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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (26 page)

BOOK: El último merovingio
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El cuarto día por la tarde, intranquilo por el estado en que se encontraba y también por Clementine, Dunphy decidió salir. Se vistió, bajó en el ascensor al vestíbulo y se dirigió a la calle que había detrás del hotel. Necesitaba comprar un par de cosas. Bueno, en realidad le hacía falta de todo, y también una bolsa o una maleta en donde poder llevar lo que comprara. Cuando llegara Clementine, y una vez que ambos se encontrasen en Zug, habría que ponerse a trabajar a toda prisa. Dunphy sabía que tendría que ser así. Y cuando eso ocurriera, resultaría agradable tener una muda de ropa interior.

Así que se dirigió a comprar ropa. Estuvo dando vueltas por las calles de adoquín del barrio viejo durante dos horas y media, visitando las tiendas de ropa y complementos para hombre más caras del planeta. Compró una bolsa de viaje con muchos bolsillos y compartimentos (el vendedor le aseguró que era más resis­tente que un cohete espacial) (novecientos francos suizos). Se hizo también con varias camisas francesas a cuatrocientos francos cada una, dos pantalones de aproximadamente el mismo precio, camisetas de Armani a ciento treinta francos y calcetines a veinte francos el pie. Encontró una chaqueta de pata de gallo y compró las prendas básicas para hacer footing: zapatillas deportivas, pantalón corto y calcetines.

Cuando acabó eran las cuatro de la tarde y había aprendido dos cosas: una, que Zurich es una ciudad realmente cara para comprar ropa, y dos, que decididamente lo seguían.

Eran dos hombres, como había imaginado: el rubio de la trenca y otro individuo, un matón que circulaba en una Vespa roja. Aunque guardaban las distancias, no hacían nada para ocultar que seguían a Dunphy, lo cual significaba que lo tenían en sus manos, o al menos eso creían.

El de la scooter parecía un deportista. Tenía el cuello ancho como el de un toro, los hombros de boxeador, unos pequeños ojos porcinos y un corte de pelo cuadrado, aplastado por arriba y afeitado por los lados. Iba vestido con ropa ligera: unos vaqueros y una sudadera impermeable, y daba la impresión de que le diera igual todo… Su amigo iba echando pestes por la calle a unos cincuenta metros detrás de Dunphy, con las manos metidas en los bolsillos y un cigarrillo en la boca.

Dunphy pensó que debían de haberse pasado tres días vigilando el Zum Storchen desde la calle, lo cual quería decir que eran tenaces. Tendría que llamarles la atención: «¡Eh! ¡Imbéciles!» Aunque, pensándolo bien, no era una buena idea. Por una parte, llevaba demasiados paquetes en las manos, y por otra, no se encontraba del todo bien ni le apetecía hacerse el valiente. De hecho, se sentía igual que un nadador novato de pie al borde del trampolín, mirando hacia abajo, hacia la piscina profunda y dura. No era exactamente vértigo, pero notaba cierta tirantez en el escroto, como si acabara de encogérsele un par de centímetros.

Y eso lo sorprendió, pues se suponía que era un profesional en aquellas lides. Al ingresar en la Agencia había pasado por las habituales prácticas y entrenamientos de vigilancia y contravigilancia en Williamsburg y Washington. Era el procedimiento normal, y a él se le daba muy bien, así que aquella situación no le resultaba del todo extraña. Sin embargo, no era lo mismo. Al contrario que los instructores de la Agencia, aquellos dos hombres no tenían buenas intenciones hacia él.

Pero tampoco habían tratado de matarlo todavía, lo que sugería que tenían instrucciones de vigilarlo, nada más. No hacían esfuerzo alguno por disimular que iban tras él, parecían contentarse con no perderlo de vista, y a pesar de que procuraban no encontrarse con la mirada de Dunphy, tampoco la evitaban. En otras palabras, era una vigilancia bastante pasiva, tal vez similar a la que él había sometido a Schidlof.

Poco a poco, Dunphy fue tranquilizándose. Su respiración se volvió más lenta y también el pulso. Mientras observaba a aquellos dos hombres reflejados en el escaparate de Jil Sander, se le ocurrió que cuando a uno lo siguen siente algo similar a cuando se encuentra encima de un escenario. De pronto alguien grita «¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!». El corazón se acelera, los pulmones parecen hundirse, y después… bueno, si no te cogen o te vuelan la cabeza de un tiro, sigues adelante. Porque al final no puedes hacer nada más. Hay gente mirándote. ¿Qué otra cosa vas a hacer?

Dunphy pensó que debía de tratarse de hombres de Blémont. No podían ser de la Agencia. A los de la Agencia les había dado esquinazo en Londres; había dejado a sus mejores hombres allí,

sangrando en el apartamento de Clementine. Curry y sus secuaces no tenían ni la menor idea de adonde había ido. Así que aquellos tipos tenían que trabajar para Blémont.

Y eso no era bueno, aunque tampoco era lo peor que le podía suceder. Si estaba en lo cierto, la CÍA no deseaba hacerle preguntas; simplemente quería verlo muerto, porque ése era el modo más eficaz de poner fin definitivamente a la investigación que Dunphy había iniciado. Blémont, por el contrario, tenía muchas preguntas que hacerle, empezando por dónde estaba su dinero y cómo podía recuperarlo. En realidad no tenía nada que temer del francés, excepto que lo secuestrara y lo torturara.

Pensándolo bien, reflexionó Dunphy, quizá fuera mejor estar muerto… aunque no en aquellas circunstancias. Que lo hallasen en medio de un charco de sangre rodeado de bolsas de ropa de firmas conocidas no era precisamente la idea que él tenía de una buena manera dejar de este mundo. Incluso podía imaginar los titulares del Posf. «Agente de la CÍA va de compras hasta caerMUERTO.»

Más adelante distinguió las banderas del Zum Storchen que ondeaban en la azotea del hotel y avivó el paso, pues pensó que el Rubiales y el Deportista no iban a seguirlo eternamente. Al fin y al cabo, aquello era una cacería, y llegarían al punto en que el armiño trepara a un árbol y los perros no pudieran hacer nada más que esperar a que llegase el cazador con la escopeta. Lo cual significaba que Dunphy se hallaba en ese mismo punto y que, si quería sobrevivir, más le valía idear una manera de esquivar la vigilancia.

Entró en el vestíbulo del Zum Storchen, subió en el ascensor al quinto piso y se metió en la habitación. Al parecer, el paseo le había sentado bien. La tos había remitido y respiraba con más facilidad que en los últimos días. Arrojó la bolsa de viaje sobre la cama y empezó a meter en ella la ropa que había comprado… y en aquel momento alguien llamó a la puerta con suavidad.

Dunphy se dijo que tenía que hacerse con alguna clase de arma, una pistola o un bate de béisbol, por ejemplo. Miró como loco por la habitación y se fijó en los atizadores que había junto a la chimenea. Cogió uno de ellos, cruzó la habitación haciendo el menor ruido posible y pegó un ojo a la mirilla de la puerta.

—¿Jack? —oyó que preguntaba Clementine con voz suave.

Dunphy abrió la puerta, de un tirón metió a la muchacha en la habitación y la abrazó.

—Pensé que no ibas a llegar nunca.

—¿Estás encendiendo el fuego? —preguntó Clem, señalando con la cabeza el atizador que él llevaba en la mano.

Durante un instante Dunphy no entendió a qué se refería. Y luego se sintió como un tonto.

—Ah, te refieres a esto —dijo—. No, bueno, esto es… bueno, estaba… sí. Encendiendo el fuego.

Volvió a dejar el atizador en su sitio mientras Clem se acercaba a la ventana y miraba hacia la calle.

—Muy, muy bonito —declaró—. Mucho más bonito que la casa de Val.

—¿Quién es Val?

—Mi amiga. Veo que has ido de compras —añadió, señalando las bolsas vacías que había a los pies de la cama—. ¡Qué bien te lo has pasado! ¡Y yo, preocupada por ti!

—Pues…

—¿Hay algo para… ?

—¿Para quién?

—Moi? —preguntó con coquetería.

«Me está provocando», pensó Dunphy. Sin embargo, dijo:

—¡Oh! Sí, pero… tenían que hacer unos pequeños retoques.

—¿Retoques?

Clementine, que se había sentado en el brazo de una butaca situada junto a la ventana, lo miró con recelo.

—Sí, era demasiado grande, pero… por lo demás, sólo he comprado un par de cosas de primera necesidad.

Clementine se quedó callada un momento y luego habló.

—Oye, Jack.

—¿Qué?

—Gucci no hace artículos de primera necesidad.

Dunphy decidió cambiar de tema.

—Te sorprenderías. De todos modos, tenemos un problema mayor que lo que tú obviamente tomas por un excesivo afán por mi parte de comprar ropa de marca.

—¿Y de qué problema se trata?

—Que me han seguido desde Jersey.

La muchacha no dijo nada durante un rato mientras Dunphy preparaba unas copas en el minibar.

—¿Quién te ha seguido? ¿Qué quiere? —preguntó finalmente.

Dunphy agitó el hielo en el vaso y se lo tendió. Luego se sentó en la cama y le explicó lo de Blémont.

—¡Así que eres un malversador de fondos! —exclamó, abriendo mucho los ojos.

—El dinero no era suyo —explicó Dunphy—. No se lo había ganado honradamente.

—Puede que no, pero…

—Y si no lo había ganado, ¿cómo quieres que yo se lo haya robado?

Clementine le dirigió una mirada de soslayo.

—Buen razonamiento —dijo con bastante sequedad, en opinión de Dunphy—. ¿Qué hacemos ahora?

Dunphy se tumbó de espaldas en la cama. Las almohadas desprendían un suave olor a detergente.

—A ti no te conocen —comentó—. Así que no saben que estás aquí. —Levantó la cabeza y le guiñó un ojo—. ¿No es así?

Clementine hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No creo —repuso ella, negando con la cabeza.

—¿No habrás preguntado por mí en recepción, no?

—No. He subido directamente aquí.

Debían de haber cambiado las sábanas mientras Dunphy había estado de compras, porque las notaba limpias, agradables y frescas.

—Estaba pensando que tal vez fuese conveniente que cogieras una habitación… aquí cerca, en la misma planta, a ser posible. Yo podría dejar ésta e irme a la otra contigo.

Miró expectante a Clementine.

—Sí… eso podríamos hacer… ¿y después qué? —quiso saber ella.

—No sé… quizá piensen que me he marchado.

Durante un momento Clementine no dijo nada. Finalmente se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Ése es tu plan?

Había un cierto retintín en su tono de voz, y al pronunciar la palabra «plan» puso mala cara e inclinó ligeramente la cabeza. Lo cual daba a entender, quizá, cierta incredulidad por su parte. O tal vez confusión. O lo que era aún peor, confusión incrédula, que tal vez acabaría convirtiéndose en ira…

Dunphy intentó ponerse a la altura de las circunstancias; se incorporó y se apoyó en un codo.

—No es un plan exactamente —aclaró—. Se trata sólo de una idea.

Y saboreó el whisky (muy bueno, por cierto; además, le vendría bien para el resfriado).

—Pero hay un plan, ¿no es cierto? Es decir, tienes un plan, ¿no? —preguntó ella.

—Claro que tengo un plan. ¿Acaso tengo aspecto de hombre que no ha trazado un plan?

—¿A qué olía, a Lemon-Fresh…? Era un perfume dulce que se había impregnado durante el lavado. Dunphy pensó que debía de haber una lavandería donde se encargasen de la ropa de cama y las toallas de todos los grandes hoteles.

—¡Eh, Jack!

Recogían las sábanas por la mañana y se las llevaban a alguna parte, probablemente al sótano. ¿Había sótano en el Zum Storchen?

—Llamando a Jack desde la Tierra.

Debía de haberlo. Luego un camión pasaba a recogerlas…

—¿Hola?

Dunphy levantó la vista.

—¿Qué?

—El plan. Ibas a contarme cuál es tu plan.

—Ah, sí, es cierto.

—Pues venga.

—Bueno… el plan es… lo que yo había pensado era que tú cogieras otra habitación en el hotel…

—¿Qué le pasa a ésta?

—Nada, sólo que… quiero dejarla. De ese modo, cuando me cambie a tu habitación y no me vean durante un tiempo, llamarán a esta habitación y se encontrarán a otra persona. Cuando pregunten en recepción dónde me alojo, les comunicarán que ya me he marchado. Y tal vez se lo crean.

—¿Y luego qué?

—Luego quiero que cojas otra habitación en Zug para esta noche.

—¿Qué es Zug?

—Una ciudad. Está muy cerca de Zurich, a unos treinta kilómetros. Así que también nos hará falta un coche. Pregunta en recepción dónde se puede alquilar uno.

—O sea que tengo que alquilar una habitación y un coche.

Dunphy bajó las piernas por un lado de la cama, se sentó y se metió la mano en el bolsillo. Sacó una llave pequeña y se la lanzó a Clem.

—¿Y esto qué es? ¿La llave de tu corazón?

—Mejor aún —dijo Dunphy—. Es de una caja de seguridad del Crédit Suisse, en Bahnhofstrasse. Número 2309. ¿Te acordarás? —Ella asintió—. Pregunta por el director y dale la llave. Él te pedirá el pasaporte…

—¿Cuál?

—El de Veroushka. He puesto la caja a nombre tuyo y mío, así que no habrá ningún problema.

—¿Y después qué?

—Allí hay mucho dinero. Coge una parte. Bueno… coge unos cincuenta de los grandes.

—¿Cincuenta qué?

—Cincuenta mil.

Clementine titubeó un momento.

—¿Francos?

Dunphy negó con la cabeza.

—Libras. —La muchacha se quedó boquiabierta—. Tú coge el dinero y reúnete conmigo en el aparcamiento de la estación de ferrocarril de Zug. Yo llegaré en cuanto pueda, pero no antes de las seis.

—Pero…

—Es un apeadero para trenes de cercanías. Me verás en cuanto me baje del tren.

—No me refería a eso. Lo que quiero decir es… ¿cómo vas a salir del hotel sin que te vea esa gente?

Dunphy cogió una de las almohadas y empezó a darle golpecitos, mulléndola.

—No te preocupes por eso —dijo—. Vamos, ven aquí.

21

Desde el sótano del Zum Storchen hasta la escalera de la estación de ferrocarril apenas había un par de kilómetros, pero a Dunphy le costó cien libras llegar hasta allí. El turco que conducía el camión de la lavandería se llevó una gran sorpresa al encontrarse con un hombre de negocios americano en el sótano del hotel. Sin embargo, cuando vio el dinero se mostró más que dispuesto a ayudar a salir de allí (Dunphy le contó que escapaba de un marido furioso).

Había trenes a Zug durante todo el día, por lo que le habría resultado muy fácil llegar allí para la hora de comer. Pero en ese caso habría tenido que esperar varias horas hasta que llegase Clem, y no le pareció que Zug fuera un buen lugar para quedarse a matar el tiempo. Lo único que sabía de la ciudad era que allí se encontraba la sede del archivo más secreto del mundo, una fuente de datos tan importante, o tan peligrosa, que no se guardaba en Estados Unidos. Ese archivo se había convertido a la vez en el centro de su investigación y en el motivo por el cual intentaban darle caza, por lo que pensó que no era buena idea arriesgarse a pasear por las calles de la ciudad.

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