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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (13 page)

BOOK: El último merovingio
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—¿Qué cojones es eso?

—No diga palabrotas —lo regañó Brading.

Dunphy se quedó sorprendido y tardó en reaccionar, pues no había oído esas palabras desde que tenía doce años. Se quedó mirando la pantalla del televisor. El… objeto que había sobre la mesa estaba desnudo y no era del todo humano. O puede que en su mayor parte fuera humano y se hallase sencillamente muy de­formado. En cualquier caso, estaba muerto. El tipo del traje aislante le estaba haciendo la autopsia.

Dunphy respiró profundamente. El ser que se encontraba tendido sobre la mesa era asexuado, o al menos eso parecía. Tenía dos piernas, una de las cuales estaba destrozada por completo a la altura de la rodilla derecha, y dos brazos. Se percató de que le faltaba la mano izquierda, como si la hubiera perdido en un accidente, y que tenía un dedo de más en la derecha. Dirigió la mirada hacia el rostro de aquella criatura y advirtió que las orejas eran demasiado pequeñas y que los ojos, negros y sin fondo, parecían increíblemente grandes. La boca, por otra parte, tenía más o menos el tamaño de un agujero de bala y era igual de redonda. No se veían labios.

Poco a poco la cámara hizo un primer plano de las manos del cirujano, y el enfoque se volvió más claro cuando éste extrajo una masa gris del pecho de la criatura y la depositó en una bandeja de acero inoxidable. Dunphy no sabía qué era aquella masa; parecía alguna clase de órgano, pero… ¿cuál? No obstante, ahora eso no importaba demasiado; había algo aún más interesante sobre lo que preguntarse:

—¿Dónde tiene el ombligo? —Al oír la pregunta, Brading hizo un gesto impaciente con la mano para que Dunphy se callara—. Pero es que no tiene ombligo —repitió—. Y tampoco pezones.

Brading asintió sin manifestar mayor interés por la pregunta y comenzó a señalar repetidamente hacia la pantalla del televisor con el dedo.

—¡Ahí! ¿Lo ve? —le indicó con súbita excitación.

Dirigió el mando a distancia hacia el televisor y congeló la imagen.

Dunphy estaba confuso, sumido en una especie de neblina.

—¿Si veo qué?

—¡Despierte! ¿Qué tiene de raro esta imagen?

Dunphy no sabía de qué le estaba hablando.

—¿Que qué tiene de raro? ¡Pues todo! Ese tipo no tiene ombligo, ni tetas. Y tiene seis dedos…

Brading se echó a reír.

—No, no, no —lo interrumpió—. ¡Todo eso es normal! —Señaló con el dedo hacia el televisor—. Me refiero al cable del teléfono que se ve al fondo. Mírelo.

Dunphy así lo hizo. Había un teléfono de pared al fondo; se hallaba colgado por encima de una bandeja de instrumental quirúrgico y…

—¿Y qué?

—Pues que AT&T no empezó a fabricar cables extensibles, de tirabuzón, como ese que se ve ahí, hasta principios de los años cincuenta, hasta el 51 o el 52. Y se supone que esto se filmó en el año 47. Por eso esta grabación acabó eliminándose de la versión definitiva de la película. Costó un millón y medio de dólares ha­cerla y luego tuvieron que desecharla. ¡Y todo por culpa de un cable de teléfono! ¿Puede usted creerlo?

Brading se echó a reír, y Dunphy también soltó una risita para manifestar que estaba de acuerdo con él.

—¿Cómo la ha conseguido usted?

Brading se encogió de hombros.

—¿En confianza? —Dunphy dijo que sí con la cabeza—. Me la envió uno de los chicos.

—¿De Optical Magick?

Brading asintió.

—¡Menuda metedura de pata! Hubo personas que se molestaron mucho por ello, que se enojaron. ¡Y personajes muy importantes! De Washington. Y con razón. Quiero decir… ¿tiene usted idea de lo difícil que resulta conseguir el material de Kodak para filmar? Material fiable, que podría haberse usado en el año 47.

—No —respondió Dunphy.

—Bueno, pues es muy difícil, por decirlo de alguna manera. —Brading apagó el televisor y lo miró—. ¿De qué hablábamos?

Dunphy tardó unos breves instantes en responder. Finalmente dijo:

—De Snippy. Es decir, del ganado.

—¡Ah, sí! Iba a decirle que lo único que nadie se creyó fue la explicación oficial.

Dunphy se quedó momentáneamente perplejo, pues le resultaba muy difícil dejar a un lado el tema de las mutilaciones de ganado para ocuparse de la patraña de la autopsia y volver después otra vez a lo de las reses.

—¿A qué explicación se refiere? —quiso saber—. ¿La explicación de qué?

—De las mutilaciones —aclaró Brading—. Porque los animales depredadores… ésa fue la explicación oficial acerca de la causa de las muertes, no actúan así. Además, un par de personas vieron los helicópteros y la noticia salió en los periódicos.

Dunphy se quedó pensando durante unos instantes y después preguntó:

—¿Qué hacían ustedes con los órganos?

—Nos los llevábamos. Es decir, contábamos con algunos técnicos quirúrgicos. No eran propiamente médicos; aquellos muchachos eran más bien veterinarios. O técnicos sanitarios tal vez. Supongo que auxiliares de veterinaria sería la manera más exacta de denominarlos.

—Pero… ¿qué hacían con ellos?

—¿Con qué?

—Con los órganos.

—Ya se lo he dicho: los órganos no eran el objetivo. Se trataba sólo de una consecuencia; daños colaterales, como las vacas. Pero ya que tiene usted interés en saberlo, le diré que los incinerábamos.

—De manera que no los estudiaban ni nada por el estilo.

—No, claro que no. Sólo los extraíamos y los quemábamos. —Brading hizo una pausa—. Excepto…

—¿Excepto?

—Excepto en un par de ocasiones… nos quedamos con algunos despojos y los cocinamos.

—¿Algunos despojos?

—Sí. Como los sesos. La glándula llamada timo, para ser exactos. Yo soy muy buen cocinero.

Dunphy asintió.

—Y calculan que así fue como cogí la enfermedad, a causa de esos despojos precisamente. Porque se transmite por los sesos.

Dunphy volvió a asentir. Permaneció sentado en silencio, con el bolígrafo en el aire por encima del cuaderno. No sabía exactamente qué escribir. Finalmente guardó el bolígrafo, cerró el cuaderno y dijo:

—No lo entiendo. ¿Qué se proponían?

Brading levantó las manos fingiendo que se rendía.

—¿Y cómo voy a saberlo yo? A mí me daba la impresión de que se trataba de distraer a la gente. De asustarla, tal vez. De dar que hablar. El caso es que eso fue lo que sucedió, y me parece que fue todo un éxito, de lo contrario no nos habrían tenido veinte años haciéndolo. No sé si usted se enteró en su momento, pero las mutilaciones de ganado fueron noticia durante mucho tiempo.

Dunphy asintió.

—¿Y ya está? ¿Toda la misión consistía en eso?

—Mientras yo formé parte de ello, a eso es a lo que nos dedicábamos. Más tarde, en los últimos tiempos en que presté servicio, empezamos a hacer… no sé cómo los llamaría usted… dibujos en los campos de trigo.

—¿Qué clase de dibujos?

—Geométricos. Trazamos algunos círculos y después otros que eran… no sé, más bien artísticos. La Agencia los llamaba «agriglifos». Por aquella época, yo ya estaba muy enfermo. Tuve que jubilarme. Pero el objetivo seguía siendo el mismo. Tampoco entonces dejábamos ninguna huella.

Dunphy permaneció en silencio durante un buen rato; la cabeza le daba vueltas como las brújulas en el Polo Sur. Finalmente se puso en pie.

—La limonada estaba muy buena.

—Gracias.

—No creo que haya ningún problema con su pensión.

—Qué bien. Empezaba a preocuparme.

—No ha sido más que…

—El cumplimiento del deber.

—Exacto. Llamaré a los de la Oficina de Contabilidad General mañana por la mañana, les explicaré lo sucedido y arreglaré las cosas. No creo que lleguen siquiera a ponerse en contacto con usted.

—Estupendo.

—Pero…

—¿Qué?

Dunphy le señaló con un movimiento de la cabeza la tela negra que colgaba de la pared.

—¿Le importa si…?

Brading siguió la mirada de Dunphy e hizo ademán de protestar, pero finalmente se encogió de hombros.

—No veo por qué no. Adelante. —Dunphy se acercó a la tela y la levantó—. Todo es confidencial, está clasificado —explicó Brading; y se acercó a él con la silla de ruedas—. La condecoración Purple Heart me la concedieron a causa de mi enfermedad; puede leer la mención honorífica que hay debajo. La medalla de es­pionaje fue un premio a toda mi carrera profesional. Y…

—Lamento haberlo visto.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? —exclamó Brading, perplejo.

—Pues porque no puede conservar usted eso —declaró Dunphy.

—¡Y una mierda! ¡Son mis medallas!

—No me refiero a eso. Las medallas puede quedárselas. ¡Me refiero a esto!

Dunphy descolgó de la pared un pequeño cuadro y dejó caer de nuevo la tela negra sobre las condecoraciones. El marco contenía un pase de seguridad plastificado de unos seis centímetros por diez junto con una cadena para llevarlo alrededor del cuello. En el ángulo superior izquierdo del pase había un holograma borroso, y en el inferior derecho, la huella de un dedo pulgar. En el centro se veía la fotografía de Brading y debajo de la misma se podía leer:

MK-IMAGE Programa de Acceso Especial

E. Brading *ANDRÓMEDA*

—Lo siento, pero… —se excusó Dunphy. —Oh, vaya…

—Tengo que devolver esta identificación a Washington.

—¡Es que se trata de un recuerdo! —Brading parecía muy afectado.

—Lo sé —convino Dunphy, conmiserativo—. Pero de eso se trata precisamente, ¿no le parece? No podemos dejar que esta clase de recuerdos anden desperdigados por ahí. Piénselo. ¿Y si le robasen? ¿Y si cayera en manos inapropiadas?

Brading soltó un bufido.

Dunphy metió la identificación, con marco y todo, en el maletín que había llevado consigo y lo cerró.

—Bien —dijo poniendo cara de satisfacción—. Gracias por la limonada. —Le dio unas palmaditas en el hombro al anciano—. Creo que es hora de que regrese a Dodge.

Los dos hombres sonrieron durante unos instantes; luego Brading se puso serio al ver que Dunphy echaba a andar hacia la puerta.

—¿No deberíamos rezar antes?

Dunphy creyó que no lo había entendido bien.

—¿Cómo?

—Le he preguntado si no quiere rezar antes de marcharse.

Dunphy se quedó mirando al viejo durante un rato, esperando a que sonriera. Finalmente dijo:

—No, lo siento… Tengo que coger un avión.

Brading parecía decepcionado… y no sólo decepcionado; había algo más en su expresión: desconcierto, tal vez, o recelo. Algo parecido.

14

El estado de ánimo de Dunphy siguió la misma trayectoria que el 727 en el que viajaba. Se elevó precipitadamente durante el despegue («¡Optical Magick! ¡Pim-pam-pum!»), se niveló en algún momento mientras sobrevolaban Indiana («En los últimos tiempos en que presté servicio empezamos a hacer esos dibujos en los campos de trigo…») y comenzó el descenso al acercarse a Washington. («También hicieron lo de Medjugorje.») Cuando aterrizaron, Dunphy estaba de un humor de perros.

Aquel viejo le había contado el cuento chino más disparatado que jamás había oído. («Tremonton. Gulf Breeze… Lo más grande fue obra suya.») ¡Y él se lo había tragado todo! Allí sentado, en mitad de Kansas, escuchando a Brading, Jack Dunphy se había creído todas y cada una de las palabras que había pronunciado aquel hombre. Y ahora, mientras salía de la terminal, se burlaba de su propia credulidad. ¡Una Virgen de quince metros flotando por encima de las copas de los árboles de la jungla…!

Se dirigió a pie al aparcamiento para estancias cortas mientras maldecía por lo estúpido que había sido. Sin embargo, ya no había nada que hacer. El asunto Brading se había quedado en agua de borrajas, pues no había sido más que una completa patraña. Resultaba del todo evidente que los de Personal de Investigación de Seguridad se habían dado cuenta de la pequeña estratagema que Dunphy había urdido para acceder a la información, de manera que le habían puesto un cebo para averiguar quiénes lo estaban ayudando. De alguna manera, habría llegado a sus oídos que Murray y él habían estado hablando y, una vez enterados de esto, habrían tomado la determinación de introducir en los archivos del Pentágono una única referencia al 143.°. Debieron de calcular —acertadamente— que Fremaux la encontraría y

se lo contaría a Dunphy, y que entonces él cogería inmediatamente un avión con destino a Kansas, donde habría un actor esperándolo para contarle una sarta de disparates. De este modo, si alguna vez Dunphy intentaba comprobar si todo aquello era cierto, quedaría como un lunático que iba por ahí persiguiendo ovnis y reses mutiladas.

Sin duda eso era lo que había sucedido, pensó mientras cogía el ascensor para subir hasta el último piso del aparcamiento. Matta quería hacerlo pasar por loco para que, si por casualidad se tropezaba con alguien que realmente tuviera que ver con el asesinato de Schidlof, no quisiera escucharlo. Lo más lógico es que pensaran que había perdido la cabeza.

«Bueno —se dijo Dunphy—, pero eso no me va a pasar. No estoy chiflado. Lo que estoy es… paranoico. Total y absolutamente paranoico.»

Encontró el coche en donde lo había dejado, subió al vehículo y encendió el motor.

«Tienes que dejar esta mierda —se dijo—. Sólo te traerá problemas. Nada más.»

De todos modos, aquel asunto se le escapaba de las manos. Roscoe y él se habían convertido en personas non gratas en la Agencia, y el acceso que tenían ahora al material confidencial era nulo. El plan les había estallado en las narices, y sólo era cuestión de tiempo que los despidieran a ambos, si es que no los habían despedido ya.

Así que a eso se resumía todo. En efecto, aquella historia había despertado la curiosidad de Dunphy. Aunque seguía preguntándose por qué su vida había tomado aquel rumbo, lo cierto era que había sido así y no podía hacer nada para evitarlo. Ya no. Había llegado el momento de seguir adelante. Los acontecimientos debían seguir su curso.

No obstante, mientras maniobraba para salir del aparcamiento y se internaba en el tráfico que regresaba del aeropuerto, Dunphy pensó que todo aquello no podía tratarse simplemente de una trampa; no era posible. Las únicas personas con las que Dunphy podía contar eran Roscoe y Murray, y si la Agencia ya estaba al corriente de ello, ¿qué necesidad tenía de mandarlo a Kansas?

Además, Brading había sido bastante convincente. No había titubeado antes de responder. Aquello del helicóptero que fabricaba nieve… no podía haberse inventado eso. O al menos no lo había improvisado. ¿Y todos los pequeños detalles? Si Brading

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