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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (28 page)

BOOK: El último merovingio
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—Bueno, ¿qué lugar es ése al que tienes que ir?

—Seguros El Monarca; se encuentra en Alpenstrasse.

—¿Una compañía de seguros?

—No.

—¿Entonces qué es?

—No estoy seguro —respondió él encogiéndose de hombros—. Algún tipo de archivo especial.

—¿De quién?

—De la Agencia.

—Quieres decir…

—De la CÍA, sí.

—¿Y tienen ese archivo aquí? ¿En este pueblucho? —Dunphy asintió—. Pero… ¿por qué? ¿Por qué iba nadie a querer guardar nada aquí?

—No lo sé —contestó él—. Pero piensa que estamos hablando de la información más delicada que posee la Agencia.

—Pues razón de más para querer tenerla lo más cerca posible, ¿no?

—Exacto. Eso es precisamente lo que cualquiera pensaría. Pero se equivocaría.

Clem frunció el ceño.

—¿Cómo conocías tú la existencia de ese lugar? —le preguntó.

Dunphy se sirvió un poco más de vino, se entretuvo dándole vueltas en la copa mientras lo miraba a la luz de la chimenea y a continuación le contó a la muchacha su aventura en el Departamento de Solicitud de Información.

—No me extraña que se hayan enfadado contigo —exclamó ella.

—Sí, supongo que es lógico… —masculló Dunphy.

—¿Y cómo vamos a salir de ésta? Porque si ese francés no te mata por robarle el dinero…

—No era su dinero.

—Bueno, no importa. Si no te mata él, te matará la CÍA. —Lo miró con expectación, pero Dunphy prefirió no decir nada—. Bueno,¿qué?

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué piensas hacer?

—¿Con respecto a qué? ¿Te refieres al francés o a la Agencia? —Clem se limitó a mirarlo—. Porque son dos problemas distintos, aunque no creo que tenga que preocuparme por Blémont a menos que te hayan seguido a ti. Y no sé por qué iban a hacerlo; no te conocen. De todos modos, no he visto a nadie por aquí, así que… sólo queda la Agencia. Y no sé qué decirte al respecto, porque ni siquiera entiendo por qué quieren matarme.

—Entonces es un caso perdido —opinó Clem.

—No, no está todo perdido —repuso Dunphy, negando con la cabeza—. Porque aunque yo no sepa qué diablos les he hecho yo, sí sé dónde encontrar las respuestas. Se hallan en ese archivo, ahí, en esa misma calle. Y tú vas a ayudarme a llegar hasta ellos, porque si no…

—¿Si no qué?

Dunphy se quedó mirando a Clementine un buen rato. Luego se inclinó hacia adelante en actitud confidencial y le dijo en voz baja:

—Si no… ¡Uy!

A la mañana siguiente se despertaron a las cinco y media y desayunaron café y tostadas en Alpenstrasse, a un par de manzanas de Seguros El Monarca. La idea era que Dunphy lograra entrar en el registro mientras Clementine hacía las reservas para un vuelo a Tenerife aquella misma tarde.

—Ve al aeropuerto —le pidió Dunphy—. Compra los billetes y luego vuelve a buscarme.

—A la una —asintió ella.

—A la una en punto tienes que estar esperándome aquí mismo con el coche en marcha. De lo contrario, estoy jodido. Porque el tiempo es esencial. Hay seis horas de diferencia entre Washington y Zug… y ésa es la ventaja de que disponemos. El pase de Max me permitirá entrar en el edificio, pero llegar hasta el archivo… eso ya es harina de otro costal. Querrán comprobar mi identidad y llamarán a Langley. Y allí no le preguntarán a cualquiera, sino que pedirán hablar con un tipo llamado Matta.

—¿Y él dará el visto bueno? —preguntó Clem.

—No. Les ordenará que me maten. Pero por eso la diferencia horaria juega un papel tan esencial: no van a llamarlo en plena noche porque pensarán que no se trata de una emergencia y que yo no me voy a ir a ninguna parte; es decir, eso es lo que ellos creerán. Así que esperarán a que sea de día en Estados Unidos para llamar y hacer la consulta. De manera que, como máximo, tengo tiempo hasta la una de la tarde. Después, todo empezará a ir mal.

Clementine se quedó pensando unos instantes. Luego preguntó:

—¿Y si no les importa despertarlo?

Dunphy dudó y luego se encogió de hombros.

—Bueno, Veroushka, si no estoy sentado contigo en el coche a la una y cinco, coge el dinero y corre.

Dunphy dejó a Clementine con el café y echó a andar por Alpenstrasse en busca de Seguros El Monarca. No se molestó en mirar los números, ya que podía ver el edificio más adelante, a unas tres manzanas de donde él se encontraba. Tenía forma de cubo; se trataba de una construcción ultramoderna de vidrio azul que constaba de seis plantas y era completamente opaca. En opinión de Dunphy, se notaba a la legua que pertenecía a la CÍA, pero resultó que se había pasado de listo. Aquel cubo era la sede de una empresa comercial de mercancías. El Monarca quedaba en la misma calle, pero en sentido contrario.

Regresó caminando sobre sus pasos y se hubiera pasado de largo por segunda vez de no ser porque oyó que alguien hablaba en inglés con acento norteamericano. Se detuvo, se dio la vuelta y vio que se hallaba justo a la puerta del número 15 de Alpenstrasse. Colgada de la pared de un edificio viejo con vidrieras en las ventanas había una placa de bronce deslustrado, en la que se leía:

Seguros El Monarca

Al edificio le hacía falta una buena reforma, no obstante, se veía muy concurrido, pues la gente entraba a trabajar ya a aquella hora tan temprana. Según comprobó, la mayor parte de los empleados eran hombres, y casi todos llevaban abrigos oscuros encima de trajes asimismo oscuros, lo cual lo hizo pensar que era mejor que se dejase el suyo puesto. ¿Quién sabe qué pensarían allí de su chaqueta de pata de gallo?

Tras respirar profundamente varias veces, Dunphy se unió a aquellas personas y pasó por una entrada altísima cuyas puertas antiguas de madera estaban abiertas de par en par.

En el interior había unos cuantos recepcionistas, todos varones, sentados detrás de un mostrador de caoba, que se ocupaban

de las llamadas telefónicas y de los visitantes. Dunphy hizo todo lo posible por actuar como si no los viese y se puso a la cola de los oficinistas que aguardaban para insertar el pase de entrada al edificio en una ranura situada a la izquierda de un torniquete, al tiempo que apoyaban la yema del dedo pulgar contra un panel de vidrio iluminado que se encontraba a la derecha. Apenas un segundo después, el torniquete se abría con un sonido metálico, y el oficinista podía pasar al pasillo situado al otro lado.

Dunphy comenzó a respirar con dificultad cuando le llegó el turno. Insertó el pase en la ranura y esperó… contando los segundos que transcurrían. Tres. Cuatro. Cinco. Después oyó un murmullo discreto, más impaciente que amenazador, a sus espaldas.

—No lo entiendo —comentó sin dirigirse a nadie en particular—. Siempre ha funcionado bien.

Y entonces vio que uno de los recepcionistas se levantaba del asiento con la mirada puesta en él; parecía preocupado.

«Voy a matar a ese maldito ruso», pensó Dunphy, e intentó introducir de nuevo el pase en la ranura. Pero esta vez tampoco ocurrió nada. El recepcionista había empezado a andar en su dirección, y Dunphy a estaba punto de echar a correr y salir huyendo de allí. Con un poco de suerte, quizá lograse llegar a la puerta y perderse…

—Lo tiene usted del revés.

La voz lo sobresaltó; cuando se dio la vuelta para ver quién había hablado, el corazón le golpeaba violentamente las costillas. Gabardina negra. Chalina. Bifocales.

—¿Cómo dice?

—El pase… que lo ha puesto usted al revés.

El tipo le indicó el torniquete con un movimiento de la cabeza.

Dunphy miró.

—Oh, es verdad —dijo. Y con movimientos torpes volvió a insertar el pase de manera que el holograma entrara en la ranura del lado correcto. ¡Clone!—. Gracias.

Estaba sudando.

El pasillo seguía en línea recta unos diez metros y luego doblaba hacia la derecha antes de ir a dar a un vestíbulo que parecía sacado de una película de Barman. Los suelos eran de mármol negro, y las paredes, de mármol travertino, que brillaban y resaltaban contra el fondo, donde había unos ascensores de acero inoxidable. En el centro de la sala, como único adorno, se alzaba un cilindro transparente en un pilar dorado rodeado de flores, en

cuyo interior había una réplica de la protectrice, aún más negra que el mármol del suelo; una instalación verdaderamente inusual tratándose de un edificio oficial… si es que aquél lo era.

Dunphy observó que los indicadores del ascensor iban del uno al cinco. Sin embargo, el edificio tenía una sola planta, lo cual quería decir que la mayor parte de la construcción se encontraba bajo tierra.

—¡Hola, forastero!

Dunphy se sobresaltó al notar una palmada en la espalda. Al darse la vuelta vio al hombre de la barba y la gabardina negra, el que había conocido en la abadía.

—Hola —lo saludó Dunphy forzando una sonrisa—. Veo que se ha levantado temprano y contento.

El hombre se encogió de hombros.

—Como siempre. ¿Y usted? ¿Es la primera vez que viene por aquí?

Dunphy negó con la cabeza.

—No. Hacía mucho tiempo que no venía… cuando lo vi a usted acababa de llegar a la ciudad.

—¡Y estaba impaciente por verla a Ella!

El hombre se echó a reír e hizo un gesto exagerado de fingido asombro.

Durante un momento Dunphy no supo a qué se refería, pero luego comprendió y le siguió la corriente dirigiéndole una sonrisa tímida.

—Supongo que así es —convino.

Llegó el ascensor y ambos entraron en él. Sonaba una música suave por el altavoz. «El Mesías», se dijo Dunphy, aunque en realidad, eso era lo que pensaba siempre que oía música clásica. Sus gustos musicales iban desde Cesaría Evora a —si había estado bebiendo— los Cowboy Junkies.

—¿Adonde va usted? —le preguntó el hombre al tiempo que pulsaba un botón.

Por segunda vez en el mismo minuto, Dunphy no supo qué decir. El tipo de la barba se encontraba allí de pie con expresión expectante, apuntando con el dedo índice el panel de botones. Finalmente respondió:

—A la oficina del jefe.

El hombre hizo un mohín y luego apretó el botón con el dedo. Un par de personas más entraron en el elevador, las puertas se cerraron tras ellos y todos juntos iniciaron un suave descenso, pues daba la impresión de que el ascensor no se movía.

Segundos más tarde se abrieron las puertas y al ver que nadie echaba a andar, Dunphy salió.

—Es a la izquierda —le indicó el tipo de la barba—. Al fondo del pasillo.

El corredor era ancho y estaba suavemente iluminado, con alfombras de color ciruela, paredes malva y candelabros art déco en las mismas. También había cuadros y dibujos en marcos dorados de calidad, tallados a mano. Y un antiguo grabado en madera que representaba La tumba de Jacques de Molay. Y el plano arquitectónico de la planta de un castillo sin identificar, o de una catedral, o de ambas cosas. Y un óleo en el que una bella doncella le cortaba el pelo a un caballero reclinado. Y otro cuadro que representaba a un pastor en lo que sólo podía ser Acadia contemplando la calavera de… Yorick. O de Meinrad. O de quien fuese.

Finalmente Dunphy llegó a una puerta de vidrio ahumado situada al final del pasillo. En el cristal podía leerse: «DIREKTOR».

El corazón le latía con fuerza contra el pecho, así que tuvo que hacer acopio de todo su valor para atreverse a llamar a la puerta; luego, sin esperar respuesta, entró. Una mujer con cara de pájaro y pelo entrecano levantó la vista desde detrás de una pantalla extraplana de ordenador. Llevaba gafas para ver de cerca con montura de carey y parecía más irritada que sobresaltada.

—Kann ich Ihnen helfen?

—No, a menos que hable usted inglés —repuso Dunphy; después echó un vistazo por la habitación—. Vengo a ver al Direktor.

La mujer le dirigió una mirada escéptica.

—Eso es imposible —le informó con acento alemán—. Para empezar, es preciso que esté usted citado, y no creo que sea así…

—No, no tengo una cita —dijo él—. Pero tengo algo mejor.

—¿Ah, sí?

—Sí: una misión que cumplir. —Con un gesto de la cabeza indicó una puerta que había en un rincón y echó a andar hacia ella—. ¿Es ése su despacho?

Dunphy tuvo la impresión de que la mujer iba a empezar a levitar en cualquier momento. Hizo ademán de levantarse de la silla.

—¡No! Es decir, sí, claro que es su despacho… pero ahora no está. ¿Quién es usted? —Tenía la mano sobre el teléfono.

En un fingido alarde de irritación, Dunphy sacó el pase y se lo enseñó. La mujer lo miró con los ojos entornados durante unos instantes y luego anotó el nombre en un cuadernito que tenía sobre la mesa.

—Usted ya ha estado aquí anteriormente —comentó, aunque no muy segura de ello.

—Pues sí, en un par de ocasiones —asintió Dunphy, incómodo—, pero eso fue hace mucho tiempo.

—Porque recuerdo el nombre, pero…

Lo miró con atención por encima de las gafas y luego meneó la cabeza.

—Lo habrá visto usted en algún archivo o algo así, porque hace años que no venía por aquí.

La empleada parecía dudar.

—Quizá.

—Pero… dígame, ¿a qué hora llega el Direktor? —preguntó Dunphy, ansioso por cambiar de tema.

—No suele llegar hasta las ocho. Pero… hoy no va a venir.

Durante un momento, Dunphy no supo qué hacer ni qué decir; no había contado con que aquel tipo no fuera a trabajar ese día.

—¿No vendrá en todo el día? —preguntó.

—Así es.

—¿Y por qué? ¿Dónde está?

—En Washington… Se ha producido una crisis. Ahora, si no le importa…

Dunphy se arriesgó a adivinar.

—Se refiere usted al asunto de Schidlof.

El semblante de la mujer se suavizó.

—Sí —contestó apoyándose en el respaldo—. Ha habido un tiroteo…

Dunphy asintió con impaciencia, como si ya hubiera oído todo aquello antes.

—En Londres —asintió impacientemente Dunphy con la cabeza. Y se dijo que tenía que seguir hablando con ella para sonsacarle más información. La mujer parecía impresionada por lo mucho que sabía Dunphy—. Por eso he venido. Pobre Jesse.

—Dicen que se pondrá bien.

—Tal vez, pero no sé si volverá a ser el mismo de antes. —Le dirigió a la mujer una mirada dubitativa—. Voy a necesitar espacio en algún despacho durante un par de días… o tal vez durante una semana —indicó—. Y línea directa con la oficina de Harry Matta en Langley.

Al oír el nombre de Matta, la mujer abrió los ojos de par en par.

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