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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (18 page)

BOOK: El último merovingio
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—¿Lo más probable?

—¡Bueno, seguro que sí! ¡Seguro que funcionará!

Dunphy pensó en ello.

—Esa gente no perdona, Max —dijo finalmente—. ¿No puedes darme una garantía o algo así?

Max se echó a reír.

—¡Claro que sí! ¡La garantía que tú quieras! ¡Como si fuese una lavadora!

—Hablo en serio.

—Yo también —repuso Max poniéndose serio—. Pero es complicado. Es como imprimir dinero, y no sólo dólares. También francos, marcos, florines… —Cogió el pase y se lo acercó a los ojos—. ¡Mira, hay hilo! ¡Ahí!

—¿Y qué?

—Pues… que podría ser una imperfección. Pero también puede que sea un hilo de seguridad colocado a propósito. Tengo que mirarlo al microscopio. Si se trata de un hilo de seguridad, es posible que lleve algo microimpreso, ciertas palabras repetidas una y otra vez.

—¿Como qué?

Max soltó una risita.

—Como «Dispárenle a este hombre».

—Muy gracioso. —Dunphy guardó silencio durante unos instantes y luego sacudió la cabeza—. Mira, haz lo que tengas que hacer. Pero, por el amor de Dios, acierta a la primera.

—Naturalmente. No obstante… antes tenemos que hablar de dinero.

—Ya imaginaba que tendríamos que hablar de dinero. ¿Cuánto necesitas?

—Créeme, sería más fácil falsificar florines holandeses para los ciegos…

—¿Cuánto, Max?

El ruso abrió ligeramente la boca, tragó saliva y se encogió de hombros.

—Veinticinco mil.

Dunphy se quedó mirándolo fijamente.

El ruso carraspeó.

—¡Es que se trata de un trabajo muy complicado!

Dunphy lo pensó. Por una parte, aquello era un robo. Pero por otra, el dinero no era suyo.

—Tiene que quedar perfecto —le advirtió.

—¡Desde luego! Y el pasaporte… ¡eso te lo hago a precio de coste!

—¿Y cuánto es eso?

—Cinco mil.

—Muy generoso, Max.

—Gracias. Naturalmente…

—¿Qué? —inquirió Dunphy al tiempo que entornaba los ojos.

—Hay que hacer un depósito para las tarjetas de crédito. ¿Cuánto quieres dejar? ¿Cinco mil? ¿Dos mil?

—Diez mil estaría muy bien. ¿Y a cuánto nos vamos ya? ¿A cuarenta mil?

Max hizo una mueca.

—Es caro hacer negocios —explicó.

—Sí, ya me he dado cuenta —replicó Dunphy—. Pero hay otro detallito. —Max levantó las cejas en señal de interrogación—. Necesito que pongas tú el dinero por adelantado, Max. Y que luego me lleves los documentos a Zurich cuando estén terminados. No puedo volver aquí.

El ruso puso mala cara.

—Por favor, Kerry, que esto no es Telepizza.

Dunphy apuró el segundo trago de Becherovka, dejó el vaso y se puso en pie.

—Te pagaré cincuenta mil dólares; eso son diez de los grandes, más de la cantidad que me has pedido, y lo que me has pedido ha sido una extorsión. Pero tiene que salir todo perfecto. Y también rápido. Tienes que poner por adelantado el dinero de tu bolsillo para los gastos… y después llevármelo a Zurich.

Dunphy casi podía oír cómo se movían los engranajes del cerebro del ruso: ¡Ñic! ¡Ñic! ¡Ñic!

—Vale —accedió—. Por ser tú…

—Te llamaré dentro de unos días.

Max parecía dubitativo.

—Tal vez no sea bueno llamar por teléfono. Aquel gilipollas de la embajada…

—No te preocupes. Cuando llame preguntaré por una mujer, por Geneviéve. Tú dices que me he equivocado de número y cuelgas como si estuvieras cabreado. Luego, inmediatamente, coges un avión a Zurich, ¿estamos? —Max asintió—. ¿Conoces el Zum Storchen?

—Claro. Se encuentra en la parte antigua de la ciudad, junto al río.

—Bien, pues pide una habitación allí, que yo iré a verte. —Max se levantó y le estrechó la mano. Luego frunció el ceño—. ¿Qué pasa? —preguntó Dunphy.

—Que me preocupo.

—¿Por qué?

—Por ti.

Dunphy se conmovió.

—Oh, Max, por Dios…

—Es un gran problema. Los hologramas son caros. Si te matan, ¿quién me pagará a mí?

—No sé —respondió Dunphy—. Es complicado. Pero, de todos modos, gracias por preocuparte por mí.

17

Rachas de lluvia, chirrido de neumáticos, algunos aplausos, y luego la azafata dándoles la bienvenida al aeropuerto Heathrow de Londres.

Una hora después, Dunphy atravesaba el West End en la línea de Piccadilly mientras pensaba en la última vez que había cogido el metro. En cierto modo, las cosas no habían cambiado demasiado. En aquella ocasión huía de un asesinato, y ahora estaba huyendo de otro. Sin embargo, nada era lo mismo: hacía cuatro meses escapaba porque habían matado a otra persona, y ahora, en aquel tren que traqueteaba por el mismo paisaje lluvioso, huía para que no lo asesinaran a él. Ésa era la diferencia.

O debería haberlo sido. Le costaba trabajo concentrarse. Tenía la mente puesta en demasiadas cosas a la vez. Pensara en lo que pensase, la ruin escena del crimen que se había cometido en McLean acudía a su cabeza en forma de destellos.

Clementine.

Roscoe.

¿Qué haría Clem cuando lo viera aparecer por la puerta como salido de la nada? Así, sin avisar.

Estrangulado.

Dunphy tenía la esperanza de que Clementine se alegrase de verlo, pero sospechaba que no iba a ser así. Al fin y al cabo, la había dejado plantada. O eso parecía.

Allí colgado.

Y luego había que considerar «aquella situación»: Dunphy y el mundo, Dunphy contra el mundo. La mente le funcionaba a toda velocidad, como un cronómetro digital con las centésimas pasando raudas por el cristal líquido.

Viajaba con un pasaporte auténtico, lo cual tenía su parte

buena y su parte mala. Era bueno porque a los británicos no les interesaba especialmente un estadounidense llamado Dunphy. Quien les preocupaba (y había que admitir que bastante) era un irlandés llamado Kerry Thornley, desaparecido hacía unos meses. Thornley era un personaje sospechoso, cierto, pero las autoridades británicas ignoraban que tuviese relación alguna con Dunphy.

La parte mala era que la Agencia pronto averiguaría que había obtenido un pasaporte nuevo con su verdadero nombre. Entonces empezarían a buscarlo en el extranjero y, en particular, en Inglaterra. Además, Clementine también querría saber por qué ahora se hacía llamar de otro modo. Evidentemente, ésa era la parte mala del asunto, reflexionó Dunphy mientras el tren vomitaba una riada de pasajeros en Earl's Court.

Los ojos, la lengua, y la bolsa de plástico tapándole la cabeza.

Una expresión de sobresalto apareció en el rostro de la mujer que viajaba sentada frente a él, y Dunphy se percató de que había gemido en voz alta. De manera que sonrió con aire triste y murmuró:

—Una muela.

La mujer pareció aliviada al oír aquello.

Tal vez debería haber ido a las Canarias a buscar a Tommy Davis, a emborracharse y a echar un polvo. Al cabo de un tiempo, todo aquel asunto se habría olvidado, seguro.

Exacto, pensó Dunphy. Aunque… según su propia experiencia, este tipo de cosas casi nunca se olvidaban. Se tendía a quitar de en medio todo aquello que estorba; generalmente a personas. Además, no era sólo cuestión de escapar; tenía una misión que cumplir: «Cuando dé con el tipo que se ha cargado a Roscoe, lo voy a…»

¿A qué? ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a matarlo? Dunphy consideró la idea y decidió que sí. Desde luego que sí. ¿A sangre fría? Sí. Lo haría a sangre fría. Era capaz de hacerlo. Sin embargo, aquélla no era la cuestión. Lo importante no era cargarse a un tipo: el asesino de Roscoe no era más que una hormiga soldado en el ejérci­to de otro, y era a ese otro al que Dunphy ansiaba echar el guante. O para ser exactos, a esos otros, al ejército y al tipo que había matado a Roscoe.

«Cuando lo encuentre lo mataré con mis propias manos. Y después lo enterraré.» Enterrarlo era una parte importante, porque si no lo hacía, no podría mear sobre la tumba de aquel tipo.

Veinte minutos después, Dunphy se encontraba bajo la lluvia

a la puerta del edificio donde vivía Clementine; miraba hacia la ventana del segundo piso, preguntándose si Clem lo estaría viendo a él. Finalmente decidió subir y llamó a la puerta. Un par de golpes suaves. Después más fuertes.

—¿Clem? —Dunphy la llamó en voz baja, casi en un susurro—. ¿Clem?

No obtuvo respuesta.

«Vaya —pensó—. No está en casa.» Y dio media vuelta dispuesto a marcharse, a un tiempo decepcionado y aliviado. Estaba considerando la idea de volver al día siguiente, cuando de pronto oyó que se movía el pestillo y que la puerta se abría.

—¿Kerry?

Con la maleta en la mano, se volvió hacia ella y fue como si la absorbiera con los ojos: un disparo directo al cerebro. Clementine estaba durmiendo y todavía la envolvía un aura de calor y suavidad.

—Jack —le contestó mientras se acercaba a la puerta—. En realidad me llamo Jack Dunphy. —Hizo una pausa y añadió—: Se acabaron las mentiras.

, Dio otro paso hacia Clementine sonriendo como un estúpido y abriendo los brazos para abrazarla, pero la palma de la mano de Clem apareció súbitamente de la nada y le dio un bofetón en la mejilla.

—¡Ay…!

—Gilipollas —le espetó ella.

Intentó darle otra bofetada, esta vez con la mano derecha, pero Dunphy consiguió detenerla justo a tiempo y la atrajo hacia sí.

—No hagas eso —dijo—. Duele.

Sacudió la cabeza para despejarse. Luego la ira de Clementine desapareció repentinamente; los ojos se le llenaron de lágrimas al tiempo que se abandonaba en sus brazos.

—Te he echado muchísimo de menos —dijo—. Lo he pasado muy mal por tu culpa.

Entraron juntos en el apartamento y pasaron directamente del cuarto de estar a la cama. Cayeron uno en brazos del otro e hicieron el amor como dos desesperados. Y después otra vez. Luego la luz empezó a desvanecerse y Dunphy se quedó dormido. Al cabo de un rato, Clementine lo despertó.

Fueron a cenar a un restaurante griego de la calle Charlotte; en el ambiente flotaba el olor a leña y a velas. Sentados a una mesa, en un rincón, Dunphy trató de explicarle por qué había te-

nido que marcharse de Inglaterra, pero las palabras le salían casi sin sentido.

—Fue una de esas cosas que… bueno, ya sabes, es que fue algo que… bueno, a decir verdad, no pude evitarlo. Lo que quiero decir es que… las personas para las que trabajo, o para las que trabajaba…

—Eso, ¿para quién trabajabas? Porque todavía no me lo has dicho.

—Pues… bueno, en realidad se trataba de una agencia del gobierno.

—Así que eres espía.

—No —respondió Dunphy, negando con la cabeza—. Antes era espía. Ahora estoy…

No sabía cómo terminar la frase.

—¿Estás qué?

—Bueno… pues creo que podríamos decir que ahora estoy sin empleo.

—¿Estás en el paro, entonces?

—Sí. Eso es, exactamente. Estoy parado. Estoy completamente parado.

La muchacha inclinó la cabeza a un lado y lo miró.

—¿Y eso qué significa exactamente… en el negocio del espionaje?

—Pues algo muy a parecido a lo que significa en los demás trabajos. —De pronto Dunphy se inclinó hacia ella con una sonrisa de complicidad y le confío en voz baja—: El camarero se ha enamorado de ti.

Clem le dirigió una mirada de reproche.

—No cambies de tema.

—No me queda más remedio.

—¿Por qué?

—Porque hay una cosa llamada «necesidad de saber».

—¿Y qué?

—Pues que tú no la tienes.

Clementine frunció el ceño.

—Ya veremos —repuso.

Y luego ambos guardaron silencio. Al cabo de un rato, y aparentemente sin que viniera a cuento, Dunphy le preguntó:

—¿Sigues yendo a clase en el King's?

—Aja —asintió ella.

—Me acuerdo mucho de aquel profesor, ya sabes… aquel que

murió, el viejo. ¿Cómo se llamaba…? Schidlof, me parece. ¿Crees que podría hablar con algún alumno suyo?

—No sé —dijo Clem saboreando una aceituna—. Tal vez. ¿Sabes quiénes son, conoces a alguno?

—No, no tengo ni idea —le confió Dunphy—. ¿Cómo voy a saber yo eso?

Ella se encogió de hombros.

—Tú eres el espía, no yo. Creía que la CÍA lo sabía todo.

—Sí, bueno, quizá, pero… bueno, en este momento no estoy en situación de hacerle preguntas a la Agencia. Pero… tal vez exista alguna lista. ¡Quiero decir que la facultad bien sabrá quién cursa cada asignatura!

—Pues claro. Pero yo no conozco a nadie que trabaje en la secretaría, y aunque conociera a alguien, ése es un asunto privado. Nunca me proporcionarían la lista. —Hizo una pausa—. ¿Por qué sonríes?

—Por la manera como has pronunciado «privado». Con una «i» muy suave.

—¿Y eso te hace gracia?

—Sí.

Clementine puso los ojos en blanco.

—Pues entonces te conformas con poco, ¿no?

El camarero les llevó a la mesa unos platos de moussaka, dolmades y hummus, y llenó la copa de Dunphy con un vino amarillo pálido que sabía a laca. Se hizo un cómodo silencio mientras la pareja disfrutaba de la comida y de la mutua compañía. De pronto Clem levantó la vista del plato, se inclinó hacia adelante y exclamó:

—¡Simón!

—¿Qué?

—¡Simón!

Dunphy se volvió.

—¿Qué tengo que hacer? ¿Cerrar los ojos? ¿Darme la vuelta? ¿Qué?

—Simón asistía a unos cursos de psicología. Es un departamento bastante grande, pero… es muy posible que fuese alumno de Schidlof.

—¿Podrías llamarlo?

Clem negó con la cabeza.

—No creo que Simón tenga teléfono. Y, además, no sé cómo se apellida.

Dunphy se encogió de hombros.

—Eso va a dificultar las cosas.

—Aunque podríamos ir a verlo.

—¿Adonde?

—Al mercado de Camden Town. Sus padres tienen allí una especie de tienda de artículos de segunda mano. Apliques de fontanería, uniformes viejos… ese tipo de cosas.

—¿Me lo presentarás? —quiso saber Dunphy.

—Con una condición… que me compres una chaqueta del sargento Pepper…

El domingo hacía frío y el viento helado soplaba feroz cuando salieron del metro. Mientras subían por la escalera mecánica, Dunphy y Clementine iban abrazados, protegiéndose el uno al otro de aquella galerna.

—Mierda —exclamó Clem—. ¡Ya me estoy congelando y todavía no hemos salido a la calle!

Se cogía del brazo de Dunphy con ambas manos, como si temiera que fuera a escapársele, y bailoteaba sin parar para que no se le helasen los pies.

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