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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (8 page)

Y sin embargo la armada y el ejército adoraban a Abeleyn, y en las picas de los soldados y las culebrinas de los barcos descansaba el poder detrás del trono. De modo que los inceptinos iban con cautela y se apresuraban a traer a la ciudad a sus propias espadas, los Caballeros Militantes.

—He oído decir que no escapó ni un solo miembro de la guarnición de Aekir —dijo Murad sombríamente, siguiendo sus propios pensamientos—. Treinta y cinco mil hombres.

—No es así —le dijo el rey—. Sibastion Lejer consiguió sacar de la ciudad a casi diez mil hombres y está librando una batalla en la retaguardia de la carretera del Searil.

Murad deseó preguntar al rey cómo lo sabía, cómo podían viajar las noticias tan rápidamente a través de setecientas leguas, pero se contuvo. Golophin tendría sus medios. Pero si Golophin evitaba a Abeleyn…

—El deber me llama —dijo Abeleyn—. He de recibir a otra delegación de los gremios esta tarde. Gracias a ti, Murad, podré ofrecer una migaja de esperanza al Gremio de Taumaturgos. Hasta es posible que Golophin vuelva a dirigirme la palabra. Menos mal. Debo prepararme para el Cónclave de Reyes dentro de un mes.

—¿Todavía sigue en pie? —preguntó Murad, sorprendido.

—Ahora más que nunca. Lofantyr de Torunna chillará pidiendo más tropas, por supuesto, y Skarpathin de Finnmark estará convencido de que el siguiente golpe caerá sobre él. Preveo una reunión difícil, especialmente dado que el Sínodo se habrá reunido poco antes, de modo que también tendremos que debatir sobre sus resoluciones. Te lo digo de veras, Murad, eres afortunado al tener que preocuparte sólo por un viaje peligroso hacia lo desconocido. Los bajíos entre palacios son más difíciles de navegar.

Murad se incorporó y se inclinó profundamente.

—Con vuestro permiso, os dejaré con vuestra navegación, majestad.

Cuando abandonó la sombra de los cipreses sintió el castigo de la luz del sol, y vio que el grupo de secretarios se reunía en torno al monarca como moscas acudiendo a alimentarse de un cadáver. Era una imagen de mal agüero, y Murad la descartó de su mente. Tendría sus barcos y sus hombres, y tendría su ciudad en el oeste.

No había dicho al rey que existía otro diario además del libro de rutas que narraba aquel viaje al oeste de un siglo atrás, y se alegró de haberse reservado aquel conocimiento. Si el rey hubiera leído las raídas páginas, probablemente no hubiera sacado nada en limpio. El propio Murad se había encontrado con dificultades para descifrar la enrevesada escritura y el pergamino manchado del documento, y las entradas eran difíciles de encontrar… pero estaban allí.

Se referían a la primera expedición al oeste, tres siglos antes de que el capitán del Halcón emprendiera su malhadado viaje. Fue una aventura que había terminado, por lo que había podido deducir Murad, en locura y muerte.

Pero había pasado mucho tiempo. Aquellas cosas se exageraban y se embarullaban con cada año transcurrido. En el oeste no habría nada capaz de resistir a los arcabuces y picas hebrioneses.

Habría tiempo de preocuparse por todo aquello cuando el legendario Continente Occidental apareciera frente a su proa con sus secretos, sus peligros y sus riquezas desconocidas. Entonces sería demasiado tarde para que nadie se echara atrás.

5

Richard Hawkwood abrió la verja ornamentada que rodeaba el balcón, y permaneció en pie desnudo, saboreando su vino. No había viento. Era inaudito que los alisios hebrioneses cesaran tan pronto. Por encima del apelotonamiento de tejados empinados, podía mirar hacia el puerto y ver las radas exteriores llenas de carabelas y galeones, galeras y lugres, todos ellos confinados en el puerto por falta de viento. Los únicos marineros con trabajo eran los capitanes de las galeras y galeones a remo, los veloces barcos correo de la corona que a veces se dignaban transportar algún cargamento a cambio de una pequeña fortuna.

Podía ver al Gracia en los muelles interiores, donde aún lo estaban reparando. Los gusanos se habían cebado con el casco en la expedición a las Malacar, y le estaban cambiando el maderamen exterior. Algo más lejos se encontraba su otro barco, un galeón muy alto llamado
Águila gabrionesa
. Había llegado dos días atrás, a fuerza de remos, y estaba anclado a la espera de un muelle libre. Su tripulación permanecía oculta bajo las escotillas hasta que a Hawkwood se le ocurriera un modo de eludir a los inceptinos. Tal vez con una barcaza durante la noche. O podía alquilar una lancha, fondearla lejos del barco y decir a los marineros que la alcanzaran a nado. No, no funcionaría.

Se frotó la frente, agotado. Su torso relucía de sudor, y el hedor de las piras parecía cubrirlo como una repulsiva segunda piel. Cerró la verja cuando una voz de mujer dijo:

—Richard, ¿vas a volver a la cama?

—Un momento.

Pero ella se había levantado, con una sábana echada sobre los hombros, y avanzaba hacia él sobre el fresco suelo de mármol. Sus brazos lo rodearon por detrás, y percibió su calor a través de la arrugada tela.

—Mi pobre capitán, con tantas cosas en la cabeza. ¿Estás pensando en Julius?

—No. —El cadáver de Julius Albak había sido recuperado y quemado por los inceptinos. El veterano marinero no tenía familia digna de ese nombre, a excepción de los hombres que formaban la tripulación de Richard. Una docena de ellos estaban encadenados en las catacumbas a la espera del juicio. No, Julius Albak descansaba por fin en paz. No había nada más que hacer al respecto.

La mano de la mujer descendió para acariciarle el miembro, pero él no le respondió.

—No estoy de humor, Jem.

—Me he dado cuenta. Normalmente, cuando regresas de un viaje, ni siquiera conseguimos llegar a la cama.

—Tengo muchas cosas en que pensar. Lo siento.

Ella se apartó para regresar a la cama y a la botella que había a su lado. La habitación era fresca, con las paredes gruesas, enyesadas y recubiertas de mármol. El techo se elevaba muy por encima de la cabeza de Hawkwood, para perderse en un laberinto de arcos y contrafuertes de oscura madera de cedro. El balcón cubierto se extendía a lo largo de una pared, y la cama ocupaba otra. Había sillas elegantes, un tocador y pesadas cortinas doradas. Por todas partes podía verse un atractivo desorden de vestidos y tocados femeninos. En un rincón, un mono les observaba desde una jaula dorada con sus ojos abiertos e inmóviles. Richard lo había comprado para ella en Calmar media docena de años atrás.

El sonido de la ciudad les llegaba como una distante marea de ruidos. En aquella colina se vivía apartado de la suciedad de las calles, el calor insoportable, el hedor de las alcantarillas abiertas y la ruidosa vitalidad de Abrusio. Era la vida de la nobleza.

—¿Has visto ya a tu esposa? —le preguntó Jemilla agriamente.

—No. Sabes que no.

—Hace tres días que has vuelto, Richard. ¿No deberías hacerle una visita, al menos para guardar las formas?

Se volvió a mirarla. Mientras el cuerpo de él había adquirido un bronceado intenso a causa del sol, el viento y la espuma del mar, el de ella era blanco como el alabastro, lo que volvía aún más llamativa su larga cabellera oscura. Sus ojos eran negros y brillantes como burbujas de alquitrán en una cubierta azotada por el sol tropical, y sus cejas maravillosamente expresivas se arqueaban sobre ellos como dos aves negras que ascendían o descendían según su estado de ánimo. Era una amante apasionada, casi salvaje, y era frecuente que Hawkwood acabara cubierto de rasguños y mordiscos después de estar con ella. Y sin embargo, la había visto de camino a palacio en un carruaje, con el cabello recogido sobre la cabeza, pesadas vestiduras bordadas y una gorguera de hilo en torno a su rostro, con aspecto de muñeca de porcelana.

Tenía otros amantes, nobles o humildes como el propio Hawkwood. Siempre le decía que no podía pedirle que le fuera fiel cuando se pasaba fuera dos tercios del año. Pero tenía cuidado. Aparentaba ser una viuda noble y virtuosa, y así la consideraban en la corte, pero los criados sabían la verdad, igual que Hawkwood. Éste le había facilitado un aborto dos años atrás ante la insistencia de ella. Lo había practicado una anciana comadrona en la parte baja de la ciudad, en un cuarto trasero pequeño y abarrotado. Jemilla nunca había querido decirle si el hijo había sido suyo. Tal vez ella misma lo ignoraba. Hawkwood pensaba en ello a veces.

—Mi esposa comprende que tengo muchas cosas de que ocuparme cuando termino un viaje —dijo fríamente.

Ella se echó a reír, un sonido como el del agua agitándose en una vasija de plata, y le tendió una esbelta mano.

—Oh, no seas tan puntilloso y correcto, Richard. Ven aquí conmigo. Pareces una estatua de caoba.

Se reunió con ella en la cama.

—Es por Julius y tu tripulación, ya lo sé. Lo he intentado, Richard. Nadie puede hacer nada, tal vez ni el propio Abeleyn. Tampoco está de acuerdo con todo esto.

—De modo que habla de política contigo cuando os acostáis.

—No sé qué quieres decir —dijo ella sonrojándose.

—Sólo que deberías tener más cuidado, Jem. Hace sólo tres días que he vuelto, pero ya sé quién es la nueva amante del rey.

Una ceja desdeñosa ascendió por la frente de ella.

—Hay mucha distancia entre los rumores y la verdad.

—Al rey no le gusta que sus mujeres aireen sus asuntos en público. Su soltería es un tema político. Si no tienes cuidado, una mañana puedes despertar a bordo de un barco de esclavos merduk.

—¿Intentas decirme cómo he de llevar mis asuntos, capitán? Supongo que tus viajes de un puerto inmundo a otro te cualifican para comentar los asuntos de la corte.

Él se volvió. Jem disfrutaba echándole en cara sus orígenes humildes. Tal vez ello hacía que sus escarceos amorosos le resultaran más picantes. Y, sin embargo, estaban tan unidos como podían estarlo dos amantes. A veces discutían como si estuvieran casados. Terminó su vino y se levantó.

—Tienes razón. Debería visitar a Estrella.

—¡No! —Jem tiró de él para obligarlo a volver a tumbarse, con los ojos centelleantes. Richard no pudo evitar sonreír. Por mucho que saltara de cama en cama, siempre se ponía celosa si él estaba con alguien más.

—Quédate, Richard. Tenemos cosas de que hablar.

—¿Por ejemplo?

—Bueno… las noticias. ¿No quieres que te ponga al día sobre lo ocurrido desde que te marchaste?

—Sé lo que ha estado ocurriendo, y también lo sabe mi tripulación.

—Oh, ese estúpido edicto. Todo el mundo sabe que el prelado obligó a Abeleyn a firmarlo. El rey no es de los que piensan de ese modo, aunque su padre sí lo era. No, Abeleyn se parece más a ti. El favorito de los soldados y los marineros. El prelado y él han tenido una discusión, y toda Abrusio está de parte del rey, excepto aquéllos que tienen la cabeza aturdida por la religión, que Dios me perdone. —Trazó el Signo del Santo sobre sus pechos desnudos. Por algún motivo, el gesto excitó a Hawkwood—. El prelado está de camino al Sínodo de Charibon, y, ¿sabes que las hogueras disminuyeron a partir del momento en que cruzó las puertas de la ciudad? Hace dos días quemaban a cuarenta desdichados cada tarde. Hoy han enviado a seis a la pira. Los oficiales de Abeleyn acompañan a los inceptinos en sus rondas, y él controla personalmente las listas. Lo cual está muy bien. Mi doncella se estaba poniendo histérica. Es de Nalbeni.

—Ya lo sé —dijo Hawkwood, acariciándole un suave muslo.

—Y Golophin. Algunos dicen que ha organizado una especie de ruta de escape secreta para los practicantes de magia de la ciudad. Ya no se le ve nunca en la corte. El rey fue en persona a la torre del viejo pajarraco para hablar con él, pero encontró la puerta barrada. ¡El propio rey! El padre de Abeleyn hubiera ordenado que demolieran la torre hasta los cimientos, pero no nuestro joven monarca. Está esperando su momento.

Los dedos de Hawkwood acariciaban el vello rizado entre las piernas de Jem, pero ella no parecía darse cuenta.

—Y las calles dan miedo por la noche. Hay cambiaformas sueltos, que quieren venganza por las ejecuciones de los suyos. Anoche mismo, uno de ellos masacró a una docena de soldados de la patrulla ciudadana y luego escapó… —Emitió un sonido mientras los dedos de Hawkwood seguían moviéndose en su entrepierna—. Murad ha estado rondando por el palacio con una sonrisa de satisfacción en la cara. No me gusta nada… ¡Oh, Richard!

Jem se reclinó en la cama con las piernas abiertas y empezó a tocarse donde él la había estado acariciando. Hawkwood la contemplaba con la fascinación de un ratón observando al gato.

—¿No es mejor esto que el trasero de algún grumete? —le preguntó.

Hawkwood se quedó muy quieto, y ella sonrió con aire travieso.

—Oh, vamos, Richard, sé de las presiones que soportáis los marineros en los viajes largos, sin mujeres para aliviar vuestras… tensiones. Todo el mundo sabe lo que ocurre. ¿En la bodega, tal vez, en algún rincón oscuro con las ratas saltando a vuestro alrededor? ¿Chillan mucho los chiquillos, Richard, cuando se lo hacéis? Mi guapo capitán, ¿acaso algún marinero peludo te lo hizo a ti también al principio de tus viajes?

Al ver que su rostro se sonrojaba de ira, Jem emitió una de sus carcajadas musicales y siguió frotándose con más ahínco.

—¿Tendrás el valor de negarlo? ¿Vas a decir que no es cierto? Puedo leerlo en tus ojos, Richard. ¿Es por eso que no has podido complacerme esta noche? ¿Echas de menos a algún muchachito imberbe con piojos en el cabello?

Richard le rodeó la blanca garganta con una mano. La piel del hombre parecía oscura como el cuero en contraste con la de ella. Cuando los dedos de Richard empezaron a aumentar la presión, los de ella se movieron con más fuerza. Arqueó levemente la espalda.

—¿Es que no soy suficiente para ti? —gimió—. ¿O acaso soy demasiado para ti?

Con un veloz movimiento, él le dio la vuelta. La efusión de sangre causada por la ira, la vergüenza y la excitación le latía rítmicamente en todas las venas. Se dejó caer sobre ella, aplastándola contra la cama. Ella gritó, agitando los brazos. Richard aferró las delgadas muñecas y las inmovilizó.

Ella chilló contra la almohada y mordió el lino con fuerza cuando él la penetró. No duró demasiado. Se retiró, sintiéndose asqueado y exultante al mismo tiempo.

Jem dio media vuelta. Tenía el cuerpo moteado por la presión de la sangre, y las muñecas enrojecidas. Richard pensó que era muy fácil dejarle marcas en la piel. Se sentía incapaz de mirarla a los ojos.

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