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Authors: Agatha Christie

En El Hotel Bertram (19 page)

—Por supuesto que no.

—¿Qué excusa le dio para justificar la visita?

—Ninguna.

—¿A él no le pareció extraño?

—Espero que sí. Me pareció que era la mejor manera de jugar mis cartas, señor.

—Si los Hoffman están detrás de todo esto, se explicarían muchas cosas. Nunca se vinculan directamente con nada ilegal, de ningún modo, faltaría más. Ellos no planean crímenes ni delitos pero sí que los financian. Wilhelm se encarga de las cuestiones bancarias desde Suiza. Estaba detrás de todo aquel tráfico de divisas después de la guerra. Lo sabíamos, pero no pudimos probarlo. Los dos hermanos controlan grandes fortunas y las utilizan para financiar todo tipo de empresas, algunas legítimas y otras no. Son muy precavidos, se conocen todos los trucos del oficio. El negocio de diamantes de Robert es algo absolutamente legal, pero no deja de ofrecer un panorama muy sugestivo: diamantes, clubes, inversiones bancarias, fundaciones culturales, edificios de oficinas, restaurantes, hoteles, todo aparentemente propiedad de algún otro.

—¿Cree que Hoffman es el organizador de todos estos robos?

—No. Creo que los hermanos sólo se ocupan de la parte financiera. Tendrá que buscar al organizador en alguna otra parte. En algún lugar hay un cerebro de primera que no deja de maquinar.

Capítulo XX
1

La niebla había hecho acto de presencia de una forma totalmente inesperada. El inspector jefe Davy se levantó el cuello del abrigo y dobló por Pond Street. Caminaba sin prisa, como un hombre con la mente en otra cosa, y no parecía tener un propósito definido, pero cualquiera que le conociera bien hubiera advertido inmediatamente que estaba muy alerta. Rondaba como rondan los gatos hasta el instante de saltar sobre su presa.

Esa noche en Pond Street reinaba la calma. Escaseaban los coches. La niebla, que al principio sólo había formado bancos aislados, ahora era bastante espesa. El ruido del tráfico que llegaba desde Park Lane se había reducido al mínimo. La mayoría de los autobuses habían acabado el servicio diurno. Sólo de vez en cuando pasaba un coche conducido por algún automovilista animoso. El inspector Davy se metió por un callejón sin salida, caminó hasta el final y regresó. Volvió a hacer el mismo recorrido, siempre con la misma actitud distraída, primero en una dirección y después en la otra. Pero, aunque no lo pareciera, tenía un objetivo concreto. En realidad, su ronda le acercaba poco a poco a un edificio en particular: el hotel Bertram's. Estaba observando cuidadosamente lo que había al norte, al sur, al este y al oeste. También controlaba los coches aparcados en el callejón y en un pequeño patio interior. Le llamó la atención un coche en particular y se detuvo. Se mordió el labio inferior y después murmuró: «Así que estás aquí otra vez, belleza». Comprobó el número de la matrícula y asintió: «Esta noche eres FAN 2266, ¿no es así?». Se agachó para pasar la mano suavemente por la placa y asintió una vez más: «Un trabajo muy bien hecho, sí, señor».

Dio una vuelta por el patio y volvió a salir después a Pond Street, bastante cerca de la entrada del Bertram's. Una vez más se detuvo para contemplar las elegantes línea de otro coche deportivo.

«Tú también eres una belleza» comentó el inspector para sus adentros. «El número de matrícula es el mismo de la última vez que te vi. Supongo que tu matrícula es siempre la misma. Por lo tanto, eso significa... —se interrumpió—. ¿O no?» Miró hacia arriba donde tendría que estar el cielo. «La niebla es cada vez más espesa.»

Delante de la entrada del Bertram's, el portero irlandés movía los brazos atrás y adelante enérgicamente para mantenerse caliente. El Abuelo le dio las buenas noches.

—Buenas noches, señor. Hace una noche de perros.

—Sí. No creo que nadie quiera salir a la calle excepto que sea por algo urgente.

En aquel momento, una señora de mediana edad salió del hotel y se detuvo vacilante con un pie en el primer escalón.

—¿Desea un taxi, señora?

—Pues... pensaba caminar.

—Yo en su lugar no lo haría, señora. Es muy desagradable con esta niebla. Incluso no será nada fácil desplazarse en un taxi.

—¿Cree que podría conseguirme un taxi? —preguntó la mujer con un tono de duda.

—Haré todo lo que pueda. Vuelva al hotel donde estará más caliente y yo la avisaré si consigo un taxi. —La voz del portero cambió para adoptar un tono persuasivo—. A menos que sea absolutamente necesario, señora, lo mejor sería no salir esta noche.

—Quizá tenga usted toda la razón. Pero me esperan unos amigos en Chelsea. No lo sé. Supongo que encontrar un taxi para regresar será todavía mucho más difícil. ¿Usted qué opina?

Michael Gorman asumió el mando de la situación.

—Opino, señora —manifestó con voz firme—, que lo mejor es llamar a sus amigos y avisarles de que no irá. No está bien que una señora como usted salga en un noche tan desapacible.

—Bueno, no sé. Sí, tiene usted razón.

La mujer volvió a entrar en el hotel.

—Tengo que cuidarlas como si fueran críos —le explicó Gorman al Abuelo—. Las mujeres como ella son candidatas seguras a que les roben el bolso. Es un peligro que salgan en una noche con tanta niebla para ir a Chelsea, West Kensington o dónde sea que quieran ir.

—¿Supongo que debe tener usted muchísima experiencia en tratar con mujeres mayores?

—Ah, sí, por supuesto. Este lugar es como un segundo hogar para todas ellas, Dios bendiga sus cansados corazones. ¿Qué me dice usted, señor? ¿Busca un taxi?

—No creo que pudiera conseguírmelo aunque lo buscara. No parece que abunden esta noche, y no los culpo.

—No crea. Podría encontrarle uno. Hay un bar a la vuelta de la esquina donde por lo general siempre hay algún taxista que aparca el coche y entra para tomar alguna cosilla y beber algo para entrar en calor.

—Un taxi no me soluciona nada —replicó el Abuelo con un suspiro. Señaló con el pulgar el edificio del hotel—. Voy a entrar. Tengo que resolver un asunto.

—¿Ahora? ¿Todavía están buscando al padre?

—No. Ya lo han encontrado.

—¿Encontrado? —El portero le miró sorprendido—. ¿Dónde le encontraron?

—Sufrió un accidente y vagaba por ahí con una conmoción.

—Ah, algo muy típico de esos viejos. Supongo que se lanzaría a cruzar la calle sin mirar.

—Eso es lo que parece.

El Abuelo se despidió con un gesto y entró en el hotel. Esa noche no había mucho público en el vestíbulo. Vio a miss Marple sentada en un sillón cerca de la chimenea y la anciana vio al inspector. Sin embargo, no hizo el menor movimiento. Davy se dirigió a la recepción. Miss Gorringe, como de costumbre, se encontraba detrás del mostrador. Le pareció que se había alterado un poco al verle entrar. Fue una reacción muy leve, pero a él no le pasó por alto.

—¿Se acuerda usted de mí, miss Gorringe? Estuve aquí el otro día —dijo Davy.

—Claro que le recuerdo, faltaría más, inspector jefe. ¿Hay alguna cosa más que desee saber? ¿Quiere ver a Mr. Humfries?

—No, muchas gracias. No creo que sea necesario. Sólo quería echarle otra ojeada al libro de registro, si usted me lo permite.

—Por supuesto. —La mujer empujó el libro hacia el inspector.

El Abuelo comenzó a pasar las páginas lentamente. Para miss Gorringe, tenía toda la apariencia de un hombre que buscaba un nombre determinado. En realidad no era así. Davy había aprendido una técnica en la adolescencia y la había desarrollado hasta convertirla en un arte. Podía recordar los nombres y las direcciones con memoria fotográfica, durante un período de veinticuatro o incluso cuarenta y ocho horas. Meneó la cabeza mientras cerraba el libro de registro y después se lo devolvió.

—Supongo que el padre Pennyfather no está aquí, ¿verdad? —preguntó sin darle mucha importancia.

—¿El padre Pennyfather?

—Ya sabe que ha aparecido, ¿no?

—Desde luego que no. Nadie me lo ha dicho. ¿Dónde?

—En un villorrio. Al parecer, sufrió un accidente. Nadie informó a la policía. Un buen samaritano lo recogió en la carretera y lo cuidó en su casa.

—Me alegro mucho. Sí, me alegro mucho. Me tenía preocupada —manifestó la recepcionista con aparente sinceridad.

—También lo estaban sus amigos. En realidad, estaba mirando si alguno de ellos podía estar alojado aquí. El archidiácono... el archidiácono... Ahora mismo no consigo recordar su nombre, pero lo sabría si lo viera.

—¿Tomlinson? —dijo miss Gorringe, dispuesta a colaborar—. Vendrá la semana que viene. Desde Salisbury.

—No, no es Tomlinson. Bueno, tampoco tiene mucha importancia. —Se apartó del mostrador.

Esa noche reinaba una gran tranquilidad en el vestíbulo. Un tipo enjuto de mediana edad leía una tesis pésimamente mecanografiada y, de vez en cuando, escribía un comentario al margen con una letra tan pequeña y enrevesada que casi resultaba ilegible. Cada vez que lo hacía, mostraba una sonrisa avinagrada.

Había un par de viejos matrimonios que ya no necesitaban conversación para entenderse. Algunos pequeños grupos hablaban del tiempo y discutían ansiosos sobre cómo irían ellos o sus familias a dónde querían ir.

«... llamé y le dije a Susan que ni se le ocurriera coger el coche. Tendría que venir por la MI, y es muy peligroso cuando hay niebla cerrada.»

«Dicen que en los Midlands está despejado...»

El inspector se fijó en ellos mientras cruzaba el vestíbulo. Lentamente y, como por casualidad, llegó a su objetivo.

—Así que todavía está aquí, miss Marple. Me alegro.

—Me voy mañana.

El anuncio era algo que, de alguna manera, estaba implícito en su actitud. Parecía estar sentada en la sala de embarque de un aeropuerto, o en la sala de espera de una estación, y no en un ambiente cómodo y acogedor como éste. El inspector estaba seguro de que ya tenía el equipaje hecho y sólo le quedaba por guardar las cosas de aseo y la ropa de cama.

—Se acaban mis quince días de vacaciones —añadió la anciana.

—Espero que las haya disfrutado.

Miss Marple tardó unos momentos en responder.

—Digamos que sí en cierto sentido —contestó y se detuvo.

—¿Y no en el otro?

—Es difícil explicar lo que quiero decir.

—¿No cree que está demasiado cerca del fuego? Hace calor aquí. ¿No preferiría ir digamos... a aquel rincón?

Miss Marple miró el rincón y después al inspector.

—Creo que tiene usted razón.

El Abuelo la ayudó a levantarse, cogió el bolso y el libro, y la acompañó hasta el rincón escogido.

—¿Está cómoda?

—Muy cómoda.

—¿Sabe usted por qué lo sugerí?

—Consideró muy amablemente que, junto a la chimenea, hacía demasiado calor. Además, por supuesto, aquí nadie podrá espiar nuestra conversación.

—¿Tiene usted algo que decirme, miss Marple?

—Vaya, ¿por qué piensa eso?

—Me lo pareció.

—Lamento no haber sabido disimularlo mejor. No era mi intención —se disculpó la anciana.

—Bien, ¿de qué se trata?

—No sé si debo contárselo. Ante todo, quiero asegurarle, inspector, que no soy persona aficionada a entrometerse. Estoy en contra de interferir en la vida de nadie porque, por muy bien intencionada que seas, puedes causar muchísimo daño.

—Vaya, sí que es grave. Veo que para usted es todo un problema —comentó el Abuelo.

—Algunas veces ves a alguien que está haciendo algo que a nuestro juicio es poco prudente, incluso peligroso. Pero, ¿tiene uno derecho a interferir? Creo que en la mayoría de los casos la respuesta es negativa.

—¿Habla usted del padre Pennyfather?

—¿El padre Pennyfather? —Miss Marple pareció muy sorprendida por la pregunta del inspector—. No, válgame Dios, no tiene absolutamente nada que ver con el padre. Se trata de una muchacha.

—¿Una muchacha? ¿Usted cree que yo puedo ayudarla?

—No lo sé. Sencillamente no lo sé. Pero estoy preocupada, muy preocupada.

El Abuelo no la presionó.

Permaneció sentado tranquilamente con una expresión un tanto estúpida. Dejó que la anciana se tomara todo el tiempo que necesitara.

Miss Marple estaba dispuesta a hacer todo lo posible por ayudarle, y él haría lo mismo por ella. Quizá no sentía mayor interés por el problema, pero nunca se sabía.

—Lees en los periódicos —manifestó miss Marple en voz baja pero clara— crónicas de juicios, de gente joven, chicos y chicas «necesitados de protección y afecto». Supongo que sólo es una frase legal, pero supongo que también puede significar algo real.

—¿Usted cree que esa muchacha necesita protección y afecto?

—Sí, sin ninguna duda.

—¿Está sola en el mundo?

—No. Si me permite decirlo, lo que menos le falta es compañía. A primera vista, cualquiera diría que está sobreprotegida y muy bien provista.

—Suena interesante.

—Se encontraba alojada en este hotel, acompañada por una tal Mrs. Carpenter, si no me equivoco. Miré en el registro para saber su nombre. La muchacha se llama Elvira Blake.

El Abuelo la miró con un súbito interés.

—Es una muchacha adorable. Demasiado joven y, como le digo, demasiado protegida y amparada. Su tutor es el coronel Luscombe, un hombre muy agradable. Encantador. Mayor, desde luego, y yo diría que en exceso inocente.

—¿El tutor o la muchacha?

—Me refiero al tutor. No sé nada de la muchacha, pero creo que está en peligro. Por casualidad me encontré con ella en Battersea Park. La vi sentada en un quiosco de té en compañía de un joven.

—¡Ah, de eso se trata! Supongo que será un tipo indeseable. Un vividor, un vago o un maleante.

—Un hombre muy guapo —replicó miss Marple—. No muy joven. Treinta y tantos, yo diría que el tipo de hombre que resulta muy atractivo para las mujeres, pero el rostro le vende: cruel, rapaz, ambicioso.

—Quizá no sea tan malo como aparenta —opinó el inspector con ánimo conciliador.

—Yo diría que es todavía peor de lo que aparenta. Mejor dicho estoy convencida. Conduce un coche deportivo.

Esta vez el Abuelo se puso alerta.

—¿Un coche deportivo?

—Sí. Un par de veces lo vi aparcado cerca del hotel.

—¿Por casualidad recuerda el número de la matrícula?

—Sí, sí que la recuerdo. FAN 2266. Tengo una prima que tartamudea —explicó miss Marple—. Por eso lo recuerdo.

El inspector la miró intrigado.

—¿Sabe usted quién es? —preguntó miss Marple.

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