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Authors: Agatha Christie

En El Hotel Bertram (8 page)

—Por supuesto, faltaría más. No se disfruta nada si hay que tomar una decisión a toda prisa, ¿no es así?

Los cinco minutos siguientes transcurrieron de una forma muy agradable. Nada era demasiada molestia para Mr. Bollard. Sacó alhajas de ésta y aquella vitrina, y los broches y brazaletes se fueron amontonando sobre un paño de terciopelo colocado sobre el mostrador. De vez en cuando, Elvira cogía una joya y se volvía para mirar en el espejo qué tal le quedaba. Por fin, aunque con ciertas dudas, separó una preciosa esclava, un pequeño reloj de pulsera engarzado con diamantes y dos broches.

—Tomaremos buena nota —dijo Mr. Bollard— y, la próxima vez que el coronel Luscombe venga a Londres, quizá se pase por aquí y decida por sí mismo cuál de ellas prefiere regalarle.

—Creo que así será mucho más adecuado. Le parecerá como si él hubiera escogido el regalo, ¿verdad? —Su mirada inocente se fijó en el rostro del joyero, pero al mismo tiempo tomaba buena cuenta de que el reloj marcaba y veinticinco en punto.

En el exterior se oyó el chirrido de una violenta frenada seguido por un grito de mujer. Todas las miradas de los que estaban en la joyería se volvieron hacia el escaparate que daba a Bond Street. El movimiento de la mano de Elvira hacia el mostrador y después al bolsillo de su elegante chaqueta fue tan rápido y disimulado que resultó prácticamente imperceptible, incluso para alguien que estuviese mirando.

—Vaya, vaya —exclamó Mr. Bollard volviendo a mirar a su clienta—. Casi se produce una desgracia. ¡Qué muchacha más imprudente! Lanzarse a cruzar la calle de esa manera.

Elvira ya se dirigía hacia la puerta. Miró su reloj y soltó una exclamación.

—Vaya, me he demorado más de lo que pensaba. Perderé el tren de regreso a casa. Muchas gracias, Mr. Bollard. No se olvidará de cuáles son las cuatro piezas elegidas, ¿verdad?

Un segundo después había salido de la joyería. Giró a la izquierda, volvió a girar unos pasos más allá, y se detuvo en la entrada de una zapatería. Esperó impaciente hasta que Bridget se presentó, casi sin aliento.

—Menudo susto —afirmó Bridget—. Por un momento, creí que me atropellaban. Además, me he hecho un agujero en la media.

—No te preocupes —señaló Elvira, que se llevó a su amiga a paso rápido hasta la próxima esquina donde giraron a la derecha—. Vamos, vamos.

—¿Todo ha ido bien?

Elvira metió la mano en el bolsillo y sacó el brazalete de brillantes y zafiros para mostrárselo a su cómplice.

—Elvira, ¿cómo te has atrevido?

—Escucha, Bridget, coge el brazalete y ve a la casa de empeños que escogimos. Entra y a ver cuánto consigues que te den. Pide un centenar de libras.

—¿Crees que...? Me refiero a si me preguntan algo. Quizá tengan una lista de joyas robadas.

—No seas tonta. ¿Cómo podría aparecer en la lista si la acabo de robar? Estoy segura de que todavía no se han dado cuenta de que no la tienen.

—Pero Elvira, cuando se den cuenta de que ha desaparecido, lo primero que pensarán es que te la has llevado tú. No sospecharán de nadie más.

—Quizá lo crean si se dan cuenta del robo demasiado pronto.

—En ese caso, llamarán a la policía y...

Se interrumpió al ver que Elvira meneaba la cabeza lentamente. El pelo rubio oscilaba suavemente y una débil y enigmática sonrisa iluminaba el rostro de la joven.

—No llamarán a la policía, Bridget. No lo harán si creen que yo me lo llevé.

—¿Qué quieres decir?

—Como te dije antes, tendré muchísimo dinero cuando cumpla los veintiún años. Podré comprarles todas las alhajas que se me antojen y ellos lo saben. No querrán montar un escándalo. No pierdas más el tiempo y llégate a la casa de empeños. Luego ve hasta las oficinas de Air Lingus y compra el pasaje de avión. Yo tengo que coger un taxi para ir a Prunier’s. Ya llego diez minutos tarde. Me reuniré contigo mañana por la mañana, a las diez y media.

—Elvira, no sé porqué tienes que correr tantos riesgos —se lamentó Bridget.

Pero Elvira, ocupada en llamar a un taxi, no la escuchó.

2

Miss Marple pasó un par de horas muy agradables en Robinson & Cleaver's. Además de comprar unas sábanas caras pero excelentes (le encantaban las sábanas de hilo por el tacto de la tela y su frescura), también se permitió comprar unos paños con vivos rojos para secar los cristales. ¡Realmente era dificilísimo encontrar paños de cocina como Dios manda! A cambio, ofrecían cosas que bien podían servir como manteles individuales, decorados con rábanos, langostas, la torre Eiffel, la plaza de Trafalgar, o con un surtido de limones y naranjas. Miss Marple les dio su dirección en St. Mary Mead para que le enviaran las compras, y después se subió a un autobús que la llevó hasta el economato del Ejército y la Marina.

Esa tienda había sido uno de los lugares favoritos de la tía de miss Marple en el pasado. Desde luego, había cambiado mucho con el paso de los años. La anciana recordó a la tía Helen buscando a su vendedor de costumbre en el sector de Alimentación, para después sentarse cómodamente en una silla, vestida con su sombrero y lo que ella llamaba su capa de «popelín negro». Luego transcurría una hora entera en la que nadie tenía prisas y en la que la tía Helen pensaba en todos los productos que se podían comprar y guardar para utilizar en el momento oportuno. Se compraba todo lo necesario para la Navidad, e incluso se consideraban algunas cosas para Pascua. A veces, la joven Jane se mostraba un tanto impaciente y, entonces, se le aconsejaba una visita a la sección de cristalería para que se entretuviera un rato.

Una vez acabadas las compras, la tía Helen se dedicaba a un largo interrogatorio sobre el estado de salud de la madre, la esposa, el segundo hijo y la cuñada del vendedor. Transcurrida la mañana en entretenimientos tan placenteros, la tía Helen acostumbraba a decir con el tono juguetón de la época: «¿Qué diría mi niña si ahora fuésemos a comer algo?» Así que subían al cuarto piso y disfrutaban de un opíparo almuerzo que concluía invariablemente con un helado de fresas. Después, compraban media libra de bombones de crema de café, y alquilaban un coche de caballos para ir a una
matiné
.

Desde luego, la tienda había sufrido varias y profundas remodelaciones desde aquellos años. De hecho, costaba trabajo reconocerla. Se la veía más alegre y mucho mejor iluminada. Miss Marple, aunque recordó cómo había sido con una sonrisa bondadosa e indulgente, no tenía ninguna queja en contra de las mejoras del presente. Todavía funcionaba el restaurante y fue allí a reponer fuerzas.

Mientras repasaba cuidadosamente el menú y decidía lo que pediría, miró por un instante a través de la sala y enarcó las cejas un tanto sorprendida. ¡Qué coincidencia más extraordinaria! Allí estaba una mujer a la que no había visto en persona hasta el día antes, si bien era un rostro habitual en las páginas de los periódicos: en las carreras de caballos, en las Bermudas, a punto de subir a su propio avión o de pilotar un monoplaza de competición. Ayer, por primera vez, la había visto en carne y hueso, y ahora, como ocurre tan a menudo, se producía la coincidencia de volver a encontrarla en un lugar realmente increíble. No encontraba ninguna explicación para que Bess Sedgwick estuviese comiendo en el restaurante de un economato militar. No le habría sorprendido en lo más mínimo ver a lady Sedgwick a la salida de algún tugurio del Soho, o del Covent Garden Opera House con un vestido de noche y una tiara de diamantes en la cabeza, pero no en el economato del Ejército y la Marina que, en la mente de miss Marple, estaba y estaría siempre ligado a los militares, a sus esposas, hijas, tías y abuelas. Sin embargo, allí estaba Bess Sedgwick, tan elegante como siempre, con un traje chaqueta oscuro y una camisa verde esmeralda, compartiendo la mesa con un hombre, un joven de rostro afilado, vestido con una chaqueta de cuero negro. Estaban inclinados sobre la mesa enzarzados en un viva discusión, mientras engullían lo que tenían en el plato sin saber lo que estaban comiendo.

¿Un pupilo, quizá? Sí, probablemente era un pupilo. El hombre debía ser quince o veinte años más joven que ella, aunque Bess Sedgwick continuaba siendo una mujer muy atractiva.

Miss Marple observó al joven con atención y decidió que era un «joven bien parecido». También decidió que no le gustaba mucho. «Es calcado a Harry Russell» se dijo miss Marple, recordando a un prototipo del pasado. «Nunca sirvió para nada bueno, ni tampoco le hizo nunca ningún bien a mujer alguna.»

«Seguramente, ella no aceptaría mis consejos, pero no tendría ningún reparo en dárselos». Sin embargo, los líos amorosos de los demás no eran asunto suyo, y Bess Sedgwick, por lo que sabía, era muy capaz de atender los problemas que pudieran surgir en sus romances.

Miss Marple exhaló un suspiro, comió su almuerzo, y consideró la posibilidad de hacer una visita a la sección de papelería.

La curiosidad, o lo que ella prefería llamar «un interés» en los asuntos de otras personas, era sin duda una de las características de miss Marple.

Dejó con toda intención sus guantes sobre la mesa, y se dirigió hacia la caja, eligiendo un camino que pasaba muy cerca de la mesa de lady Sedgwick. En el momento en que abonaba la cuenta, «descubrió» la ausencia de sus guantes y fue a buscarlos, momento en el que, por una de esas casualidades se le cayó el bolso. El contenido se desparramó por el suelo. Una camarera corrió en su auxilio y la ayudó a recoger las cosas, por lo que miss Marple se vio obligada a demostrar una torpeza increíble a la hora de recoger las monedas y las llaves.

No consiguió gran cosa con estos subterfugios, pero no fueron enteramente en vano, y fue muy interesante que ninguno de los dos sujetos merecedores de su atención se dignaran a dirigir una mirada a la torpe anciana a la que se le caían las cosas de las manos.

Mientras esperaba el ascensor, procuró memorizar los fragmentos de la conversación que había escuchado:

»—¿Cuál es el informe meteorológico?

»—Bueno. Sin niebla.

»—¿Todo está preparado para ir a Lucerna?

»—Sí. El avión sale a las 9.40.

Esto era todo lo que había escuchado la primera vez. En el camino de regreso había conseguido oír un poco más.

Bess Sedgwick había hablado con furia.

»—¿Se puede saber por qué demonios se te ocurrió presentarte en el Bertram's ayer? No tendrías que haber asomado ni la nariz por ese lugar.

»—Tranquila. No pasó nada. Sólo pregunté si te alojabas allí y todo el mundo sabe que somos íntimos amigos.

»—Esa no es la cuestión. El Bertram's está muy bien para mí, pero no es el lugar adecuado para ti. Cantabas como una almeja. Todo el mundo te miraba.

»—¡Que miren!

»—Eres un idiota. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué motivo tenías para ir allí? Te conozco. Tenías un motivo.

»—Cálmate, Bess.

»—¡Eres un mentiroso de tomo y lomo!

Esto era todo. Le pareció interesante.

Capítulo VII

La noche del 19 de noviembre, el padre Pennyfather cenó temprano en el club Athenaeum, saludó a un par de amigos, mantuvo una agradable y vivaz discusión sobre algunos puntos cruciales referentes a la datación de los manuscritos del Mar Muerto y, ahora, habiendo mirado la hora, comprobó que había llegado el momento de marcharse si quería coger a tiempo el avión a Lucerna. Mientras cruzaba el vestíbulo, se encontró con otro amigo, el Dr. Whittaker, quien lo saludó alegremente.

—¿Cómo está, Pennyfather? Hacía tiempo que no nos veíamos. ¿Qué tal le ha ido en el congreso? ¿Se plantearon temas interesantes?

—Estoy seguro de que así será.

—Acaba de regresar, ¿no?

—No, no, ahora voy camino del aeropuerto. Mi avión sale esta noche.

—Ah. —El Dr. Whittaker parecía un poco intrigado—. No sé porqué, pero creía que el congreso era hoy.

—No, no. Es mañana, el día 19.

El padre Pennyfather salió a la calle mientras que su amigo, perplejo, decía al vacío:

—Pero, mi querido amigo, si hoy es 19.

Pennyfather, sin escuchar a su amigo, cogió un taxi en Pall Mall y fue a la terminal aérea de Kensington. Había una multitud frente al mostrador. Esperó pacientemente y, cuando le llegó el turno, presentó el billete, el pasaporte y demás documentos. La recepcionista que ya estaba a punto de sellar el billete, se detuvo bruscamente.

—Perdone, señor, pero me ha dado un billete equivocado.

—¿Un billete equivocado? No, no, ése es el correcto. Vuelo uno cero, no alcanzo a leer sin las gafas, pero es el uno cero no sé cuántos a Lucerna.

—Me refiero a la fecha, señor. Es para el miércoles 18.

—Sí, desde luego que sí. Quiero decir que hoy es miércoles 18.

—Lo siento, señor. Hoy es día 19.

—¡Hoy es 19! —El padre estaba desconsolado. Sacó su agenda y comenzó a pasar las páginas ansiosamente. Al final, no le quedó más remedio que reconocer la verdad. Hoy era 19. El avión que debía tomar había salido ayer.

—Entonces, eso significa, válgame Dios, que el congreso de Lucerna ha tenido lugar hoy.

Miró con profunda tristeza a la empleada, pero había muchos otros viajeros, y el padre y sus problemas fueron dejados de lado. Permaneció a un costado del mostrador con el billete inservible en la mano. Consideró diversas posibilidades. ¿Quizá podría cambiar el billete? Claro que no le serviría de nada. ¿Qué hora era? Casi las 9 de la noche. El congreso, que empezaba a las 10 de la mañana, ya se habría acabado. Eso era lo que había querido decir Whittaker en el Athenaeum. Había creído que regresaba del congreso.

«Vaya, vaya», se dijo Pennyfather. «Vaya embrollo». Salió a Cromwell Road, que no era un lugar muy animado que digamos, meditabundo y cabizbajo.

Caminó lentamente cargado con la maleta, mientras seguía pensando en cómo podía haber ocurrido la confusión.

Cuando por fin tuvo claras las razones, meneó la cabeza apesadumbrado.

«Ahora, supongo... ¿qué hora es? Más de la nueve. Sí, supongo que tendré que ir a cenar algo.

Sin embargo, le pareció curioso que no tuviera hambre.

Continuó su camino por Cromwell Road hasta que se decidió a entrar en un pequeño restaurante donde servían comidas indias. A pesar de no tener apetito, decidió que comer le animaría. Además, tendría que ocuparse de otro asunto. Necesitaría buscar un hotel. No, un momento, no necesitaba hacerlo. ¡Tenía un hotel! Por supuesto. Se alojaba en el Bertram's y tenía reservada una habitación para cuatro días. ¡Menuda suerte! ¡Era fantástico! Disponía de una habitación. No tenía más que ir a la recepción y pedir la llave. En ese momento recordó algo más. ¿Algo pesado en el bolsillo?

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