. Me pregunto por qué los llamarán muffins.

Se comió el último mendrugo y miró a su alrededor con indiferencia. Henry se materializó en el acto. Ni deprisa ni con premuras. Sencillamente, apareció allí.

—¿Desea algo más, milady? ¿Algún pastel?

—¿Pastel? —Lady Selina consideró la oferta sin llegar a decidirse.

—Servimos un magnífico pastel de sésamo, milady. Se lo recomiendo.

—¿Pastel de sésamo? Hace años que no como pastel de sésamo. ¿Es auténtico pastel de sésamo?

—Desde luego, milady. El cocinero tiene una receta de toda la vida. Le gustará, se lo aseguro.

Henry miró a uno de sus adláteres, y el joven partió en busca del pastel de sésamo.

—¿Supongo que ha estado usted en Newbury, Derek?

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