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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (14 page)

BOOK: El último merovingio
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era un cebo que la Agencia había puesto allí para él, ¿de dónde habían sacado todas aquellas cosas, los objetos en los que basaba su historia? La fotografía de Rhinegold y Brading en el campo de trigo («¡Ja, ja, ja!»), por ejemplo, o la identificación de MK-IMAGE. Harry Matta no habría permitido que Dunphy se llevara consigo una cosa como aquélla… aunque se tratase nada más de una simple falsificación. Y tenía que ser una falsificación, porque si no…

Si no, era todo demasiado increíble.

Veinte minutos después, Dunphy abandonó la autopista George Washington y se metió por el bulevar Dolley Madison. Pasó por delante del cuartel general de la CÍA y se dirigió a través de McLean hacia Belleview Lañe. Fue entonces cuando vio las luces que parpadeaban entre los árboles y notó que se le formaba un nudo en el estómago. Luces rojas, luces azules… eran las luces de la policía.

Luces que significaban que había problemas.

Luego, cuando se acercó más a la casa, oyó los crujidos de los transmisores de radio, y notó que algo le oprimía el pecho. Había un par de coches patrulla en el camino y una ambulancia estacionada cerca de la puerta trasera. En el césped del jardín había un sedán gris en cuyo asiento delantero se hallaba sentado un hombre; fumaba, pero estaba muy oscuro y no pudo verle el rostro. Al llegar al camino de entrada, apagó el motor, puso bruscamente la palanca del cambio en posición de aparcamiento, bajó del coche y corrió hacia la casa haciendo caso omiso de un policía que intentaba decirle algo a gritos.

Casi arrancó de cuajo la puerta mosquitera al entrar como una exhalación en la sala de estar, donde un técnico de la policía científica comprobaba sus anotaciones y hablaba con el fotógrafo.

—¿Dónde está Roscoe? ¿Dónde cono…?

Un hombre alto ataviado con un traje negro barato salió de la cocina. Debía de medir un metro noventa; llevaba una camisa blanca y chalina, y tenía unas ojeras que parecían moratones. Colgada del cuello llevaba una cadena con su tarjeta de identificación plastificada. Dunphy se dirigió hacia él tratando de leer la identificación.

—¿Quién es usted? —le preguntó el del traje.

—Vivo aquí —le contestó Dunphy—. Pero ¿dónde cono está Roscoe?

Dunphy vio las palabras «Acceso especial» en la tarjeta de

identificación, y el hombre del traje se la metió por dentro de la chaqueta.

Los policías se miraban unos a otros con apuro. Uno de ellos tosió y cuando Dunphy se volvió hacia él se percató de que los ojos del técnico miraban en dirección a la mesita del café. Encima de la misma, junto a la revista Archaeus, había media docena de Polaroids. Dunphy se acercó a las fotografías, cogió una y la miró.

—Lo ha encontrado la mujer de la limpieza —le indicó el policía.

El del traje asintió.

—Se lo han llevado de aquí hace una hora —explicó. Y luego añadió con voz que reflejaba auténtico pesar—: Usted debe de ser Dunphy.

Él no dijo nada. No podía. La fotografía que acababa de ver lo había dejado sin aliento. En ella se veía a un hombre desnudo, excepto por unas medias de rejilla, colgado por el cuello de una serie de poleas en lo que sin lugar a dudas era el armario ropero de Roscoe. La cabeza de aquel hombre —la cabeza de Roscoe— estaba cubierta con una bolsa de plástico transparente que se había atado con lo que parecía una goma elástica. Los ojos se le habían salido fuera de las órbitas. La lengua le colgaba. Un hilillo de baba le caía por el mentón. En el suelo, justo debajo de los pies, se veía un taburete volcado, un libro en edición de bolsillo y varias revistas esparcidas por todas partes.

—¡Qué cojones…! —exclamó Dunphy en voz baja.

Y al mismo tiempo dejó caer la foto. Luego cogió otra: era un primer plano de una publicación pornográfica llamada Blue Boy; quedaba justo debajo de los pies de Roscoe, que se balanceaban en el aire. Al lado de la revista se veía el libro en edición de bolsillo, cuyo título era El mejor amigo del hombre.

—Ha sido un suicidio erótico, narcisista —declaró el hombre del traje.

Dunphy no sabía qué hacer. Dejó la fotografía sobre la mesa y cogió la revista Archaeus. La abrió. La cerró. Se sentó. Se levantó. Dio tres pasos en una dirección y otros tres en la contraria. Finalmente comentó:

—No me lo creo.

—¿Cómo?

—Que no me creo que Roscoe se haya suicidado. De esta manera, no.

El hombre del traje se encogió de hombros.

—Bueno, a lo mejor simplemente se excedió. Según tengo entendido, cuanto más cerca se encuentra uno de la asfixia, más placer se obtiene. Pero es muy fácil pasarse de la raya. —Hizo una pausa y volvió a encogerse de hombros—. Eso es lo que me han contado.

Dunphy sacudió la cabeza.

—Él nunca habría hecho esto. ¡No habría sabido hacerlo! Quiero decir que él nunca veía el programa de Oprah ni nada parecido. Esa clase de cosas estaban… ¡todo eso quedaba fuera de su comprensión!

El técnico de la policía científica se encogió de hombros.

—Nunca se sabe —comentó.

—¡Yo compartía la casa con este hombre! —replicó Dunphy elevando la voz—. Con el tiempo se acaba por conocer a las personas. Y, de todos modos, una persona a quien le gusta esta clase de basura… ¡no busca a alguien con quien compartir la vivienda! ¿Comprenden lo que quiero decir?

El hombre del traje negro carraspeó para aclararse la garganta.

—Tal vez podría usted contarnos dónde ha estado hasta ahora… —Al ver que Dunphy lo miraba furibundo, el hombre retrocedió un par de pasos—. Bueno, sólo durante las últimas veinticuatro horas.

Dunphy ignoró la pregunta.

—¿Quién es el tipo que está ahí fuera? —preguntó.

—¿Quién?

—¡El que está sentado en el interior de ese coche, sobre el césped del jardín!

—Se refiere al lisiado —sugirió el fotógrafo.

El del traje le echó una mirada de reproche y luego se volvió de nuevo hacia Dunphy.

—Ya hablaremos de eso más adelante —declaró—. Digamos que ese hombre nos ayuda a averiguar qué ha pasado aquí. —Hizo una breve pausa y luego le preguntó con voz servicial—: Y dígame, ¿ha estado usted de viaje?

—Vayase a la mierda —contestó Dunphy rápidamente—. Usted no es policía.

El del traje se crispó.

—Eso es cierto —explicó—. Pertenezco a la misma Agencia que usted.

—Ya no.

Dunphy giró sobre sus talones y salió de la casa caminando a

grandes zancadas. La puerta mosquitera se cerró a su espalda con un portazo.

—¡Eh! —le gritó el del traje—. ¿Adonde va? No he acabado con usted. ¡Eh! ¡Usted vive aquí!

«Ya no —pensó Dunphy—. Jack Dunphy se ha ido. Jack Dunphy se ha mudado a otra parte.»

La punta de un cigarrillo brilló en el interior del sedán gris mientras Dunphy se dirigía a grandes pasos hacia su coche. Arrojó la revista Archaeus encima del asiento —no se había percatado de que todavía la llevaba en la mano— y subió al coche. Cinco minutos después se encontraba en la carretera de circunvalación y diez minutos más tarde salía de la misma.

Y eso es lo que estuvo haciendo durante más o menos hora y media para burlar la vigilancia: cogía la carretera de circunvalación, la dejaba y volvía a cogerla. Después abandonó esa carretera y se fue a buscar otras menos transitadas en las cuales cambiaba inesperadamente el sentido de la marcha con las luces apagadas. Se dirigió al sur, luego al este, después al norte, de nuevo al sur, arriba y abajo… hasta que por fin, a la una de la madrugada, se convenció de que nadie lo seguía.

Mientras conducía hacia el norte por la 1-95 se percató por primera vez de que en algún punto a lo largo del recorrido había empezado a respirar con dificultad; estaba muy nervioso. Tenía las palmas de las manos húmedas y se sentía algo mareado; tan pronto estaba aturdido como completamente despejado. Así se sentía uno cuando tenía miedo, en eso consistía estar asustado, como si a uno le chisporrotease un fusible dentro del corazón.

Mientras tanto seguía conduciendo sin dirigirse a ningún lugar en particular, simplemente para alejarse de aquella atrocidad, de aquel espanto que resultaba también aterrador, porque Dunphy tenía la certeza de que no sólo habían decidido asesinar a Roscoe, sino de que también lo habrían matado a él si no se hubiese encontrado casualmente en Kansas.

Dos horas más tarde detuvo el coche en un bar de camioneros cerca del puente Delaware Memorial y le hizo una llamada telefónica a Murray Fremaux. El teléfono sonó seis o siete veces, y entonces oyó la voz de Murray, somnolienta y con cierto matiz de alarma:

—¿Diga?

—Murray…

—¿Quién es?

—Jack.

—¿Jack? Santo Dios… ¿qué hora es?

—Creo que son las tres de la madrugada.

—Pues…

—No hables. No digas nada.

Dunphy notó que Murray contenía el aliento. Percibió que su amigo se había despejado de pronto.

—Tengo que desaparecer cuanto antes —le confió Dunphy. Guardó silencio durante unos instantes y luego añadió—: Roscoe ha caído.

—¿Qué?

—He dicho que mi compañero de casa ha caído.

—Oh… oh, mierda.

—Sólo quería decirte que tengas cuidado, que tengas mucho cuidado.

La respiración de Murray se volvió temblorosa al otro extremo del hilo telefónico. Había un silencio perfecto, digital, un silencio que casi podía oírse.

—Te oigo perfectamente por esta línea —comentó Dunphy, aparentemente sin venir a cuento.

—Sí —convino Murray—. Es como si estuvieras en la habitación de al lado.

«¡Mierda! —pensó Dunphy—. Eso es que ya le han intervenido el teléfono.»

Y colgó violentamente el auricular y se dirigió hacia el coche a la carrera.

No podía quitarse de la cabeza aquellas fotografías Polaroid. No quería pensar en ellas, pero allí estaban, las tenía como pegadas por el interior de los párpados. Y en una de ellas, la de la revista porno, había algo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza. El mejor amigo del hombre. Dunphy había visto antes ese libro, pero no era capaz de recordar dónde, y eso lo estaba volviendo loco. Lo tenía en la punta de la lengua…

Al cruzar el límite entre Delaware y New Jersey trató de no pensar más en aquel libro. A veces, si uno los dejar correr libremente, los recuerdos afloran por sí solos. Así que apartó la Polaroid de la mente y se puso a pensar en otra cosa. ¿Qué era lo que había dicho aquel policía? Algo sobre un lisiado. «Se refiere al tipo lisiado.» Eso era lo que había dicho, hablando del individuo del sedán gris, el que fumaba dentro del coche.

De pronto Dunphy recordó dónde había visto antes aquel libro. Pertenecía al encargado del polígrafo, al del pie deforme. De

él era de quien hablaba el policía. Aquél era el tipo que se encontraba en el interior del sedán gris.

Un par de meses antes, aquel libro se había utilizado como instrumento para elevar el grado de ansiedad de Dunphy, para aumentar la tensión en la sala. Así es como trabajan los que manejan el polígrafo. No les conviene que el sujeto se encuentre relajado, porque la relajación siempre produce resultados ambiguos. Los individuos relajados generan unas gráficas suaves, poco definidas, así que los examinadores hacen cuanto pueden por aumentar la tensión, con el fin de que las mentiras resulten más evidentes.

Y el sexo es siempre el medio más seguro de elevar la tensión.

Aquello era bastante justo, pensó, pero en esta ocasión se había utilizado el libro para algo distinto: lo habían empleado como prueba de la supuesta perversión de Roscoe, y como tal, alimentaba la idea de que su muerte había sido una especie de suicidio. O, si no un suicidio, un vergonzoso incidente que los amigos y la familia de Roscoe no se sentirían demasiado inclinados a investigar.

Todo ello sugería que a su amigo lo habían asesinado aquellos tipejos de las bolas de metal y las chalinas: Rhinegold y Esterhazy, y el hombre del traje. Aquel pensamiento le estuvo rondando por la cabeza durante el tiempo que tardó en recorrer ciento cincuenta kilómetros; le daba vueltas en la mente sin parar, mientras Dunphy se preguntaba qué iba a hacer al respecto. Miraba una y otra vez el espejo retrovisor en busca de algún coche sospechoso, pero no lo seguía nadie. Sólo él y la carretera que se extendía delante, los coches con los que se cruzaba y, de tanto en tanto, alguna valla publicitaria que le llamaba la atención. Como la que se encontraba a la salida de Metuchen, que decía:

¡no te dejes secuestrar!

¡contrata los servicios de lo-jack!
[1]

(sabemos dónde vives)

«Vete a la mierda —se dijo—. ¿Cómo puedes ser tan estúpido?»

15

«No me extraña que nadie me siga. Están todos sentados en el Centro de Comunicaciones comiendo rosquillas y bebiendo café, con los pies encima de la mesa; delante de ellos hay un mapa de la costa este colgado de la pared. Se lo están pasando en grande viendo cómo la señal del transmisor se dirige hacia el norte por la autopista de peaje de Jersey en dirección a Nueva York.» Debían de haber reído como locos hacía un par de horas mientras él trataba de darles esquinazo entrando y saliendo en zigzag de la carretera de circunvalación en su intento de despistar a un perseguidor inexistente.

Dunphy se sentía furioso consigo mismo.

¿En qué cono estaría pensando? El uso de transmisores era muy habitual: el FBI los utilizaba con frecuencia, y no sólo contra los rusos. Seguro que habría por lo menos cien incautos en la ciudad con transmisores conectados en los balancines o en alguna otra parte del vehículo. Dunphy había dejado durante meses el coche estacionado en el aparcamiento G, a menos de cien metros del cuartel general. Y en ese tiempo se había convertido en la pieza central de una investigación que, obviamente, dirigían unos psicópatas. ¿Cuántas probabilidades había de que le hubieran instalado un transportador en el coche? Muchas.

Al ver el letrero indicador del aeropuerto de Newark, Dunphy salió de la autopista mientras pensaba: «Una vez que la señal deje de moverse, empezarán a buscar el coche. Y lo encontrarán en el aparcamiento del aeropuerto. Entonces comprobarán las listas de pasajeros de todas las líneas aéreas, los primeros vuelos de la mañana y los destinos de los mismos. Y en un momento u otro empezarán a seguirles el rastro a mis tarjetas de crédito y encontrarán mi pista por las transacciones que haga. Finalmente, ya sea esta semana o la que viene, darán conmigo. Y ahí acabará todo. Ése será el fin.»

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