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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (4 page)

Hacia la cima de la colina, haciéndola más alta de lo que realmente era y dándole el aspecto de una montaña de laderas empinadas, se elevaba la ciudadela y el palacio del rey, Abeleyn IV, el monarca de Hebrion e Imerdon, almirante de medio millar de barcos.

Las oscuras paredes de granito del palacio-fortaleza habían sido erigidas por artífices fimbrios cuatro siglos atrás, y por encima de ellas podían entreverse los cipreses más altos del rey, las joyas de sus jardines de placer. (Se rumoreaba que una quinta parte del consumo de agua de la ciudad se destinaba a mantener verdes aquellos jardines). Habían sido plantados por los antecesores del rey cuando Hebrion empezaba a sacudirse el yugo de una Fimbria en decadencia. Oscilaban bajo el intenso calor, y el palacio parecía flotar como un espejismo del desierto de Calmar.

Junto al palacio del rey y sus jardines de placer también centelleaba el monasterio de la orden inceptina, así llamada por ser la primera orden fundada después de que las visiones del bendito Ramusio llevaran la luz a la oscuridad de un Occidente adorador de ídolos (de hecho, algunos afirmaban que había sido fundada por el propio Ramusio). Los inceptinos eran los perros guardianes religiosos de los reinos ramusianos.

Palacio y monasterio contemplaban desde arriba la ciudad de Abrusio, enorme, apestosa y vibrante. Un cuarto de millón de almas trabajaban, comerciaban y se divertían por debajo de ellos; eran los nativos del mayor puerto del mundo conocido.

—Buen Dios —había dicho Richard Hawkwood—. ¿Qué está pasando?

Tenía un buen motivo para preguntárselo, porque sobre la mitad superior de Abrusio un humo negro flotaba en el aire limpio, y una hediondez siniestra llegaba hasta el barco por encima del bullicioso puerto. Carne quemada. Los patíbulos de los inceptinos estaban cubiertos de formas altas y delgadas, y un manto repugnante de olor a carne quemada se extendía hacia el mar, más grasiento e impuro que la peor pestilencia de las alcantarillas.

—Están quemando herejes —dijo el contramaestre, asqueado y sobrecogido—. Los Cuervos de Dios han empezado otra vez. ¡Que los santos nos protejan!

El viejo Julius, el segundo de a bordo, un oriental con el rostro negro como el alquitrán, miró a su capitán con los ojos muy abiertos y el color de la piel casi gris. Luego se inclinó sobre la borda y llamó a un bote de venta ambulante, lleno a rebosar de fruta y pilotado por un tipo grande y siniestro al que le faltaba un ojo.

—¡Eh! ¿Qué hay de nuevo, amigo? Acabamos de volver de una travesía de un mes por los reinos de los nómadas y estamos ansiosos de noticias.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Es que no podéis olerlo? Esta porquería lleva cuatro días flotando sobre nuestra ciudad, la buena y vieja Abrusio. Al parecer somos un refugio de hechiceros e infieles, todos ellos a sueldo de los sultanes. Los Cuervos de Dios, en su amabilidad, nos están librando de ellos. —Escupió por encima de la regala hacia el agua, densa por culpa de los detritus del puerto—. Y yo miraría por donde ando con esa cara tan oscura, amigo. Pero esperad; ¿dices que lleváis un mes fuera? ¿Habéis oído las noticias del este? Supongo que ya lo sabréis.

—¿Sabes qué, amigo? —grito Julius con impaciencia. El bote estaba quedando atrás. Ya se encontraba a medio cable de la popa, por el lado de estribor. El hombre tuerto se volvió para gritarles: —¡Estamos perdidos, amigos! ¡Aekir ha caído!

El capitán del puerto les estaba esperando mientras uno de los prácticos de Abrusio, con la tripulación empuñando los remos, los remolcaba hacia un muelle libre. La brisa había amainado por completo y el calor metálico golpeaba sin piedad el laberinto de barcos, hombres y muelles, tensando los nervios y aflojando los cordajes. Y el pegajoso hedor de las piras continuaba flotando en el aire.

Cuando los trabajadores del puerto hubieron atado las amarras de proa y popa a los norayes, Hawkwood recogió sus papeles y desembarcó en primer lugar, tambaleándose cuando sus piernas, habituadas al mar, chocaron con la piedra inflexible del muelle. Julius y Velasca, el contramaestre, se asegurarían de que la descarga se hiciera correctamente. Los hombres cobrarían y sin duda se esparcirían por la ciudad en busca de placeres para marineros, aunque encontrarían poca diversión aquella noche, pensó Hawkwood. La ciudad mantenía algo semejante a su habitual movimiento frenético, pero parecía algo atemorizada. Pudo ver miradas desconfiadas, incluso miedo en los rostros de los estibadores que estaban listos para ayudar con la descarga, y que contemplaban a la tripulación del
Gracia
, más de la mitad de cuyos miembros eran extranjeros procedentes de otros puertos, con aire receloso. Hawkwood sintió que el calor, el ajetreo y la inquietud lo ponían de mal humor, cosa extraña considerando que pocas horas atrás había estado deseando llegar al final del viaje. Estrechó la mano de Galliardo Ponera, el capitán del puerto, al que conocía bien, y echaron a andar juntos hacia las oficinas del puerto.

—Ricardo —dijo apresuradamente el capitán del puerto—. Tengo que decirte que…

—¡Ya lo sé, Dios, ya lo sé! Aekir ha caído por fin y los Cuervos están buscando chivos expiatorios, de ahí el mal olor. —A veces aquel hedor siniestro que marcaba el fin de los herejes recibía el nombre de «incienso inceptino».

—No, no es eso. Son las órdenes del prelado. No pude hacer nada… ni el mismo rey puede hacer nada.

—¿De qué estás hablando, Galliardo? —El capitán del puerto era un hombre bajo, como el propio Hawkwood, y que había sido un buen marinero. Nativo de Hebrion, su piel curtida tenía un tono caoba que daba brillo a sus sonrisas. Pero en aquel momento no sonreía.

—Acabas de volver de Macassar y las islas Malacar.

—¿Y bien?

—Hay una nueva ley, una medida de emergencia que los inceptinos han obligado al rey a firmar. Quería avisarte, decirte que te desviaras a otro puerto…

Pero Hawkwood se había detenido en seco. Un semitercio de infantes de marina hebrioneses descendía hacia ellos, y a su frente iba un hermano inceptino vestido de negro, con el signo de la «A» que era el símbolo del Santo colgado de una cadena de oro sobre su pecho y brillando dolorosamente al sol. Era más bien joven y tenía un aspecto enfermizo con aquella pesada túnica bajo el intenso calor, pero su rostro brillaba de importancia. Se detuvo ante Hawkwood y Galliardo y los infantes se cuadraron detrás de él. Hawkwood los compadeció por tener que llevar aquella armadura. El sargento encontró su mirada y levantó levemente los ojos hacia el cielo. Hawkwood sonrió pese a todo, luego se inclinó y besó la mano del hermano, como se esperaba que hiciera.

—¿Qué podemos hacer por vos, hermano? —preguntó animadamente, aunque con el corazón cada vez más encogido.

—Estoy en misión de Dios —dijo el hermano. El sudor le resbalaba por la nariz—. Es mi deber informaros, capitán, de que, en su infinita sabiduría, el prelado de Hebrion ha tomado una decisión dolorosa pero necesaria, según la cual los extranjeros que no procedan de los Cinco Reinos ramusianos de Occidente, o de los estados vasallos de los mismos, o de estados aliados con sus majestades ramusianas, tienen prohibida la entrada a esos reinos, para evitar que sus creencias impuras contaminen todavía más las patéticas almas de nuestros pueblos y acarreen nuevas calamidades sobre todos nosotros.

Hawkwood estaba rígido de ira, pero el hermano siguió hablando de modo rápido y monótono, como si hubiera recitado las mismas palabras muchas veces:

—Por lo tanto debo registrar vuestro barco, y si encuentro alguna persona a bordo afectada por la orden del prelado, debo escoltarla a un lugar seguro, para retenerla allí hasta que nuestros guías espirituales, a la cabeza de la augusta orden de la que soy una parte ínfima, decidan cuál debe ser su destino. —El hermano se secó la frente y pareció algo aliviado.

Hawkwood escupió furioso hacia la grasienta agua, por encima del borde del muelle. El inceptino no pareció ofenderse. Los marineros, soldados y miembros de las clases bajas se expresaban a menudo de aquel modo.

—De manera que, si os hacéis a un lado, capitán…

Hawkwood se irguió. No era alto (el hermano le sacaba media cabeza), pero tenía la anchura de hombros de una puerta y los brazos de un remero. Algo gélido en sus ojos grises hizo que el inceptino se detuviera.

Detrás del clérigo, los infantes de marina seguían sudando en silencio.

—Soy gabrionés, hermano —dijo Hawkwood con voz tranquila.

—Se me ha informado de ello. Se ha otorgado una dispensa especial a vuestros compatriotas en reconocimiento a sus valientes esfuerzos en Azbakir. No tenéis por qué preocuparos, capitán. Estáis exento.

Hawkwood notó la mano de Galliardo sobre su brazo.

—Lo que estoy diciendo, hermano, es que muchos miembros de mi tripulación, aunque no proceden de los reinos ni de los estados vasallos de los reyes, sin duda muy dignos, son buenos marineros, ciudadanos honrados y compañeros apreciados. Con algunos he navegado durante toda mi vida, y uno de ellos incluso tomó parte en la batalla que habéis mencionado, una batalla que salvó el sur de Normannia de los merduk marinos.

Hablaba con pasión, pensando indignado en Julius Albak, un secreto adorador de Ahrimuz pero que, cuando apenas era un niño recién salido de Ridawan, había permanecido en la cubierta de un galeón de guerra gabrionés mientras tres galeras merduk los asaltaban y abordaban, una detrás de otra. Aquello fue en Azbakir. Los gabrioneses, marineros consumados pero orgullosos, obstinados y testarudos, habían luchado solos aquel día, ahuyentando las flotas de los merduk marinos de la costa de Calmar cuando éstos trataron de invadir el sur de Astarac y Candelaria, la zona más vulnerable de Occidente.

—¿Dónde estabais vos cuando la batalla de Azbakir, hermano? ¿Erais aún una semilla en la entrepierna de vuestro padre? ¿O estabais ya en el mundo y vuestra mierda era aún amarilla?

El inceptino se sonrojó, y tras él Hawkwood vio que el rostro del sargento luchaba por mantenerse inexpresivo.

—No debí esperar otra cosa de un corsario gabrionés. Vuestro momento llegará, capitán, igual que el de vuestros orgullosos compatriotas. Ahora haceos a un lado o compartiréis antes de tiempo el destino de los infieles. —Cuando Hawkwood siguió sin moverse, gritó—: ¡Sargento, apartad a este perro impío!

El sargento vaciló. Sus ojos se encontraron con los de Hawkwood por un segundo. Fue casi como si hubieran llegado a un acuerdo. Hawkwood se hizo a un lado, con una mano en el puñal.

—De no ser por vuestra profesión, sacerdote, os ensartaría como al ave negra y cobarde que sois —dijo, con una voz gélida como la espuma del mar del norte.

El inceptino se acobardó.

—¡Sargento! —chilló.

El infante avanzó con aire resuelto, pero Hawkwood permitió que él y sus hombres se dirigieran a su barco, seguidos de cerca por el clérigo. El hermano se volvió en cuanto hubieron pasado.

—Sé vuestro nombre, gabrionés. El prelado también lo sabrá muy pronto, os lo prometo.

—Echa a volar, Cuervo —se burló Hawkwood, pero Galliardo tiró de él.

—En nombre del Santo, Ricardo, ven conmigo. Aquí no puedes hacer nada más que empeorar las cosas. ¿Quieres acabar en el patíbulo?

Hawkwood se movió muy tieso, como una criatura marina fuera de su elemento. La sangre había acudido a su rostro.

—Ven a mi despacho. Hablaremos de esto. Tal vez podamos hacer algo.

Los soldados estaban subiendo al
Gracia
. Hawkwood pudo oír de nuevo el zumbido oficial de la voz del inceptino.

Entonces se oyó un chapoteo; un miembro de la tripulación había saltado por la borda y estaba nadando sin ningún destino visible en mente. El inceptino gritó y Hawkwood, como en una pesadilla, vio que un infante levantaba su arcabuz.

Un fuerte estampido que pareció aturdir el puerto por un momento, un pesado globo de humo que oscureció la borda del barco, y el hombre dejó de nadar para convertirse en una cosa muerta balanceándose en el agua sucia.

—¡Dios santo! —dijo Galliardo, asustado y con los ojos muy abiertos. En los muelles, el trabajo cesó cuando los hombres hicieron una pausa para observar. Podían oírse los gritos airados del sargento.

—Que Dios los maldiga —dijo Hawkwood lentamente, con la voz ronca por el dolor y el odio—. Que maldiga a todos los Cuervos vestidos de negro que practican estas maldades en Su nombre.

El hombre muerto era Julius Albak.

Galliardo lo arrastró por la fuerza, mientras el sudor corría por su rostro oscuro en gotas brillantes. Hawkwood se dejó alejar del muelle, pero se tambaleaba como un anciano, con los ojos cegados por las lágrimas.

Abeleyn IV, rey de Hebrion, tampoco estaba contento. Aunque se había arrodillado como requería el protocolo para besar el anillo del prelado, había en él una tensión, una reticencia en sus gestos que traicionaba sus sentimientos. El prelado le apoyó una mano sobre la cabeza morena y tocada con una diadema. —Querías hablar conmigo, hijo mío.

Abeleyn era un joven orgulloso en la flor de la vida. Más aún, era un rey, uno de los Cinco Reyes de Occidente; y sin embargo, aquel hombre lo trataba siempre como a un niño obstinado, equivocado pero con buena voluntad. Y ello no dejaba nunca de irritarle.

—Sí, santo padre. —Se puso en pie. Estaban en los aposentos del prelado. Unos muros altos y gruesos de piedra y el techo abovedado los protegían en parte del calor. A lo lejos, Abeleyn podía oír a los hermanos cantando prima y preparándose para la comida de mediodía. Había calculado mal el momento de su visita; sin duda, el prelado estaría impaciente por irse a comer. Bueno, no importaba.

Los tapices con representaciones de escenas de la vida del bendito Ramusio aliviaban la magnificencia austera del aposento. Había una buena alfombra bajo sus pies, aceite dulce quemando en los incensarios, el destello del oro en las lámparas colgantes y un cosquilleo de incienso en su nariz. A cada lado del prelado había un inceptino sentado en un taburete tapizado de terciopelo. Uno de ellos tenía pluma y pergamino, porque en aquella estancia todas las conversaciones se registraban. Tras él, Abeleyn pudo oír las botas de sus guardias crujiendo suavemente cuando también se arrodillaron. Sus espadas se habían quedado en la puerta: ni siquiera un rey podía entrar armado a presencia del prelado. Desde la caída de Aekir y la desaparición del sumo pontífice en el saqueo de la ciudad, los cinco prelados de los reinos eran los representantes directos de Dios en la tierra. Abeleyn hizo una mueca. Se rumoreaba que el sumo pontífice, Macrobius III, había solicitado abandonar Aekir al principio del asedio para preservar la sagrada persona, pero John Mogen y sus torunianos lo habían convencido de lo contrario, diciendo que la huida del pontífice equivaldría a admitir la derrota. Se decía que había hecho falta encerrar a Macrobius en un almacén de su propio palacio para convencerlo.

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