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Authors: Agatha Christie

En El Hotel Bertram (9 page)

Metió la mano en el bolsillo y sacó una llave grande y pesada sujeta a una bola con las que los hoteles intentan impedir que sus clientes más olvidadizos se las lleven. ¡Una precaución que, en su caso, no había servido para nada!

«La número 19», exclamó para sus adentros. «Eso es. Es una suerte no tener que salir a buscar una habitación de hotel a estas horas. Dicen que están todos ocupados. Sí, eso mismo dijo Edmunds esta noche en el Athenaeum. Le costó muchísimo encontrar una habitación libre.»

Un tanto complacido consigo mismo por la previsión de haber reservado una habitación con tanta anticipación, dejó a un lado la comida, se acordó de pagarla y volvió a salir a Cromwell Road.

Le pareció un poco tonto regresar al hotel de esta manera cuando tendría que haber estado cenando en Lucerna, entretenido en discutir sobre muchos y muy interesantes problemas. Le llamó la atención la cartelera de un cine:
Las murallas de Jericó
. Era un título muy adecuado. Resultaría interesante comprobar si se había respetado el relato bíblico.

Compró una entrada y entró en la sala. Disfrutó de la película aunque no parecía tener la menor relación con la historia bíblica. Incluso parecían haber excluido a Josué. Aparentemente, las murallas de Jericó era una referencia simbólica a los votos matrimoniales de una dama. Después de derribarlas varias veces, la hermosa actriz se encontraba con el malhumorado y grosero héroe de quién estaba enamorada desde el principio, y juntos prometían levantar las murallas de una manera que resistieran mejor el paso de los años. No era una película pensada precisamente para el divertimiento de clérigos mayores, pero al padre Pennyfather le gustó muchísimo. No era la clase de cine que veía habitualmente y consideró que había aumentado sus conocimientos de la vida. Acabó la película, se encendieron las luces, sonó el himno nacional y el padre Pennyfather salió otra vez a la calle, un poco más consolado de las desgracias anteriores.

Era una noche templada y volvió caminando al hotel Bertram's después de apearse del autobús que había cogido y le había llevado en la dirección opuesta. Entró en el Bertram's pasada la medianoche y, como no podía ser de otra manera, todo el mundo parecía haberse ido a la cama. El ascensor se encontraba en una de las plantas, así que el padre subió por las escaleras. Llegó a su habitación, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró.

¿Santo cielo, estaba viendo visiones? Quién, cómo... Vio el brazo alzado demasiado tarde.

Una traca estalló en la cabeza de Pennyfather.

Capítulo VIII

El Irish Mail avanzaba raudo a través de la noche, o mejor dicho, a través de la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.

De vez en cuando, el silbato de la locomotora diesel emitía un sonido de advertencia que sonaba como un aullido endemoniado. Viajaba a más de ciento treinta kilómetros por hora. Cumplía con el horario.

Entonces, la velocidad disminuyó con cierta brusquedad a medida que actuaban los frenos. Las ruedas chirriaron al rozar contra el metal cada vez más despacio. El guarda asomó la cabeza por la ventanilla y vio la señal roja mientras el tren se detenía del todo. Algunos pasajeros se despertaron, pero la mayoría continuó durmiendo.

Una señora mayor, asustada por la brusquedad del frenazo, abrió la puerta de su compartimiento y asomó la cabeza. Vio que al final del pasillo estaba abierta una de las puertas que daban al exterior. Un anciano clérigo con el pelo muy blanco subió por la escalerilla. La mujer dio por hecho que había bajado previamente para investigar la causa de la detención. El aire de la madrugada era helado. Alguien desde el otro extremo del vagón gritó: «¡Sólo es la señal en rojo!» La señora mayor cerró la puerta del compartimiento y volvió a acostarse en la litera dispuesta a continuar durmiendo.

Un poco más allá, un hombre que agitaba una linterna corrió hacia la locomotora desde una caja de señales. El fogonero bajó de la locomotora. El guarda, que ya se había apeado del tren, fue al encuentro del hombre con la linterna. Agotado por la carrera, informó al guarda del motivo de la detención, con voz jadeante:

—Un choque muy grave... Dos convoyes descarrilados...

El maquinista se asomó a la ventanilla, escuchó el informe y decidió bajar de la locomotora.

Seis hombres que acababan de trepar por el terraplén, subieron al tren por una puerta que alguien les había dejado abierta en el furgón de cola. Seis pasajeros procedentes de diversos vagones se les unieron. Con la celeridad propia de quienes han practicado la maniobra infinidad de veces, procedieron a desenganchar el vagón postal del resto del convoy. Dos hombres apostados a ambos extremos del vagón montaban guardia armados con cachiporras.

Un hombre vestido con un uniforme del ferrocarril recorrió los pasillos de los vagones ofreciendo explicaciones a aquellos pasajeros que se las pedían.

—La vía está cortada. Habrá una demora de unos diez minutos, no más.

La voz firme y confiada tranquilizó a los pasajeros.

El maquinista y el fogonero, atados y amordazados, yacían en el suelo junto a la locomotora.

—Por aquí todo está en orden —gritó el hombre de la linterna.

El guarda, atado y amordazado como sus compañeros, estaba tendido en el terraplén.

Los expertos en reventar cajas habían hecho su trabajo en el vagón postal. Otros dos cuerpos perfectamente maniatados yacían en el suelo. Las sacas selladas fueron arrojadas al exterior donde las esperaban otros hombres apostados en el terraplén.

En los compartimientos, los pasajeros comentaron que los trenes ya no eran como antes.

Luego, mientras se acomodaban para volver a dormirse, oyeron el rugido de un motor que aceleraba a toda potencia.

—Vaya —murmuró una mujer—. ¿Qué ha sido eso? ¿Un avión?

—Yo diría que es un coche deportivo.

El rugido se perdió en la distancia.

En la autopista de Bedhampton, quince kilómetros más allá, una caravana de camiones avanzaba en dirección norte. Un gran coche deportivo blanco los adelantó con la velocidad del rayo.

Diez minutos más tarde, salió de la autopista.

El garaje en la esquina de la calle B mostraba el cartel de cerrado, pero las grandes puertas se abrieron para dar paso al coche blanco y después volvieron a cerrarse. Tres hombres pusieron manos a la obra sin perder ni un segundo. Cambiaron las matrículas. El conductor se cambió de chaqueta y de gorra. Antes llevaba una pelliza blanca. Ahora vestía una chaqueta de cuero negro. Se montó en el coche blanco y abandonó el garaje. Tres minutos después de su partida, un viejo Morris Oxford conducido por un anciano clérigo salió a la carretera y se alejó siguiendo una intrincada ruta por los caminos rurales.

El conductor de una furgoneta, que circulaba por uno de estos caminos, se detuvo al ver un viejo Morris Oxford aparcado a un lado del camino. Un hombre mayor permanecía junto al vehículo.

El conductor de la furgoneta asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Ha tenido una avería? ¿Puedo ayudarle?

—Es muy amable de su parte. Al parecer, me he quedado sin luces.

Los dos conductores se acercaron con el oído atento a cualquier ruido.

—Todo en orden —dijo uno.

Varias maletas de muy buena calidad fueron transferidas del Morris Oxford a la furgoneta.

Un par de kilómetros más allá, la furgoneta se desvió del camino para adentrarse por lo que parecía un viejo camino de carro, pero que resultó ser una de las entradas a una enorme y opulenta mansión. En lo que antes había sido un establo, estaba aparcado un gran Mercedes blanco. El conductor de la furgoneta abrió el maletero del Mercedes, metió en el interior las maletas que descargó de su propio vehículo, y volvió a marcharse.

Un gallo cacareó ruidosamente en una granja cercana.

Capítulo IX
1

Elvira Blake miró por un momento el cielo sin una sola nube, comprobó que hacía una excelente mañana y entró en una cabina de teléfono. Marcó el número de Bridget en Onslow Square. Satisfecha con la respuesta, dijo:

—¿Oiga? ¿Bridget?

—Ah, Elvira, ¿eres tú? —La voz de Bridget sonó agitada.

—Sí. ¿Todo ha ido bien?

—¡Qué va! Ha sido un desastre. Tu prima, Mrs. Melford, llamó a mamá ayer por la tarde.

—¿Para qué? ¿Quería saber algo de mí?

—Sí. Creía que lo había hecho a la perfección cuando la llamé al mediodía. Pero, al parecer, comenzó a preocuparse por tu dentadura. Pensó que podías tener algo serio. Flemones o algo así. Así que ella misma llamó al dentista y se enteró, lógicamente, que tú no habías pisado la consulta. Fue entonces cuando llamó a mamá y, por desgracia, mamá estaba precisamente junto al teléfono. Por lo tanto, no me dio tiempo a descolgar antes. Naturalmente, mamá dijo que no sabía nada de nada y que tú no te habías quedado a dormir aquí. No supe qué hacer.

—¿Qué hiciste?

—Simulé que no sabía nada de todo el asunto. Comenté que, si no recordaba mal, habías dicho algo sobre ir a ver a una amiga en Wimbledon.

—¿Por qué en Wimbledon?

—Fue el primer lugar que se me ocurrió.

Elvira suspiró con resignación.

—Bueno, supongo que tendré que inventarme algo. Una vieja gobernanta que vive en Wimbledon. Todos estos embrollos lo complican todo. Espero que la prima Mildred no haya hecho ninguna tontería y haya llamado a la policía o algo así.

—¿Vas a ir ahora a su casa?

—Iré por la noche. Todavía tengo que hacer un montón de cosas.

—¿Ha ido todo bien en Irlanda?

—Encontré lo que quería saber.

—Suena como si fuera algo grave.

—Es grave.

—¿Puedo ayudarte, Elvira? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Nadie me puede ayudar en este asunto. Es algo que debo hacer yo sola. Esperaba que una cosa no fuera cierta, pero lo es. No sé muy bien qué hacer al respecto.

—¿Estás en peligro, Elvira?

—No seas melodramática, Bridget. Tengo que ir con cuidado, eso es todo. Tendré que tener mucho cuidado.

—Entonces, estás en peligro.

Elvira tardó unos instantes en responder.

—Confío en que sólo sean imaginaciones mías.

—Elvira, ¿qué piensas hacer con el brazalete?

—No te preocupes, eso está resuelto. Alguien me dejará el dinero, así que iré a la casa de empeños y lo rescataré, o como se diga. Después lo llevaré a Bollard.

—¿Crees que no te dirán nada? No, mamá, es la lavandería. Dicen que no les enviamos aquella sábana. Sí, mamá, se lo diré a la encargada. Sí, de acuerdo.

Elvira sonrió y colgó el teléfono. Abrió el bolso, buscó en el monedero, contó las monedas que necesitaba, las colocó en la repisa y marcó un número. Cuando la atendieron, echó las monedas, apretó el botón A y habló con una voz débil y un tanto agitada.

—Hola, prima Mildred. Sí, soy yo. Lo lamento muchísimo. Sí, ya lo sé. Es precisamente lo que iba a hacer. Sí, se trataba de la vieja Maddy, ya sabes, nuestra vieja gobernanta. Sí, escribí una postal, pero me olvidé de enviarla. Todavía la tengo en el bolsillo. Verás, está enferma y no tiene a nadie que la cuide, así que me di una vuelta por allí a ver cómo estaba. Sí, lo tenía todo arreglado para ir a casa de Bridget, pero esto lo cambió todo. No sé nada del mensaje que recibiste. Supongo que alguien debió confundirse. Sí, te lo explicaré todo cuando regrese, sí, esta tarde. No, me quedaré un rato más por aquí hasta que llegue la enfermera que se encargará de atender a Maddy. No, no es una enfermera de verdad. Ya sabes, es una de esas señoras que entienden de cuidar enfermos. No, Maddy odia los hospitales. Lo siento, prima Mildred, lo siento muchísimo. —Colgó el teléfono y soltó una exclamación de enfado—. Si uno no tuviera que contar tantas mentiras a todo el mundo, viviríamos mucho más tranquilos —comentó para sus adentros.

Salió de la cabina y vio los carteles del quiosco de periódicos que anunciaban la noticia del día:

Asaltan El Irish Mail.

Los Bandidos Desvalijan El Vagón Postal.

2

Mr. Bollard atendía a un cliente cuando se abrió la puerta de la joyería. Miró hacia la puerta y vio entrar a Elvira Blake.

—No —le dijo la muchacha al dependiente que salió a su encuentro—. Prefiero esperar a que Mr. Bollard quede libre.

Transcurrieron unos minutos hasta que Mr. Bollard acabó de atender al cliente, y entonces Elvira se acercó al mostrador.

—Buenos días, Mr. Bollard.

—Mucho me temo que todavía no hayamos acabado con la reparación de su reloj, miss Elvira.

—No, no vengo a buscar el reloj. He venido a disculparme. Ha ocurrido algo terrible. —Abrió el bolso y sacó una cajita. De ésta sacó un brazalete de zafiros y diamantes—. Supongo que recordará usted que el otro día vine a traerle mi reloj para que lo repararan y de paso aproveché para mirar unas cuantas cosas para mi regalo de Navidad. Entonces ocurrió un accidente en la calle. Creo que atropellaron a alguien, o estuvieron a punto de atropellarlo. Supongo que en aquel momento tenía el brazalete en la mano y, sin pensarlo, lo metí en el bolsillo de mi chaqueta. Me di cuenta esta mañana, así que he venido corriendo a devolvérselo. Lo siento muchísimo, Mr. Bollard, no sé cómo pude hacer algo tan estúpido.

—No se preocupe, miss Elvira, no ha pasado nada —manifestó Mr. Bollard con voz pausada.

—Supongo que habrá usted creído que alguien lo había robado —señaló Elvira con una expresión inocente.

—Efectivamente, descubrimos que faltaba. Muchas gracias, miss Elvira, por traerlo en cuanto lo encontró.

—La verdad es que me sentí muy mal cuando lo encontré en mi bolsillo. Muchas gracias, Mr. Bollard, por ser tan comprensivo.

—Muchas veces ocurren confusiones tontas. —Mr. Bollard le sonrió con aire paternal—. Nos olvidaremos de todo este asunto, pero no lo haga otra vez. —Se rió como si hubiese dicho algo muy divertido.

—No, por supuesto. En el futuro tendré muchísimo cuidado.

La muchacha se despidió del joyero con una sonrisa, dio media vuelta y salió de la tienda.

«Me pregunto si... —se dijo Mr. Bollard—. La verdad es que me pregunto si...»

Uno de los socios, que no se había perdido detalle de la conversación, se acercó.

—¿Así que ella se lo llevó?

—Sí. Fue ella quien se lo llevó.

—Pero lo ha devuelto —señaló el socio.

—Efectivamente, lo ha devuelto —asintió Mr. Bollard—. La verdad es que no me lo esperaba.

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