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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (2 page)

De nuevo la brillante luz del sol y la limpia espuma del mar. Los demás marineros estaban atareados con las poleas y brazas, moviendo vergas mucho más pesadas que las que utilizaban habitualmente. El capitán ladró unas cuantas órdenes. Necesitarían velas y cuerdas nuevas. Los obenques del palo mayor estaban hechos jirones en el lado de babor; era un milagro que el mástil hubiera resistido.

—Ninguna tormenta provocó algo así —dijo Jakob, y pasó sus manos encallecidas por la barandilla del barco. La madera estaba rota y agujereada. «Mordida», pensó el capitán, y sintió que un frío gusano de miedo se le enroscaba en el estómago. Pero mantuvo la expresión impasible ante la mirada interrogadora de Jakob.

—Somos marineros, no filósofos. Nuestra tarea es hacer que este barco flote. ¿Vas a acompañarme o se lo pido a uno de los jóvenes?

Habían navegado juntos por la costa hebrionesa durante más de cuarenta años, capeando más tormentas de las que podían recordar y capturando millones de peces. Jakob asintió en silencio, mientras la irritación acababa con su miedo.

Las lonas que cubrían las escotillas se habían desgarrado. Estaba oscuro en las entrañas del barco, y descendieron con cuidado. Uno de los hombres había encontrado y encendido una linterna que les tendió desde arriba. A su luz, se encontraron rodeados de cajas, barriles y sacos. Había un olor a moho en el aire, y de nuevo un débil hedor a corrupción. Podían oír los chapoteos y gorgoteos del agua en la bodega, el movimiento del cargamento suelto, el crujido del castigado casco del barco. El hedor de la sentina, normalmente insoportable en un barco grande, había quedado neutralizado por la entrada del agua de mar.

Avanzaron lentamente por entre el cargamento, mientras la luz de la linterna enviaba sombras caóticas en todas direcciones. Encontraron restos de ratas medio devoradas, pero ninguna viva. Y no había rastro de la tripulación. El capitán del camarote podía haber pilotado el barco solo y sin ayuda hasta su muerte.

Otra escotilla, y un tambucho que se hundía en las oscuras profundidades. El barco crujía y gemía bajo sus pies. Ya no podían oír las voces de sus compañeros de arriba, en aquel otro mundo de aire salado y espuma. Sólo existía aquel agujero que se abría sobre la nada, y más allá de las paredes de madera que los rodeaban no había nada más que un mar mortífero.

—Hay agua ahí abajo, y bastante —dijo Jakob, metiendo la linterna por la escotilla—. Veo que se mueve, pero no hay espuma. Si hay una vía de agua, es lenta.

Hicieron una pausa, mirando hacia abajo, a un lugar que ninguno de los dos deseaba ver. Pero eran marineros, como había dicho el capitán, y ningún hombre criado en el mar podía permanecer ocioso contemplando la muerte de un barco.

El capitán hizo ademán de emprender el descenso, pero Jakob lo detuvo con una sonrisa extraña y bajó primero, con la respiración jadeante en su garganta. El capitán vio que la luz se rompía al reflejarse sobre las múltiples facetas del agua, llena de cosas flotando, y oyó un chapoteo en el claroscuro de sombras y llama.

—Aquí hay cuerpos. —La voz de Jakob le sonó lejana y distorsionada—. Creo que he encontrado a la tripulación. Oh, buen Dios y sus benditos santos…

Hubo un gruñido, y Jakob chilló. La linterna se apagó y en la negrura algo golpeó el agua furiosamente. El capitán distinguió el brillo amarillento de un ojo como un fuego ardiendo a lo lejos en una noche negra y oscura. Sus labios formaron el nombre de Jakob pero no articularon ningún sonido; su lengua se había convertido en arena. Retrocedió y chocó con el canto afilado de una caja. «Corre», le gritó una parte de su mente, pero sus huesos se habían vuelto de granito.

Entonces la cosa trepó por el tambucho hacia él, y no tuvo siquiera tiempo de murmurar una plegaria antes de que le estuviera desgarrando la carne. Los ojos amarillos fueron testigos de la huida de su alma.

Primera parte
La caída de Aekir
1

Año del Santo 551

La Ciudad de Dios estaba en llamas…

Largas lenguas de fuego recorrían las calles como estandartes azotados por el viento, separándose para consumirse y perderse entre las terribles nubes de humo impenetrable que se elevaban sobre las llamas. La ciudad ardía a lo largo de las orillas del río Ostio y los edificios se desmoronaban, con el ruido de su colapso perdido entre el omnipresente rugido del fuego. Hasta el fragor continuo de la batalla junto a las puertas del oeste, donde la retaguardia todavía luchaba, quedaba engullido por el estruendo del fuego.

La catedral de Carcasson, la mayor del mundo, permanecía firme y negra contra las llamas, un centinela solitario coronado de agujas y cúpulas. La enorme masa de granito era impermeable al calor, pero el plomo del tejado se fundía en riachuelos y las vigas de madera ardían en toda su longitud. Los cuerpos de los sacerdotes cubrían los escalones; el bendito Ramusio los contemplaba tristemente asistido por una horda de santos menores, cuyos ojos se agrietaban mientras las varas de bronce que sostenían se retorcían por el calor. Aquí y allí una gárgola, silueteada en escarlata, miraba hacia abajo y sonreía con malevolencia.

El palacio del sumo pontífice estaba lleno de soldados. Los merduk habían arrancado los tapices y destrozado las reliquias en busca de las piedras preciosas que las adornaban. Estaban bebiendo vino en las vasijas sagradas mientras esperaban su turno con las mujeres cautivas. Desde luego, Ahrimuz había sido bueno con ellos aquel día.

Más al oeste, en el interior de la ciudad, las calles estaban obstruidas por los fugitivos y las tropas que hubieran debido protegerlos. Centenares de personas fueron pisoteadas durante el pánico; había niños abandonados, y ancianos y enfermos arrojados a un lado. Con frecuencia, el colapso de algún edificio sepultaba a un grupo de fugitivos bajo una furia de ladrillos en llamas, pero el resto apenas les dedicaba una miraba. Avanzaban hacia el oeste, hacia las puertas todavía defendidas por las tropas ramusianas, los últimos restos de los torunianos de John Mogen, los soldados más temidos de todo Occidente. A la sazón, se habían convertido en una chusma desesperada y que había perdido el valor tras el asedio y los seis ataques que habían precedido al último. Y John Mogen había muerto. Los merduk estaban crucificando su cadáver sobre la puerta este donde había caído, maldiciéndolos hasta el final.

Los merduk se desparramaron por la ciudad como una plaga de cucarachas relucientes y afiladas a la luz de las hogueras, con los rostros brillantes y los brazos ensangrentados hasta los codos. Había sido un largo asedio y una buena batalla, y por fin la mayor ciudad de Occidente había caído en sus manos. Shahr Baraz había prometido dejarles las manos libres en cuanto la ciudad hubiera caído, y el pillaje ocupaba por entero sus mentes. No eran ellos quienes estaban incendiando la ciudad, sino las tropas occidentales en retirada. Sibastion Lejer, lugarteniente de Mogen, había jurado no dejar que un solo edificio cayera intacto en manos de los paganos, y, junto con un grupo de hombres que todavía obedecían sus órdenes, se dedicaba a quemar metódicamente los palacios, arsenales, almacenes, teatros e iglesias de Aekir, y a masacrar a cualquiera, merduk o ramusiano, que tratara de impedirlo.

Corfe observaba las altas cortinas de llamas que se agitaban contra el cielo oscurecido. El humo de las hogueras había provocado un ocaso prematuro, el final de un largo día para los defensores de Aekir; para muchos miles, su último día.

Se encontraba sobre una azotea, aislado del torbellino de personas asustadas de abajo. Sus gritos le llegaban como una ola sólida. Miedo, rabia, desesperación. Era como si la propia Aekir estuviera gritando: una ciudad torturada entre convulsiones agónicas, con las entrañas incineradas por el fuego. El humo irritaba los ojos de Corfe, que se los secó. Notaba que la ceniza se depositaba sobre su frente como una nieve negra.

Maltrecho, chamuscado y ensangrentado, ya no parecía un apuesto soldado. Había abandonado su media armadura al huir de las murallas, y llevaba sólo el jubón y el pesado sable que era el distintivo de los hombres de Mogen. Era un hombre bajo, ligero y de ojos profundos. En su mirada se alternaban la furia y la desesperación.

Su esposa estaba en algún lugar de allí abajo, disfrutando de las atenciones de los merduk, pisoteada en algún callejón empedrado, o convertida en un cadáver chamuscado entre los escombros de alguna casa.

Volvió a secarse los ojos. Maldito humo.

—Aekir no puede caer —les había dicho Mogen—. Es impenetrable, y los hombres de sus murallas son los mejores soldados del mundo. Pero eso no es todo. Es la Ciudad Santa de Dios, el primer hogar del bendito Ramusio. No puede caer.

Y lo habían vitoreado. Pero un cuarto de millón de merduk habían demostrado lo contrario.

El soldado que había en él se preguntó brevemente cuántos miembros de la guarnición conseguirían escapar. La guardia personal de Mogen había luchado hasta la muerte tras la caída del general, y después de aquello se desencadenó la desbandada. Treinta y cinco mil hombres habían defendido Aekir. Serían afortunados si una décima parte conseguía llegar a la línea de Ormann.

—No puedo dejarte, Corfe. Tú eres mi vida. Mi sitio está aquí —había dicho ella con aquella encantadora sonrisa torcida y su cabello oscuro como una pluma de cuervo encima del rostro. Y él, estúpido, estúpido, estúpido, le había hecho caso, a ella y a John Mogen.

Era imposible encontrarla. Su hogar se encontraba a la sombra del bastión oriental, el primer lugar en caer. Había tratado de llegar tres veces antes de desistir. Allí ya no vivía ningún hombre que no adorara a Ahrimuz, y las mujeres supervivientes ya habían sido capturadas. Se convertirían en doncellas de Ahrimuz, habitantes de los burdeles de campo de los merduk.

Maldita estúpida. Le había dicho cien veces que se marchara, que abandonara la ciudad antes de que las líneas de asedio empezaran a cortar las comunicaciones.

Miró hacia el oeste. Las multitudes se agolpaban en aquella dirección como sangre coagulada en las arterias de un gigante derribado. Se rumoreaba que la carretera de Ormann seguía abierta hasta el río Searil, donde los torunianos habían construido su segunda línea fortificada en veinte años. Se decía que los merduk habían dejado expedita a propósito aquella vía de salida, para tentar a la guarnición a evacuar la ciudad. La gente estaría taponando la carretera durante veinte leguas. Corfe lo había visto antes, en la veintena de batallas libradas desde que los merduk habían cruzado las montañas de Jafrar.

¿Estaba muerta? Nunca lo sabría. Oh, Heria.

Le dolía el brazo de la espada. Nunca había participado en una matanza semejante. Le parecía que llevaba toda la vida luchando, y sin embargo el asedio había durado sólo tres meses. De hecho, no se había tratado de un asedio tal como lo entendía el
Manual militar
. Los merduk habían aislado Aekir, y luego habían empezado a destruirla. No había habido intentos de rendirla por hambre. Simplemente habían atacado con una imprudencia temeraria, perdiendo cinco hombres por cada defensor que caía, hasta el asalto final de aquella mañana. En las murallas la lucha había sido salvaje, una carnicería continua, hasta que se había alcanzado el momento crítico; el vaso había rebosado por fin, y los torunianos habían empezado a abandonar las murallas en un goteo que se había convertido en desbandada. El viejo John les había arengado hasta ser derribado por una cimitarra merduk. Después de aquello, prácticamente había cundido el pánico. Nadie pensó en una segunda línea, en una retirada defensiva. La tremenda tensión del asedio y los múltiples asaltos los habían dejado demasiado exhaustos, frágiles como una espada cubierta de óxido. El recuerdo avergonzaba a Corfe. Las murallas de Aekir ni siquiera habían sido penetradas; simplemente, habían sido abandonadas.

¿Era aquél el motivo de que se hubiera detenido y estuviera allí en aquel momento, como el espectador de un apocalipsis? Tal vez quería compensar su huida. O perderse en la ruina.

«Mi esposa. Está en algún lugar de ahí abajo, viva o muerta.»

Ruido de explosiones, estallidos que sacudieron el aire lleno de humo. Sibastion estaba volando los polvorines. Disparos de arcabuz. Alguien estaba resistiendo. Que lo hicieran. Era el momento de abandonar la ciudad y a quienes había amado en ella. Los estúpidos que decidieran luchar dejarían sus cadáveres en las cunetas.

Corfe empezó a bajar de la azotea, secándose furiosamente los ojos. Tuvo que tantear cada peldaño de la escalera, utilizando el sable como el bastón de un ciego.

El calor era sofocante cuando llegó a la calle, y el aire acre le irritó la garganta. El sonido de las multitudes lo golpeó como un muro en movimiento, y luego se encontró entre ellas, arrastrado igual que un nadador en un remolino. Apestaban a terror y cenizas, y los rostros apenas le parecieron humanos en aquella luz infernal. Pudo ver a hombres y mujeres inconscientes sostenidos en pie por la presión de la multitud, y niños pequeños gateando sobre las cabezas apiñadas como si fueran una alfombra. Había hombres aplastados al borde de la calle, manchando las paredes que los habían confinado. Notaba cuerpos bajo sus pies mientras era impulsado hacia delante. Su talón resbaló sobre el rostro de un niño. Perdió el sable, que alguien le arrancó de la mano en la confusión. Levantó la cara hacia el cielo encapotado y los edificios en llamas, luchando por su porción de aire maloliente.

«Dios mío», pensó, «estoy en el infierno.»

Aurungzeb el Dorado, tercer sultán de Ostrabar, estaba jugueteando con los pechos erguidos de su última concubina cuando un eunuco apareció por entre los cortinajes del extremo de la estancia y se inclinó profundamente, con la cabeza calva reluciendo a la luz de las lámparas.

—Alteza.

Aurungzeb lo miró furioso, clavando sus ojos negros en el temerario intruso, que permanecía inclinado y tembloroso.

—¿Qué ocurre?

—Un mensajero, alteza, de parte de Shahr Baraz en Aekir. Dice que tiene noticias del ejército que no pueden esperar.

—¿De modo que no pueden esperar? —Aurungzeb se incorporó de un salto, empujando a su enfurruñada compañera—. ¿Así que tengo que estar a disposición de todos los eunucos y soldados del palacio? —Derribó al eunuco de un puntapié. El rostro lampiño hizo una mueca silenciosa.

Aurungzeb hizo una pausa.

—¿Del ejército, has dicho? ¿Son noticias buenas o malas? ¿Se ha roto el asedio? ¿Acaso ese perro de Mogen ha puesto en fuga a mis tropas?

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