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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (19 page)

BOOK: El último merovingio
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Clem estaba dotada de una belleza natural, del estilo de las modelos cuando pasan por los aeropuertos de Nueva York, París y Milán. Se vestía con lo que tenía a mano, y aquella mañana se había puesto lo primero que había encontrado: un suéter negro de algodón raído y un par de pantalones vaqueros también negros y gastados en las rodillas, botas de piel blanda vueltas en la parte superior y una fina chaqueta de cuero. El viento le alborotaba el cabello a un lado y otro, tapándole la cara en ocasiones. Clementine no se había molestado en maquillarse, pero tampoco lo necesitaba. De todos modos, la piel transparente y pálida se le había arrebolado con el frío. Mientras permanecía de pie a su lado en la escalera mecánica, que subía traqueteando hacia la calle en un ángulo de cuarenta y cinco grados, Dunphy se percató de las miradas que le dirigieron media docena de hombres a la muchacha.

El viento cesó en cuanto pusieron el pie en la acera. La calle Camden estaba atestada de chicos de aspecto nervioso con cazadoras de cuero, de vendedores ambulantes africanos, de drogadictos, de adolescentes chiflados que movían la cabeza al compás de la música, de yuppies, de punks, de borrachos, de esquizofrénicos, de turistas… y también había un mimo. El aire era una mezcolanza de olores agridulces a castañas asadas, a cerveza rancia, a sal-

chichas, a cebollas y a sudor. Y todo ello sazonado con los ritmos del reggae, el rap y el zouk, de Yellowman, Bill Haley y Pearl Jam, que rivalizaban entre sí. Clem le agarraba la mano a Dunphy con fuerza y tenía el rostro encendido mientras se dejaban llevar por aquel tumulto y pasaban junto a tenderetes destartalados en los que se amontonaban los jerséis, las perchas con ropa y las bandejas llenas de casetes y compact piratas.

—Es como el mayo del sesenta y ocho —comentó Clem—, sólo que es invierno y hace un frío espantoso. Y supongo que la gente tiene un aspecto diferente.

Dunphy refunfuñó.

—Bueno, sí, me imagino que tienes razón. Pero… ¿qué sabes tú del mayo del sesenta y ocho? Si ni siquiera habías nacido por aquel entonces.

—Pero he visto un documental.

Encontraron a Simón en la tienda de sus padres, que resultó ser un puesto en mitad de una maraña de callejones, recovecos y habitaciones que, mucho tiempo antes, habían formado parte de los establos de la ciudad. Simón, que contaba unos veintitantos años y era delgado como un fideo, desafiaba el frío con una camiseta de Pink Floyd, unos vaqueros y unas botas Doc Martens. Llevaba un tatuaje de Betty Boop en el brazo. Cerca del muchacho había una estufa que despedía un resplandor anaranjado.

Simón se alegró mucho al ver a Clementine.

—¡Hola! —exclamó, y avanzó tambaleándose hacia ella con los brazos abiertos. Permanecieron abrazados durante un rato, demasiado, en opinión de Dunphy. Finalmente, Simón se percató de su presencia y se separó de Clem con cierta timidez—. ¿Os apetece una taza de té?

—No…

—¡Claro que sí! —repuso, y desapareció detrás de una cortina con borlas.

Dunphy miró a Clem.

—Creí que habías dicho que no lo conocías mucho.

Clementine negó con la cabeza.

—Lo que te dije es que no sabía cómo se apellidaba.

Momentos después Simón volvió a aparecer por la cortina con un par de tazas desportilladas y humeantes.

—Tetley. Es lo mejor que tengo, pero está caliente. —Les tendió las tazas y se dejó caer en una de las muchas butacas que se hallaban diseminadas por la estancia—. Bueno, ¿y qué queréis comprar? —preguntó mientras se frotaba las manos con un gesto de avaricia—. ¿Quizá una alcachofa seminueva para la ducha? ¿Un vibrador que casi no se ha usado? ¡Pues no busquéis más!

—Hoy, no, gracias —dijo Clem, negando con la cabeza—. Jack tiene interés en ese profesor… ése al que mataron.

—¿Schidlof?

—Eso es —convino Clem—. Le he contado que tú habías sido alumno suyo… o al menos eso creo.

Simón miró a Dunphy con más detenimiento.

—Entonces, ¿eres policía?

—No.

—¿Amigo de la familia?

Dunphy negó con la cabeza.

—No, no… sólo soy amigo de Clem.

Simón asintió.

—Sí, bueno… ella tiene muchos amigos, ¿no?

—Sospecho que sí —sonrió Dunphy—, pero… tú dabas clase con el profesor, ¿no?

—Sí. ¿Y qué?

—Pues que tenía la esperanza de que hubieras guardado los apuntes.

—¿Cómo? ¿Los apuntes de las clases de Schidlof?

—Sí.

—Uf, no creo. Y aunque los hubiera guardado, ahora los tendría la policía, ¿no te parece?

—Pues no sé. ¿Por qué iba a tenerlos la policía?

—Porque vinieron a verme. Todos los alumnos de Schidlof recibieron una visita.

—¿Y les confiscaron los apuntes a los estudiantes?

—Me dijeron que estaban recogiendo pruebas. «¿Pruebas de qué?», les pregunté. Y me contestaron que eso no era asunto mío. Un auténtico ejercicio de la libertad de cátedra, eso es lo que fue.

—Bueno, ¿puedes contarme algo de las clases?

—¿Qué quieres saber?

—¿De qué trataban?

Simón le dirigió una mirada interrogativa a Clementine que parecía decir: «¿Quién es este tío?»

Clem se encogió de hombros como diciendo: «Tú procura complacerlo.»

—Pues… eran un poco complicadas, ¿no?

—No sé. Yo no estaba.

—Yo sí. Y eran realmente complicadas.

—A lo mejor podrías ser un poco más explícito, Simón —sugirió Clementine.

El muchacho respiró hondo y suspiró.

—Vale —convino. Y se volvió hacia Dunphy—. ¿Tú sabes algo de Jung?

—Pues no, no mucho —respondió, al tiempo que negaba con la cabeza.

—Entonces eso lo hace todavía más difícil, ¿no? Quiero decir que aquél no era un curso elemental, sino que se trataba de un seminario.

—¿Sobre Jung?

—Llevaba por título «El mapa del campo arquetípico», y trataba de… —Simón miró a Clementine con impotencia, y ella lo animó con un guiño. El muchacho sonrió, tomó aliento, se aclaró la garganta y se dio la vuelta hacia Dunphy—. ¡Vale! Trataba de Jung, el fundador de la psicología analítica y colega de Freud. Ahora se lo mira con cierto recelo por lo que los críticos aseguran que fue un desmedido interés por los temas volkish. Es decir, que se sospecha que recibió demasiadas llamadas telefónicas desde el bunker. Además, también se dice que se inventó los historiales de algunos pacientes, como el Hombre del Falo Solar, por ejemplo.

—¿Quién?

—El Hombre del Falo Solar.

—¿Y ése quién era?

—Un chalado —explicó Simón, encogiéndose de hombros—. Pero no fue relevante, o por lo menos no para nosotros, ya que no estudiamos el caso. Sólo intento que te hagas una idea general, porque se trata de una asignatura muy extensa. Quiero decir que el viejo Jung tenía muchas ideas… sobre la religión, los mitos, la alquimia… Y la sincronicidad.

—¿Eso qué es? —quiso saber Clem.

Simón frunció el ceño, preguntándose cómo podía expresar aquello con palabras.

—Es una teoría que afirma que las coincidencias son más que meras casualidades —explicó Dunphy.

—¡Muy bien! —exclamó Simón—. Eso es exactamente. La sincronicidad es… justo lo que acabas de decir, el concepto de la coincidencia significativa.

—¿De eso era de lo que trataba el seminario?

—No —repuso Simón—. Se suponía que era una exploración del inconsciente colectivo, que es… —El muchacho se sumió de

nuevo en sus pensamientos mientras su aliento formaba en el aire frío nubes semejantes a cúmulos. Dunphy estaba punto de romper el silencio cuando el joven levantó un dedo, miró hacia arriba y empezó a citar textualmente de memoria—: Que es… una… «matriz de imágenes y sueños que engloba…» Espero que estés escuchando, porque cada palabra es una joya… «Que engloba la experiencia filogenética de toda la humanidad, conectando y afectando a todos, en todas partes.»

Simón cerró la boca y sonrió.

Dunphy asintió, pero Clementine no parecía impresionada en absoluto.

—¿Y eso qué es? —preguntó.

Simón suspiró, desilusionado.

—Es como Internet, sólo que sin anuncios. O podría decirse que es una nube de ideas e imágenes, pero ideas grandes e imágenes poderosas, de esas capaces de joderlo a uno, que se encuentran en todas partes y en ninguna a la vez. El módem está enchufado a la parte posterior de la cabeza de cada cual. La principal diferencia es que nadie se conecta al inconsciente colectivo, sino que es éste el que se conecta a la gente.

—Eso es lo que yo creía —sonrió Clem—. Siempre me ha parecido que era así. —Dunphy no supo qué decir. La muchacha se encontraba sentada a su lado en una butaca desvencijada; tenía las piernas cruzadas, se había inclinado hacia adelante y se abrazaba a sí misma para protegerse del frío. Daba golpecitos en el aire con el pie derecho, impaciente. De pronto le pidió a Dunphy—: Y ahora, suéltala.

—¿Que suelte qué?

—La cartera. Me has prometido una chaqueta, así que vamos a por ella.

Dunphy puso mala cara, metió la mano en el bolsillo de atrás y le entregó la billetera a Clem.

—No tardaré mucho —dijo ella—. Sé exactamente adonde voy.

Se puso en pie, giró sobre sus talones y se marchó. Dunphy y Simón la siguieron con la mirada hasta que dobló una esquina y luego volvieron al tema que los ocupaba.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó Simón.

—Por la parte de que es el inconsciente colectivo el que se conecta a la gente —le recordó Dunphy.

—Y así es.

Dunphy se quedó pensando. Tenía los pies congelados y no notaba los dedos.

—El caso es que no veo de qué modo todo eso podría provocar que mataran a nadie —comentó.

—Bueno, tendrías que haber estado allí. Schidlof resultaba soporífero a las ocho de la mañana. Quiero decir que la mayoría nos moríamos de aburrimiento.

Dunphy acogió aquellas palabras con una débil sonrisa y preguntó:

—Pero… ¿cuál era su participación, su punto de vista en todo eso? Has dicho que se trataba de un seminario, de un seminario sobre… ¿sobre qué? El mapa…

—El mapa del campo arquetípico. ¡Eso es! Ya te lo he dicho. Pero lo que tienes que comprender es que Schidlof era un creyente. Para él eso no era sólo una teoría. El inconsciente colectivo era tan real para él como tú o como yo. Lo que significa que puede describirse, que es posible trazar el mapa del mismo, que se puede diseccionar… por lo menos en cuanto al contenido.

—¿Qué contenido?

—Pues los arquetipos. Cuando Schidlof hablaba del inconsciente colectivo se refería a un campo de arquetipos, de imágenes primordiales, de dibujos y pictogramas que se remontan al principio de los tiempos, lo cual resulta alucinante si se piensa detenidamente en ello.

—¿Y el objetivo de todo eso era…?

Simón consideró la respuesta durante unos instantes y después dijo:

—Pues yo creo que lo que Schidlof pretendía era demostrar una teoría.

—¿Qué clase de teoría?

—Sólo es una suposición mía…

—Te escucho.

—Por lo visto trabajaba en una biografía de Jung, y al parecer encontró ciertos documentos… en Suiza. Siempre iba a Zurich a investigar. A entrevistar a gente, y…

—¿Qué tipo de documentos?

—Algunas cartas. Documentos que nadie había visto nunca antes. Aseguraba que causarían un enorme revuelo cuando se publicase el libro.

Dunphy pensó en ello durante unos instantes.

—¿Y tú qué crees que intentaba demostrar? —quiso saber.

Simón frunció los labios y puso mala cara.

—No hablaba mucho de ello, pero en un par de ocasiones se le escapó.

—¿Y qué era?

—Bueno, él creía que alguien, o algo… nunca dijo qué exactamente… pero él creía… que alguien manipulaba el inconsciente colectivo.

—¿De qué modo?

—Creía que alguien estaba reprogramando el inconsciente colectivo, que alguien introducía nuevos arquetipos y revitalizaba los antiguos.

—¿Y cómo se puede hacer eso? —preguntó Dunphy con escepticismo.

Simón se encogió de hombros.

—No lo sé. Bueno, supongo que es como cambiarle los cables a la raza humana, ¿no? Es decir, que el que lo hiciera estaría sentado en la centralita. ¡Y tendría en sus manos el cerebro de todo el planeta! Así que lo que Schidlof se proponía con el seminario, y esto sólo es una suposición mía, era hacer un inventario, una especie de catálogo de los arquetipos… para ver si podíamos identificar los nuevos. O alguno que nos pareciera que había sido… revitalizado.

—¿Y lo hicisteis?

Simón lo sorprendió.

—Sí —dijo—. Creo que sí.

—¿Como por ejemplo?

—Pues como los ovnis, evidentemente…

—¿ Evidentemente ?

—Sí, evidentemente, porque Jung ya había escrito un libro sobre ellos allá por los años cincuenta, y… bueno, él ya lo afirmó entonces. Los llamó «un nuevo arquetipo emergente». Y también «el precursor del Mesías». Eso son citas textuales. Y aseguró que señalaban el nacimiento de una nueva era. —Simón hizo una bre­ve pausa y luego, con un guiño, añadió—: Así que eso era una pista muy buena.

—¿Qué más?

Simón meneó la cabeza.

—Hablábamos de dibujos geométricos en los campos de trigo, de mutilaciones de ganado, de montones… ¿Qué te pasa?

Dunphy sacudió la cabeza, que parecía darle vueltas.

—No, nada —dijo.

—Bueno, el caso es que un buen día nos enteramos de que se habían cargado al profesor, la policía se llevó nuestros apuntes y ya está. Se acabó el seminario.

Dunphy se quedó callado durante un rato. Luego preguntó:

—¿Por qué mutilaciones de ganado?

Simón resopló.

—Bueno, en realidad no es más que el sacrificio de un animal, ¿no?; algo tan antiguo como las montañas. Schidlof aseguraba que alguien estaba removiendo la olla. Que estaba «revitalizando un arquetipo durmiente».

—Pero, ¿por qué?

Simón hizo un gesto con la cabeza.

—No sé. Pero si asistías a la clase de Schidlof, más te valía creer lo que decía Jung… todo está relacionado con la religión. Con la segunda venida del Mesías. Con la nueva era… esa clase de cosas. —El muchacho miró a su alrededor fugazmente e hizo ademán de levantarse—. Perdona, pero estoy perdiendo clientes…

—Te daré cincuenta libras por esto.

Simón volvió a sentarse de inmediato.

—Bueno, si quieres que te diga la verdad, todo eso son gilipolleces.

Dunphy asintió con los ojos fijos en el suelo mientras trataba con afán de relacionar unos puntos con otros. Finalmente meneó la cabeza.

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