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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (11 page)

BOOK: El último merovingio
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Dunphy hizo lo que le decía. La fotografía parecía igual que las demás, sólo que los ojos eran más grandes; las pupilas estaban dilatadas.

—Dele la vuelta —le pidió Matta.

Dunphy así lo hizo.

Respuesta del sujeto:

«Lo siento, no sé dónde está Davis.»

(Para) Rhinegold, Esterhazy

«Mierda.» La palabra le estalló dentro de la cabeza como un gong, y durante un momento Dunphy temió que Matta la hubiese oído. Pero no, el viejo seguía sentado en el sillón con las mejillas estiradas hacia atrás en una especie de rictus geriátrico. Dunphy le dio la vuelta a la fotografía y miró sus propios ojos. ¿Dónde estaría oculta la cámara? Al instante se le ocurrió la respuesta: en la bola de metal de la chalina de Esterhazy.

—Esto es una patraña —exclamó Dunphy—. Yo no le he mentido a nadie.

Matta, que tenía una expresión pensativa, dio una calada de la pipa y luego se inclinó hacia adelante y le dijo a Dunphy en tono confidencial:

—Creo que unos días de vacaciones le vendrán a usted muy bien, ¿no le parece, Jack? Concédanos algo de tiempo para tomar una decisión. —Al ver que Dunphy hacía ademán de protestar, Matta lo disuadió con un gesto—. No tiene por qué preocuparse… no tardaremos mucho. Pondré a trabajar a mis mejores hombres. Se lo prometo.

13

Dunphy recogió el correo del buzón situado en la entrada para los coches, estacionó el vehículo y entró en la casa. Era un chiste muy sobado, pero no pudo evitar decir en voz alta:

—¡Ya estoy en casa, cariño!

Roscoe estaba sentado a la mesa del comedor, leyendo la revista Archaeus. Aceptó la broma con una sonrisa no demasiado entusiasta y dijo:

—Me han dado una excedencia administrativa.

—Dios mío. ¿De modo que es así como lo llaman? —comentó Dunphy—. A mí también.

—¿Quieres saber la verdad? —le preguntó Roscoe—. Matta me ha metido el miedo en el cuerpo. Estoy pensando en solicitar la jubilación anticipada.

—«Pero Roscoe… si apenas lo conocíamos a usted.» —Roscoe se echó a reír entre dientes al oír la imitación—. Mira, lo siento de veras —le aseguró Dunphy—. Yo te metí en esto. —Se hizo un largo silencio—. No sé qué más decir. Supongo que ha sido culpa mía.

Roscoe se encogió de hombros.

—No te preocupes. Si quieres saber la verdad, nunca se me ha valorado mucho como espía. —Dunphy negó con la cabeza dispuesto a rebatirle aquella idea—. ¡No, hablo en serio! Me pasaba la vida distribuyendo solicitudes de información entre otros fracasados de la Agencia… —Roscoe hizo una mueca al ver la ex­presión de Dunphy, contuvo el aliento y después siguió hablando—: ¡Mejorando lo presente… por supuesto! Pero no fue para eso para lo que yo entré en la Agencia. Lo que quiero decir es que resulta deprimente. La guerra fría ha terminado. El enemigo ya no existe. Deberíamos estar celebrándolo, pero sin embargo no es así. ¿Y por qué no? Porque la rendición de los rusos fue la traición definitiva. Ahora que no tenemos enemigo, es decir, que no tenemos un enemigo comparable con el de antes, uno que sea tan fuerte como nosotros o que al menos pueda considerarse así… ¿cómo justificará la CÍA sus elevados presupuestos? ¿Por las drogas? ¿Por el terrorismo? ¿Por la mosca mediterránea de la fruta? Bueno, pues si tengo oportunidad me alegraré de dejar este trabajo. —Roscoe se interrumpió y señaló con un gesto de la cabeza el correo que Dunphy llevaba en la mano—. ¿Hay algo para mí?

Dunphy examinó la correspondencia. Había un sobre grande con la fotografía de Ed McMahon impresa y un enorme titular:
«¡NOS SENTIMOS ORGULLOSOS DE ANUNCIAR QUE ROSCOE WHITE HA GANADO 10 000 000 DE DÓLARES!»
, seguido de las siguientes palabras en letra pequeña: «Si rellena el impreso de participación que adjuntamos y le corresponde el billete premiado.» Dunphy le lanzó la carta a Roscoe.

—Felicidades.

Al tiempo que decía esto se dejó caer en el sillón y le echó una ojeada al resto del correo. La mayor parte de las cartas eran recibos, pero había un sobre que, aunque carecía de sello, lo había repartido el cartero. Iba dirigido a él. Dunphy lo abrió y leyó:

Jack, no digas que esto te lo he contado yo, pero… He hecho una comprobación en el ordenador y… bueno, en resumidas cuentas, resulta que los archivos del Pentágono muestran una única referencia al 143.°. La mención concierne a una pensión por invalidez concedida a un tal Gene Brading, un hombre que al parecer reside en Dodge City (Kansas) y que contrajo la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob (?) mientras se hallaba en servicio activo des­tinado en el 143.°, ya sabes a qué me refiero. Si continúa interesándote el tema, quizá te convenga ponerte en contacto con él. Su número viene en la guía telefónica.

La nota, que evidentemente era de Murray, iba firmada por «Ornar, el fabricante de tiendas».

—Santo Dios —exclamó Dunphy en voz baja.

Roscoe levantó los ojos de la revista Archaeus.

—¿Qué pasa?

—Ese tipo tiene la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob.

Roscoe frunció el ceño.

—¿Quién dices que la tiene? ¿Y qué enfermedad es ésa?

Dunphy no hizo caso de la primera pregunta.

—Es la enfermedad de las vacas locas —le aclaró—. En los humanos tiene otro nombre, pero en Inglaterra, donde han muerto cien mil animales, la llaman así. También recibe el nombre de kuru. En Nueva Guinea, donde los caníbales a veces la contraen, la llaman kuru.

—Ah, ya —dijo Roscoe entre dientes—. Pues bueno, fíjate qué cosas.

—¿Tienes alguna moneda de veinticinco centavos? —le preguntó Dunphy.

—Sí… supongo que sí. Mira encima del buró, donde guardo la calderilla. ¿Cuántas necesitas?

—Es que tengo que hacer una llamada.

Roscoe le dirigió una mirada.

—Pero, hombre, para eso tenemos esa cosa en el pasillo… eso con botones y un cable enroscado…

Dunphy negó con la cabeza.

—No creo que sea conveniente llamar desde aquí —repuso Dunphy, negando con la cabeza—. Me parece que será mejor utilizar un teléfono público. ¿Quieres que te traiga algo del 7-Eleven?

Brading no estaba muy dispuesto a ayudarlo

—No puedo decirle nada de eso —explicó—. Se trata de material secreto, clasificado.

—Bien —dijo Dunphy—. Entonces pondré eso en mi informe y ahí acabará todo.

—¿Qué quiere decir con eso de que ahí acabará todo? ¿Qué es lo que acabará ahí?

Dunphy suspiró sonoramente.

—Bueno, esperemos que no sea la pensión de que disfruta usted lo que se acabe.

—¿Mi pensión?

—O la asistencia médica, pero…

—¿Cómo?

—Mire, señor Brading… Gene, ya sabe usted cómo son en Washington. La Oficina de Contabilidad General anda buscando fraudes de cualquier tipo. En eso consiste su trabajo. Cogen al azar unos cuantos titulares de pensiones y ayudas sociales, y no sólo del Pentágono, sino de todas las agencias, y se dedican a in­vestigarlos. Lo hacen todos los años. Así que tal vez a una persona de cada dos mil se le hace la auditoría, y la finalidad es descubrir, por ejemplo, si el gobierno envía cheques a nombre de alguien que ya esté muerto. El caso es que el ordenador lo eligió a usted y… —Brading soltó un gruñido de desesperación—. Bueno, supongo que comprende dónde reside el problema. Desde una perspectiva contable, lo que aparentemente se ve en este caso es que el ejército le paga una pensión de invalidez a alguien que no tiene expediente militar y que asegura que contrajo una enfermedad mientras servía en una unidad cuya existencia no consta absolutamente en ninguna parte. Así que, a todas luces, parece un fraude. Y eso es malo para usted y para nosotros. Porque, como usted sabe muy bien, no nos conviene la publicidad.

—Oh, por Dios, ¿no pueden ustedes decirles…?

—Nosotros no podemos decirles nada. Lo más que podemos hacer es hablar con ellos, pero antes de hacerlo… necesito constatar algunos datos sobre las circunstancias de su enfermedad y…

—¿A qué departamento dice que pertenece usted?

—Al de Personal de Investigación de Seguridad.

Brading gruñó de nuevo.

—Bueno, usted sabe tan bien como yo que no podemos hablar de esto por teléfono. Nos incinerarían a ambos.

—Desde luego —convino Dunphy—. Sólo pretendía ponerme en contacto con usted. Si no está muy ocupado, yo podría coger mañana un avión y…

—Sí, de acuerdo. Mañana me va muy bien. Cuanto antes resolvamos este asunto, mejor.

Al día siguiente, Dunphy voló en avión hasta Kansas, alquiló un coche y aquella misma tarde fue a ver a Brading. El hombre vivía en un bloque de pisos junto a un campo de golf de dieciocho hoyos, un oasis de césped que se extendía, ondulante, hasta un centro comercial cercano.

Eugene Brading resultó ser un hombre delgado y cetrino de sesenta y tantos años. Acudió a abrirle la puerta en una silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas. Las primeras palabras que pronunció fueron:

—¿Puedo ver su identificación?

Dunphy sacó una pequeña cartera negra del bolsillo interior de la chaqueta y la abrió. Brading miró el águila plastificada, entornó los ojos para leer el nombre y, al parecer satisfecho con lo que vio, le hizo un gesto al visitante para que entrase en la sala de estar.

—¿Quiere un poco de limonada? —le ofreció mientras se dirigía en la silla de ruedas hacia la cocina.

—Sí, gracias —aceptó Dunphy, al tiempo que echaba una ojeada por la habitación.

Reparó en una postal enmarcada que colgaba de la pared junto a una pequeña estantería. Era la fotografía de una imagen religiosa, una Virgen negra con una túnica dorada, de pie en una capilla de mármol. La estatua, negra como el carbón, estaba rodeada de rayos y nubes y a sus pies había grandes ramos de claveles. Debajo de la foto había impresa una inscripción: «La Vierge Noire, protectrice de la ville.» Y una nota escrita a mano sobre el paspartú blanco rezaba: «Einsiedeln, Suiza. Junio de 1987.»

Dunphy pensó que aquello era algo raro. No obstante, la postal no le decía nada, así que dejó vagar los ojos por la pared. De ella también pendía un cuadro de Keane con el típico niño sin hogar y los ojos tristes con una única lágrima, y un poco más allá, una cosa extraña: una tela negra cuadrada colgada a modo de cortina para ocultar algo. Dunphy sintió una gran curiosidad por ver qué había detrás.

—La hago yo mismo —comentó Brading al entrar en la habitación con el vaso de limonada en la mano—. Ingredientes completamente naturales.

—No me diga. —Dunphy cogió el vaso y dio un sorbo. Hizo una pausa mientras paladeaba la limonada y luego comentó—: Está realmente deliciosa.

—Esos somos unos amigos y yo —dijo Brading, indicando con un gesto de la cabeza una fotografía descolorida rodeada de un sencillo marco dorado.

En ella se veía a cuatro hombres con chándal negro, de pie en un campo de trigo. Estaban juntos, cogidos por los hombros, y le sonreían a la cámara. En la imagen, Dunphy reconoció a Brading y a Rhinegold. La fotografía llevaba la inscripción: «¡Los Hombres de Negro! ¡Ja, Ja, Ja!» Brading se quedó contemplando la fotografía con una sonrisa en los labios.

—Era una broma que nos gastábamos entre nosotros —explicó.

Dunphy asintió, fingiendo comprenderlo.

—Veo que Mike y usted trabajaban juntos.

Brading soltó una breve risita, gratamente sorprendido al oír aquello.

—¡Sí! De manera que conoce a Mike, ¿eh?

—Todo el mundo conoce a Mike.

—Apuesto a que sí. ¡Qué tío!

Dunphy y Brading se quedaron mirando la fotografía mientras sonreían como bobos en silencio. Finalmente Brading se decidió a romper el hielo.

—Y, dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

—Bueno, pues verá —comenzó a decir Dunphy, al tiempo que sacaba un cuaderno y se instalaba en un sillón de orejas—. Lo que necesito es que me hable del 143.°.

Brading frunció el ceño.

—Bueno, supongo que… es decir, ya que usted y Mike se conocen… —Luego negó con la cabeza—. Bueno… no le importará a usted que le pregunte… dígame, ¿hasta qué punto está usted autorizado para acceder a cualquier tipo de información?

Dunphy carraspeó.

—Pues, hombre, lo normal. Dispongo de acceso Q a través de Cosmic…

—Un acceso Q no es suficiente. Estamos hablando de un asunto altamente secreto.

—También tengo acceso a Andrómeda —se apresuró a añadir Dunphy.

Gene Brading emitió otro gruñido, ahora súbitamente satisfecho.

—Ah, bueno, con Andrómeda, sí. Ya me lo imaginaba. Quiero decir que, perteneciendo usted a Personal de Investigación de Seguridad, no podía ser de otro modo. Pero bueno… tenía que preguntárselo. Estoy seguro de que usted lo comprende.

—Desde luego —asintió Dunphy.

—Pues bien, yo formé parte del 143.° durante… no sé, puede que durante veinticuatro años —comenzó a explicar Brading—. Empezó en Roswell, sólo que entonces no se llamaba la 143.°. Era una de esas unidades sin nombre que formaban parte del 509.°.

—¿Qué es eso?

Brading frunció el ceño.

—El Grupo de Bombardeo Combinado. ¿Acaso no ha estudiado usted la historia de su país?

—Naturalmente que sí —repuso Dunphy, aplacando al viejo con una sonrisa.

—Ellos fueron los que lanzaron la bomba A sobre Japón —explicó Brading; luego añadió, acompañando las palabras de un guiño—: Entre otras cosas.

Parecía que el momento requería una sonrisa de complicidad, y Dunphy esbozó una.

—Ah… es eso —comentó, y dejó que la sonrisa resplandeciera.

—Pues, como le decía, estuve con ellos… ¿cuánto tiempo…? Debieron de ser unos doce años.

—¿Desde cuándo?

—Desde el sesenta. Y estuve hasta el setenta y uno o el setenta y dos, tal vez. Entonces fue cuando nos pusieron el nombre de 143.°.

Dunphy asintió.

—¿No va a tomar notas?

—Claro que sí —respondió.

Y empezó a escribir.

—Porque fue entonces cuando se puso en marcha el 143.°. Precisamente el mismo año del Watergate, así que es fácil de recordar.

—Claro.

—Y, desde luego, no podía dirigirse algo como el 143.° desde Roswell. Me refiero a que Roswell es una ciudad con mucho movimiento, por el amor de Dios. ¡Y, además, allí vive una gran cantidad de gente!

Dunphy asintió con la cabeza como dando a entender que comprendía lo que el viejo le explicaba.

—De manera que…

—Nos trasladaron a Dreamland, el país de los sueños. —Dunphy lo miró con cara de no entender nada—. ¿No conoce usted Dreamland?

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