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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (23 page)

BOOK: El último merovingio
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No obstante, una vez dentro, la humedad del canal de la Mancha se rendía a los antiguos tapices, a la luz de las velas y a una chimenea donde el fuego ardía con vigor.

—¿Necesitará ayuda con el equipaje7, señor… ?

El empleado miró de reojo la tarjeta de registro.

—Dunphy. Jack Dunphy. Y no, no vamos a necesitar ayuda; la maldita compañía aérea ha perdido nuestro equipaje. Venimos de Estados Unidos.

El empleado puso cara de contrariedad.

—Oh, vaya… bueno, seguro que tarde o temprano aparecerá —y sonrió.

Dunphy soltó un gruñido y dijo:

—Sí, sólo que ahora parece que este viaje se va a convertir en una buena ocasión para ir de compras. —Clem se balanceaba adelante y atrás sobre los talones y se esforzaba por contener el regocijo—. Porque supongo que tienen ustedes tiendas aquí. ¿O sólo hay bancos?

El empleado sonrió.

—No, no, señor. También tenemos tiendas, por supuesto. —Los dos hombres intercambiaron una triste sonrisa mientras Dunphy cogía la llave de la habitación. A continuación, el empleado le indicó—: Sólo tiene que seguir ese pasillo, señor.

Y, cruzando los brazos con una sonrisa petulante, miró cómo la pareja de norteamericanos se iba camino de la suite que les habían asignado.

La habitación era bastante grande, más estilo Ralph Lauren que Laura Ashley. Varios troncos de abedul crepitaban en la chimenea. De las paredes colgaban cuadros que representaban escenas de caza con marcos de madera oscura, y había un ramo de flores recién cortadas junto a la cama.

—¿Entonces ya habías estado aquí antes? —le preguntó Clem, que se dejó caer de espaldas en un sofá de terciopelo y se quedó mirando al techo.

—Aquí concretamente, no. Pero en Jersey, sí —dijo Dunphy, que se había acercado al minibar con intención de preparar unas copas.

—Es muy bonito.

—Aja. —Dunphy removió el Laphroaig que le había servido a ella y le pasó el vaso. Después se sentó en el suelo junto al sofá, de cara a la chimenea, y bebió un sorbo de su copa—. Pero no podemos quedarnos mucho tiempo. —Aunque no la miraba, adivinó que Clementine fruncía el ceño—. No sería seguro. A estas horas ya deben de estar buscándonos.

—¿En Jersey?

—En todas partes.

—Y en ese caso… ¿por qué no acudimos a la policía?

Dunphy suspiró.

—Porque la policía cree que yo tuve que ver con… lo que le pasó a Schidlof. Y tal vez sí tuve algo que ver, aunque fuese indirectamente. Quiero decir que yo había mandado instalar micrófonos a ese tipo.

—¿Qué?

—Que grababa sus llamadas telefónicas. Y entonces lo mataron.

Clem guardó silencio durante un momento y después empezó a decir:

—¿Por qué escuchabas…?

—No escuchaba. Sólo me encargaba de que las llamadas se grabasen.

—¿Por qué?

—No lo sé. No me lo dijeron.

—¿No te lo dijeron?

—En eso consistía mi trabajo: sólo hacía lo que me decían que hiciera.

Clem volvió a guardar silencio; pero al cabo de un rato habló de nuevo:

—Pues sigo creyendo que la policía…

Dunphy desechó aquella idea con un rápido movimiento de la mano.

—No. Si vamos a la policía intervendrá la embajada, y en menos que canta un gallo los de la embajada estarán explicándole a la policía que se trata de «un asunto de seguridad nacional». Y eso no nos conviene.

—¿Por qué?

—Porque en cuanto eso suceda me envolverán en una alfombra y me meterán en el primer avión que salga hacia Estados Unidos. —Bebió otro sorbo de whisky y lo saboreó lentamente—. Y no se trata sólo de mí: no tengo ni idea de qué podría pasarte a ti. Supongo que te encontrarías justo en el medio.

—¿Qué?

—Que ahora tú también andas metida en esto. Y eso puede ser bueno o malo, depende…

—¿Depende de qué?

—De dónde te hayas metido… y de hasta qué punto estés metida…

Siguió un largo silencio.

—Bueno… entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Clem finalmente.

Dunphy se volvió hacia ella.

—Hay que conseguirte un pasaporte…

—Ya tengo uno en casa. Podría decir que lo he perdido y…

—No —Dunphy negó con la cabeza—. El nombre que conste en el pasaporte tiene que ser otro distinto del tuyo.

—¿Cuál?

—No lo sé. Cualquiera que te guste.

La idea pareció complacer a Clem, que se puso a pensar en ello.

—¿Podría ser Veroushka?

A Dunphy lo cogió desprevenido.

—Supongo, pero… ¿por qué Veroushka?

Clem se encogió ligeramente de hombros.

—No es más que un nombre que me gusta.

—Vale… Veroushka, entonces.

—Y también me hará falta un apellido.

—Eso no supone ningún problema: los hay a millones. ¿Qué te parece Stankovic? ¿O Zipwitz?

—No, no me convence.

—¿Por qué no? ¡Veroushka Zipwitz! Suena bien.

Clementine sonrió.

—Prefiero Bell. Con una e y dos eles.

—Ya.

—Mi abuela se llamaba así.

—De acuerdo. Veroushka Bell. Me gusta. —Clementine le dio un manotazo en el hombro a Dunphy, que añadió—: No, lo digo en serio. Es estupendo.

—Vale, pues ahora que ya tenemos el nombre… ¿cómo vas a conseguirme el pasaporte?

—No hay ningún problema. Puedo hacerlo en Zurich.

—Seguro que sí. Pero no estamos en Zurich.

—Exacto —dijo Dunphy al tiempo que se ponía en pie—. Eso es lo malo.

—¿El qué? —preguntó Clem.

Dunphy no le contestó en seguida, sino que cogió otra botella del minibar.

—¿Quieres más?

—¿Qué es lo malo? —volvió a preguntar Clementine en tono exigente.

—Pues que tienes que volver a casa… pero no a tu piso. —De pronto la muchacha pareció asustada, por lo que Dunphy se apresuró a proseguir—: ¿Crees que podrías conseguir una habitación en alguna parte por unos cuantos días? Sólo hasta que yo tenga el pasaporte.

—¡No!

—Clem…

—¡No puedo!

—Sí puedes. Tienes que hacerlo. Vamos, nena… es la única manera.

Clementine le dirigió una mirada de enojo y tristeza al mismo tiempo; igual que una niña a la que su padre hubiese engañado.

Le temblaba el labio inferior y tenía el entrecejo fruncido. En otra situación habría resultado cómica.

Finalmente asintió con la cabeza.

—Iremos a hacerte unas fotos para el pasaporte y luego a cenar como es debido —sugirió Dunphy—. Mañana por la mañana te llevaré al muelle. Puedes coger el hidrofoil hasta Southend… ¿has montado alguna vez en uno? —Clem, hecha un mar de lágrimas, negó con la cabeza—. Pues seguro que te gusta; es muy emocionante. Como ir sentado dentro de una aspiradora.

La muchacha, muy a su pesar, se echó a reír.

—¿Y tú?

—Yo iré al banco. Y luego me marcharé a Francia en barco, y después en tren hasta Zurich. Hay un hotel allí, el Zum Storchen, que queda justo en el centro de la ciudad, así que no te costará nada encontrarlo. Pero necesito una dirección, algún lugar al que enviarte el pasaporte.

—Supongo que podré quedarme con mi amiga —comentó Clem—. Tiene una casa de campo cerca de Oxford.

Anotó la dirección en un trozo de papel y se la dio a Dunphy.

—Espera una furgoneta de FedEx, ¿vale?

Clem asintió.

—No me dejarás allí plantada, ¿verdad? —quiso saber.

—No —le aseguró Dunphy, negando vigorosamente con la cabeza—. Nunca más volveré a hacer eso.

En el puerto de St. Helier, el día amaneció claro y ventoso, con unas nubes suaves y lenticulares que flotaban por encima de las olas espumosas. Dunphy compró un billete para el hidrofoil y se quedó con Clementine hasta la hora de la salida.

—Te llamaré desde Suiza —le dijo, y la abrazó.

—¿No perderás el número?

—No.

—Porque si lo pierdes, no viene en la guía…

—Lo he memorizado —aseguró Dunphy. Sintió que Clementine se sobresaltaba al oír sonar la campana que anunciaba la salida del barco—. Y acuérdate…

—Sí, sí, ya lo sé. Tengo que pagar en efectivo todo lo que compre. No he de utilizar nunca el teléfono. Y no debo hablar con desconocidos.

Dunphy la besó con suavidad.

—¿Y qué más?

Clem se quedó pensándolo y luego negó con la cabeza.

—No me acuerdo.

—Mira a ambos lados antes de…

El Banque Privat de St. Helier se hallaba en un edificio de tres plantas en Poonah Road, más o menos a una manzana de Parade Garden. En una hornacina situada junto a la puerta principal se veía una placa de bronce reluciente que anunciaba la identidad del edificio y la de su inquilino, J. Picard. Al bajar del taxi a Dunphy le asaltó el olor a lúpulo procedente de la fábrica de cerveza situada a la vuelta de la esquina.

En dos años era la segunda vez que visitaba el banco. Las características de su trabajo, o del que había sido su trabajo, aconsejaban que estableciera cuantos contactos fueran posibles en los ámbitos de los bancos y las finanzas. De acuerdo con eso, se propuso expandir sus negocios, de manera que, sólo en Jersey, había abierto cerca de cincuenta cuentas en seis o siete bancos diferentes.

No obstante, solamente había visto a J. Picard en una ocasión. Justo dos años atrás, cuando se había presentado a él como nuevo cliente, había demostrado su buena fe depositando una considerable suma de dinero en efectivo y entregándole una carta de presentación que le había proporcionado un abogado de las Hébridas.

Al subir los escalones que conducían a la impresionante puerta de roble del banco, Dunphy recordó que Picard era un viejo jadeante que subía la escalera de su despacho con enorme esfuerzo; en aquella ocasión, Dunphy había temido que al viejo banquero le diera un infarto allí mismo.

—¿Qué desea?

Las palabras salieron de un telefonillo situado junto a la puerta. Dunphy se acercó a él, y hablando con suave acento irlandés, contestó:

—Soy el señor Thornley; me gustaría hablar con el señor Picard.

Transcurrió un buen rato sin que Dunphy obtuviese respuesta alguna. Como empezaba a acusar el frío, dio un paso atrás y miró a su alrededor. «Vaya manera de dirigir un banco», pensó al fijarse por primera vez en las cámaras de circuito cerrado que había en las cornisas.

—Pues esperaré aquí fuera —dijo sonriéndole a la cámara que tenía más cerca—. No tengo prisa.

Poco después la puerta se abrió con sigilo y por ella apareció una mujer mayor cuyo porte elegante no encajaba con su increíble tamaño. Dunphy calculó que debía de medir un metro ochenta, y tenía la misma constitución que un leñador. Su aspecto no era precisamente el que se esperaba de una mujer de más de sesenta años.

—¿El señor Picard lo está esperando? —preguntó.

Era la mujer con la que Dunphy había hablado por teléfono el día anterior.

—No, a menos que sea clarividente —repuso él.

La anfitriona esbozó una sonrisa y lo condujo por un pasillo estrecho de cuyas paredes colgaban cuadros de estilo oriental. La señora iba vestida con un traje pantalón negro bastante elegante y llevaba el pelo gris recogido en la nuca con un moño.

—Tenga la bondad de tomar asiento —dijo tras acompañarlo a una sala muy iluminada que daba a un jardín, ahora marchito debido a los rigores del invierno—. Le comunicaré que se encuentra usted aquí.

Dunphy siguió el consejo; tomó asiento en el sofá de piel y cruzó las piernas. En seguida oyó unos enérgicos golpes en la puerta y acto seguido entró un hombre alto que llevaba una chaqueta de pata de gallo y unos pantalones con la raya perfectamente planchada.

—¡Señor Thornley! —lo saludó.

—El mismo —asintió Dunphy, que se puso en pie y le estrechó la mano—. Pero yo esperaba ver al señor Picard…

—Pues no quedará decepcionado: yo soy el señor Picard. Es un placer conocerlo. He oído hablar mucho de usted. —Dunphy le dirigió una mirada inquisitiva—. Soy Lewis Picard —le anunció el banquero—. Con «w».

Amplia sonrisa.

Dunphy se quedó pensando unos instantes y luego empezó a decir:

—Bueno, es fantástico conocerlo, pero…

—Usted esperaba ver a Jules. ¡A mi padre!

—Exacto.

El hombre le dirigió una mirada afligida.

—Siento decirle que ha fallecido… Pero… bueno, supongo que yo también podré serle útil.

El porte enérgico de aquel hombre resultaba inquietante, y

sólo con un esfuerzo Dunphy recordó que tenía que fingir acento irlandés.

—Bueno, así lo espero —contestó—. Es decir, claro que puede usted serme útil, pero… Dios mío, ¿y cómo ha sucedido?

—¿Se refiere al viejo Jules?

—Sí.

—Pues no ha sido nada sorprendente, en realidad. Sufrió un infarto mientras subía por la escalera. Cayó rodando por ella y murió antes de llegar al suelo.

Dunphy hizo una mueca de dolor.

—¡Pobre hombre!

—Ya ve. Una lástima. Tenía mucho que dar.

—¿Y cuándo ocurrió?

—Hace un año más o menos.

—Oh, vaya. Comprendo.

Se hizo un largo silencio que finalmente Lewis Picard se decidió a romper.

—Tengo entendido que no tenía usted una relación muy íntima con mi padre.

—No —respondió Dunphy—. No lo conocía demasiado.

—Bueno, pero dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

Dunphy carraspeó.

—Pues, verá, es que me veo obligado a retirar unos fondos de su banco.

Picard fils sacó una libreta del bolsillo interior de la chaqueta. Del mismo lugar hizo aparecer una pluma estilográfica, ya sin capuchón, y se dispuso a escribir.

—Muy bien. No se preocupe, para eso estamos. ¿Y de qué cuenta se trata?

—De Sirocco Services.

Picard empezó a anotar el nombre en el cuaderno, pero luego titubeó ligeramente, como si de repente acabara de acudirle algo a la cabeza. Y además algo desagradable. Levantó la vista despacio y sonrió.

—¿Sirocco?

—Exactamente.

—Comprendo. Y… eh… ¿cuánto dinero querría retirar?

—Todo.

Picard asintió con aire pensativo.

—Si no recuerdo mal, es mucho dinero.

—Unas trescientas mil libras… o algo menos. —Dunphy dio

unas palmaditas en el portafolios que había comprado de camino al banco y añadió—: Pero creo que cabrá todo aquí.

—Bueno… —murmuró pensativo Picard al tiempo que daba rápidos golpecitos con la pluma sobre la libreta que tenía en la mano.

—¿Acaso hay algún problema? —preguntó Dunphy.

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