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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (55 page)

El vigésimo día de Endorion, nueve días después de que Hawkwood despertara para descubrir a Bardolin inclinado sobre él, el sondador de las cadenas levantó la voz en un grito ahogado que hizo que todos los hombres y mujeres de a bordo levantaran la vista. Llevaba días entonando monótonamente: «No hay fondo. No hay fondo en esta sonda». Pero en aquel momento, gritó con entusiasmo:

—¡Ochenta brazas! ¡Ochenta brazas en esta sonda!

Hawkwood y Murad estaban en el alcázar, Hawkwood inclinado sobre la mesa que habían hecho subir, escribiendo lenta y dolorosamente en su nuevo diario con la mano izquierda.

—¡Setenta y cinco! ¡Setenta y cinco brazas! —gritó el sondador. Y un zumbido de conversación excitada inundó el barco. Las escalerillas resonaron cuando pasajeros y soldados empezaron a subir a cubierta para ver qué ocurría.

—¡Setenta brazas! ¡Arena blanca y conchas marinas en la sonda!

—¡Continúa sondando! —gritó Hawkwood en dirección a proa—. ¡Todos los hombres! ¡Todos los hombres a reducir velas!

Acababan de sonar las ocho campanadas de la última guardia corta, y los hombres ya se habían relevado, pero toda la tripulación apareció en el combés y el castillo de proa.

—¡Velasca! —rugió Hawkwood por encima del suave golpeteo de pies y el murmullo creciente de conversación—. ¡Sólo gavias! ¡Braceadlo bien!

—¿Tierra? —preguntó Murad, con los ojos centelleantes—. ¿Es tierra? No veo nada.

Hawkwood lo ignoró y miró hacia la cofa donde estaba estacionado el vigía.

—¡Ah de la cofa! ¿Qué ves?

Hubo una pausa.

—Nada más que una neblina a unas seis o siete leguas, señor.

—Manten los ojos abiertos, pues.

—¿Qué está pasando? —dijo Murad, con el rostro amarillento de rabia.

—Hemos llegado a una cornisa, lord Murad —dijo Hawkwood con calma—. El mar es menos profundo.

—¿Significa eso que nos acercamos a tierra?

—Posiblemente sí.

—¿A qué distancia está? —Murad estudiaba el horizonte como si esperara ver aparecer el Continente Occidental en aquel mismo instante.

—No tengo forma de saberlo, pero estamos reduciendo velas para no chocar a toda velocidad con ningún arrecife.

—¡Santos del cielo! —dijo ásperamente Murad—. Está ahí fuera, ¿verdad?

Hawkwood se permitió una sonrisa.

—Sí, Murad, está ahí.

Hasta el atardecer el galeón avanzó suavemente con el viento en la amura y la mayor parte de la compañía en cubierta, con los rostros vueltos hacia el oeste. Cuando aparecieron las primeras estrellas en el negro azulado del cielo nocturno, los pasajeros se retiraron a cenar, pero Hawkwood mantuvo a las dos guardias en cubierta, masticando cerdo salado y galleta de mar. Y el sondador continuó con su cantinela desde las cadenas de proa:

—Sesenta brazas. Sesenta brazas en esta sonda.

El aire era distinto. Los marineros percibían la diferencia. Había en él algo húmedo y pegajoso muy diferente a la intensidad habitual del ambiente en el mar abierto, y Hawkwood creyó que empezaba a percibir el olor a plantas en crecimiento, como la brisa de un jardín en verano. No estaban lejos.

—¡Espuma blanca! ¡Espuma blanca justo en la proa, a dos cables! —gritó el vigía.

Hawkwood se inclinó para gritar por la escotilla.

—¡Timón! Dos puntos a babor. Oeste-suroeste.

—Sí, señor.

El galeón viró suavemente, recibiendo el viento directamente en la popa. La tripulación corrió a las brazas para ajustar las vergas. Hawkwood vio los destellos blancos y móviles de la espuma rompiendo sobre rocas negras en el lado de estribor.

—¡Sondador! ¿Cuál es la profundidad?

Hubo un chapoteo, un largo minuto de espera, y el sondador declaró: —¡Cuarenta brazas, señor, y arena blanca!

—¡Arriad gavias! —gritó Hawkwood.

La tripulación corrió a los obenques, se inclinó sobre las vergas de las gavias y empezó a recoger las pálidas extensiones de lona. El barco perdió velocidad.

—¿Por qué vamos más despacio, capitán? —Era Murad, subiendo casi a la carrera por la escalerilla del alcázar.

—¡Rompientes delante! —gritó el vigía—. A estribor y babor. ¡A tres cables de la proa!

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Hawkwood—. ¡Soltad el ancla!

Un marinero soltó la pesada ancla de la proa con un golpe de maza. Hubo un enorme chapoteo que iluminó la negrura del mar, y el barco perdió más velocidad, deteniéndose por completo poco a poco. Empezó a dar bandazos cuando el viento lo empujó por la popa.

—Echad un ancla mayor desde la popa, Velasca —dijo Hawkwood a su segundo—. Y recemos porque aguante.

Ya podía ver los rompientes; una línea interrumpida de agua blanca apenas visible en la noche, y le llegó un nuevo sonido, el rugido distante de la marea. Hawkwood descubrió que estaba temblando; su hombro era una llama escarlata de dolor, y estaba empapado de un sudor agrio y resbaladizo. De no haber sido por el vigía, el barco seguiría navegando hacia aquellas rocas distantes.

—¿Es eso? —preguntó Murad en voz baja, contemplando la espuma blanca que dividía la oscuridad.

—Tal vez. Puede ser un arrecife. No podemos correr riesgos. He soltado el ancla. No me gusta este fondo, pero de ningún modo seguiremos adelante durante la noche. Tendremos que esperar a que amanezca.

Ambos escucharon y observaron. Era difícil imaginar qué podía esperarles allí fuera en la noche, qué clase de territorio yacía más allá de la húmeda oscuridad y la traicionera línea de rompientes.

—Ancla de popa echada y aguantando, señor —informó Velasca.

—Muy bien. Que la guardia de babor se acueste, y que los de estribor bajen los botes. Hay que mojarlos, o por la mañana dejarán entrar el agua como coladores.

—Sí, señor.

Hawkwood observó la oscuridad, sintiendo el movimiento del barco bajo sus pies, como un animal atado tirando de su correa. El calor de la noche parecía más intenso, y le pareció ver insectos diminutos revoloteando en torno a la linterna de popa. No era un arrecife aislado, entonces, sino algo más sustancial. Era difícil creer después de tanto tiempo que su destino se encontrara allí fuera, en la oscuridad, a sotavento.

Se preguntó qué habría dicho Haukal, y por un momento pensó en la desaparición del otro barco, la carabela pequeña y elegante y los buenos marineros que la habían tripulado. ¿Continuarían navegando por alguna latitud distante? ¿O estarían los peces royendo sus huesos? Tal vez nunca lo sabría.

Murad había desaparecido. Hawkwood oyó al noble gritando órdenes en el combés y llamando a sus oficiales y sargentos. Lo quería todo brillante y bien pulido; por la mañana tendrían que reclamar un nuevo mundo para su rey.

Aquella última noche, Hawkwood, Murad y Bardolin compartieron una botella de vino de Candelaria en el camarote de popa, con las ventanas abiertas para dejar entrar algo de aire. Una polilla entró y empezó a revolotear como hipnotizada en torno a la linterna de la mesa, y ellos, igualmente hipnotizados, la observaron con avidez hasta que se acercó demasiado a la llama y cayó sobre la mesa, chamuscada. La dejaron allí tendida como una especie de talismán burlón, tal vez la promesa de un futuro que se acercaba. Y brindaron con buen vino por la expedición y por lo que pudiera reportarles la mañana, reservando las últimas gotas para una libación que verter al mar, en un ritual mucho más antiguo que las visiones de Ramusio. Bebieron por aquéllos cuyas almas se habían perdido durante el viaje, y por el futuro que les aguardaba al amanecer.

Por la mañana el sol apareció entre un cinturón de nubes fundidas, como el producto de alguna forja inmensa bajo el horizonte oriental. Todos los miembros de la compañía estaban en cubierta vestidos con sus mejores galas; Hawkwood llevaba incluso una espada. Podían oír claramente el atronar de las olas al romper, y sentir el aire húmedo y denso de la tierra. Había pájaros posados sobre el cordaje, pequeñas criaturas pardas parecidas a gorriones que trinaban y cantaban con la salida del sol. Era un sonido que hizo que la tripulación levantara la cabeza y sonriera. Cantos de pájaro; algo procedente de una vida anterior.

Había algo de niebla, convertida en miel por el amanecer. El vigía de la cofa fue el primer hombre en librarse de ella, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Tierra a la vista! Frente al lado de estribor. ¡Árboles y colinas! ¡Buen Dios!

Hubo una irrupción de vítores que Murad y sus oficiales acallaron rápidamente. La niebla se disipaba por momentos.

Y allí estaba. Una tierra verde de vegetación densa surgiendo entre los velos de la mañana. Montañas ascendiendo por un cielo claro, y la creciente luz dorándolo todo.

—Hombres a los botes —dijo Hawkwood con voz ronca.

Las tripulaciones de los dos botes supervivientes descendieron por los costados, los soldados torpes a causa de sus armaduras y armas, y los marineros ágiles como simios.

—¡Adelante! —les gritó Hawkwood en cuanto estuvieron sentados en las bancadas. No había necesidad de decir nada más; habían dado instrucciones a toda la tripulación, y Velasca conocía su deber.

Las sogas se separaron de las regalas y los remos se sumergieron. Los hombres empezaron a remar con fuerza, y el esfuerzo hizo que el sudor brotara de sus poros pese a lo temprano de la hora. El barco se hizo más pequeño detrás de ellos.

Había una larga abertura en los rompientes que hubiera permitido el paso del
Águila
la noche anterior, de haber habido luz suficiente para verla. Los dos botes la atravesaron, levantados y sacudidos por las olas. En el interior del arrecife, el agua estaba más tranquila y pudieron ver ante ellos una cinta de arena blanca ribeteando la larga cortina de jungla.

—¡Capitán! —gritó uno de los hombres—. ¡Capitán, mirad a popa, al lado de tierra del arrecife!

Hawkwood y Murad se volvieron como un solo hombre para mirar hacia el sol naciente.

—Yo no… —empezó a decir Murad, y luego quedó en silencio.

En el lado oeste del arrecife había un fragmento de barco. Era la parte delantera de una quilla y unos cuantos maderos esqueléticos.

Parecía que el barco hubiera chocado de frente con el arrecife; la proa se había encaramado a él mientras el resto se hundía, totalmente destrozado.

Era el Gracia de Dios.

Los hombres trazaron el Signo del Santo sobre su pecho, entre murmullos. A Hawkwood le escocían los ojos, como en simpatía con el dolor de su hombro. Haber llegado tan lejos para acabar de aquel modo. Tantos hombres buenos.

—Que Dios se apiade de ellos —murmuró.

—¿Es posible que alguien sobreviviera? —preguntó Murad.

Hawkwood sacudió la cabeza lentamente, estudiando los restos del naufragio, la marea y el arrecife. Había sido pura casualidad que una porción del barco quedara atrapada en el arrecife; se había incrustado allí a causa de la fuerza explosiva de las olas. Sólo un milagro podía haber salvado a los hombres de a bordo.

—Estamos solos, entonces —dijo Murad.

—Estamos solos —asintió Hawkwood.

El agua perdió profundidad. Podían sentir el calor de la tierra como un muro. Los hombres levantaron los remos, y unos segundos después el fondo de los botes besó la arena.

Richard Hawkwood bajó del primer bote, seguido de cerca por Murad. Por encima del rugido de las olas, pudo oír fragmentos de extraños cantos de pájaro procedentes de la muralla de jungla.

Salieron del agua y se detuvieron sobre la cálida arena blanca con el sol de la mañana a sus espaldas. Las tripulaciones sacaron los botes del agua y esperaron, jadeantes. Los soldados prepararon los arcabuces.

Murad se volvió para mirar a Hawkwood, y, sin decir una palabra, ambos empezaron a ascender por aquella playa abrasadora, en dirección a la jungla del Continente Occidental, que resplandecía ante ellos, oscura e impenetrable.

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