—En esta ocasión esperamos que así sea.
—Sed cauteloso en el desierto, amigo mío, y que la suerte os acompañe.
—Gracias, mi señor.
Descendieron hacia el patio central cuando las campanas comenzaban a lanzar su llamada para la plegaria matutina. Kurik sujetó la caja de Sephrenia a la silla de la mula y después montaron todos. Salieron por la puerta principal mientras el sonido de las campanas poblaba el aire del entorno.
Sparhawk mostraba un aire taciturno cuando llegaron al polvoriento camino costero y se desviaron hacia el oeste en dirección a Jiroch.
—¿Qué ocurre, Sparhawk? —inquirió Sephrenia.
—He escuchado ese tañido durante diez años —respondió—. De algún modo, intuía que algún día regresaría a ese monasterio. —Se incorporó en la silla—. Resulta un lugar agradable —agregó—. Me apena dejarlo atrás, pero… —Se encogió de hombros y continuó la marcha.
El sol matinal resplandecía intensamente. Su brillo cegador se reflejaba en los eriales de piedra, arena y grava que se extendían al margen izquierdo de la ruta. A la derecha, un abrupto terraplén desembocaba en una playa blanca que preludiaba las intensas aguas azules del Mar Interior. Al cabo de una hora la temperatura era tibia, mas, un rato después, el calor arreciaba.
—¿No existe el invierno en estas latitudes? —preguntó Kurik, al tiempo que se enjugaba el rostro sudoroso.
—Ahora es invierno, Kurik —le respondió Sparhawk.
—¿Cómo es el verano, entonces?
—Terrible. Obliga a viajar de noche.
—¿A qué distancia queda Jiroch?
—A unas quinientas leguas.
—Tardaremos tres semanas en llegar, como mínimo.
—Me temo que sí.
—Deberíamos haber tomado un barco, con trombas marinas o sin ellas.
—No, Kurik —se mostró en desacuerdo Sephrenia—. Ninguno de nosotros sería útil a Ehlana desde el fondo del mar.
—¿Ese ser que nos persigue no utilizará, de todas maneras, artes mágicas para encontrarnos?
—Al parecer, no posee esa habilidad —replicó la mujer—. Cuando buscaba a Sparhawk diez años antes, tuvo que interrogar a la gente, lo que indica que no puede localizarlo por sí solo.
—Había olvidado ese detalle —admitió.
Cada mañana se levantaban temprano, incluso antes de que se apagaran las estrellas. Forzaban a los caballos durante aquellas primeras horas matinales, en previsión de la dureza sofocante del sol de mediodía. Cuando el calor se intensificaba, reposaban a la exigua sombra de la tienda que el abad había insistido en entregarles, mientras sus monturas pacían decaídas el escaso forraje disponible bajo el sol cegador. En el momento en que éste descendía hacia poniente, reemprendían la marcha, y, habitualmente, no se detenían hasta bien entrada la noche. Ocasionalmente, encontraban algún oasis, invariablemente rodeado de lujuriosa vegetación. A veces se quedaban allí durante una jornada para dar descanso a los caballos y reponer fuerzas antes de enfrentarse de nuevo al sol implacable.
En uno de aquellos oasis, en el que, de una pendiente rocosa, brotaba un manantial de agua cristalina que iba a acumularse en una balsa azulada circundada de palmeras, recibieron la visita de un caballero pandion de negra armadura. Sparhawk, vestido únicamente con un taparrabos, acababa de surgir chorreante del agua cuando divisó al jinete que se aproximaba por el oeste. Aun cuando el sol permanecía detrás de él, no proyectaba sombra alguna, y Sparhawk percibía claramente las colinas que se alzaban detrás del hombre y su montura. Una vez más, advirtió el mismo hedor de osario. A medida que se aproximaba la figura, pudo comprobar que el caballo era poco más que un esqueleto de cuencas vacías. No efectuó ningún intento de empuñar un arma, sino que permaneció temblequeante de pie, a pesar del tórrido calor. El espectro avanzó hacia ellos y, a pocos metros de distancia, refrenó a su famélica montura y, con una lentitud mortal, desenvainó la espada.
—Pequeña madre —dijo con voz hueca a Sephrenia—, he hecho cuanto he podido. —Se llevó la empuñadura del arma hacia la visera a modo de saludo y luego volvió la hoja para ofrecer el puño con su intangible brazo.
Pálida y tambaleante, Sephrenia cruzó la ardiente grava en dirección al caballo y tomó el arma con ambas manos.
—Este sacrificio será recordado —anunció con voz trémula.
—¿Qué significa el recuerdo en la morada de los muertos, Sephrenia? Actué según lo que el deber me ordenaba. Ese esfuerzo representa mi único solaz en el eterno silencio. —Entonces volvió su semblante oculto tras la visera hacia Sparhawk—. Salud, hermano —dijo con el mismo tono ausente—. Sabed que vuestro rumbo es certero. En Dabour hallaréis la respuesta que necesitamos. Si salís victorioso de vuestra misión, os saludaremos con nuestras vacías ovaciones desde la morada de los muertos.
—Salud, hermano —replicó Sparhawk con voz perpleja—. Id con Dios.
A continuación el fantasma se esfumó.
Con un largo y estremecedor gemido, Sephrenia se desvaneció. Parecía que el peso de la espada súbitamente materializada la hubiera fulminado.
Kurik corrió hacia ella, enlazó su ligero cuerpo con sus brazos y la trasladó de nuevo a la sombra de las palmeras.
Sin embargo, Sparhawk caminó con paso resuelto, haciendo caso omiso de la ardiente grava bajo sus pies desnudos, hacia el punto donde había caído la mujer, para recoger la espada de su malogrado compañero.
Tras él oyó el sonido del caramillo de Flauta, que entonaba una melodía nunca escuchada por él hasta entonces. Tenía un halo inquisitivo y estaba impregnada de una profunda tristeza y una especie de doloroso anhelo. Giró sobre sí mismo con la espada en la mano. Sephrenia yacía sobre una manta junto al remanso. Su rostro presentaba un aspecto demacrado y bajo sus ojos cerrados habían aparecido repentinamente unas profundas ojeras. Kurik estaba arrodillado ansiosamente junto a ella, y Flauta, que se encontraba sentada con las piernas cruzadas a pocos pasos, con el caramillo en los labios, lanzaba al aire su extraña canción, similar a un himno.
Después de atravesar la arena, Sparhawk se detuvo bajo la sombra. Kurik se levantó y se unió a él.
—No podrá continuar el viaje hoy —aseveró el escudero—, quizá mañana tampoco.
Sparhawk asintió con la cabeza.
—Esta situación la debilita terriblemente, Sparhawk —prosiguió gravemente Kurik—. Cada vez que fallece uno de esos doce caballeros, parece languidecer un poco más. ¿No sería mejor que regresara a Cimmura cuando lleguemos a Jiroch?
—Seguramente, pero se negará.
—Probablemente estéis en lo cierto —acordó sombríamente Kurik—. No obstante, sabéis perfectamente que ambos podríamos avanzar con mayor rapidez si no nos acompañaran ni ella ni la niña, ¿no es así?
—Sí, pero ¿qué haríamos sin ella al llegar a nuestro destino?
—Tenéis razón. ¿Habéis reconocido al fantasma?
—Sir Kerris —repuso lacónicamente mientras asentía.
—No llegué a conocerlo íntimamente —admitió Kurik—. Parecía siempre un tanto rígido y ceremonioso.
—A pesar de ese carácter, era un buen hombre.
—¿Qué os ha dicho? Me hallaba demasiado alejado para oírlo.
—Que nuestro rumbo era certero y que en Dabour hallaremos una respuesta.
—Bueno —dijo Kurik—. Esa afirmación infunde ánimos, ¿no? Casi me temía que fuéramos en pos de una sombra.
—La misma impresión tenía yo —reconoció Sparhawk.
Flauta había dejado a un lado su instrumento y ahora estaba sentada al lado de Sephrenia. Alargó el brazo y tomó entre las suyas la mano de la mujer desvanecida. Aparte de su semblante grave, no reflejaba ninguna otra emoción.
Una idea asaltó a Sparhawk. Se acercó al lugar donde permanecía postrada Sephrenia.
—Flauta —dijo en voz baja.
La pequeña levantó la mirada hacia él.
—¿Puedes ayudar a Sephrenia?
Flauta sacudió la cabeza con cierta tristeza.
—Está prohibido. —La voz de Sephrenia se elevaba poco más que un susurro; sus ojos permanecían cerrados—. Únicamente aquellos que estuvimos presentes en el ritual podemos acarrear esa carga. —Respiró profundamente—. Id a poneros alguna ropa encima, Sparhawk —indicó—. No caminéis con ese reducido atuendo delante de la niña.
Permanecieron al resguardo de la sombra junto al remanso durante el resto de ese día y también el siguiente. A la mañana del tercer día, Sephrenia se levantó y comenzó a recoger resueltamente sus pertenencias.
—El tiempo no detiene su curso, caballeros —declaró con tono tajante—. Todavía nos queda buena parte del recorrido.
Sparhawk la observó detenidamente. Su rostro todavía aparecía macilento y las ojeras aún enmarcaban sus ojos. Cuando ella se inclinó para alcanzar el velo, advirtió varias hebras plateadas en su resplandeciente cabellera negra.
—¿No sería preferible que nos quedáramos otra jornada para que repusierais vuestras fuerzas completamente? —le preguntó.
—No lo lograría de manera apreciable, Sparhawk —replicó con voz cansada—. Mi estado no puede mejorarse con el reposo. Debemos partir. Queda mucho camino hasta Jiroch.
Al principio cabalgaron a paso lento, pero, al cabo de pocas millas, Sephrenia habló con cierta dureza:
—Sparhawk —dijo—, vamos a emplear todo el invierno si continuamos con esta velocidad de paseo.
—De acuerdo, Sephrenia, como vos queráis.
Habían transcurrido unos diez días cuando llegaron a Jiroch. Al igual que Cippria, la ciudad portuaria de la zona occidental de Rendor estaba formada por una explanada con casas bajas de gruesas paredes y techos llanos, recubiertas de argamasa blanca. Sparhawk los condujo a través de una serie de tortuosos callejones hacia un barrio cercano al río. En esa zona, si bien no eran del todo bien recibidos, se toleraba la presencia de extranjeros. Pese a que la mayoría de los transeúntes eran rendorianos, entre la muchedumbre se observaba una considerable proporción de cammorianos ataviados con vivos colores, un buen número de lamorquianos y, además, algunos elenios. Sparhawk y sus acompañantes mantuvieron las capuchas levantadas y cabalgaron lentamente para no llamar la atención.
A última hora de la mañana llegaron a una modesta casa situada a cierta distancia de la calle. Su propietario era sir Voren, un caballero pandion, aunque ciertamente poca gente en Jiroch conocía ese detalle. La mayor parte de los habitantes de la ciudad lo consideraban un mercader elenio moderadamente próspero. Efectivamente, se dedicaba al comercio e, incluso, algunos años atrás, había obtenido algunas ganancias nada desdeñables. No obstante, el verdadero objetivo de la presencia de sir Voren en Jiroch no respondía a una cuestión de negocios. Bastantes caballeros pandion vivían anónimamente mezclados con la población, y Voren era su único contacto con la casa principal de Demos. Todos los comunicados e informes pasaban por sus manos antes de viajar ocultos en las cajas y balas de mercancías que embarcaba en el puerto.
Un sirviente de labios fláccidos y ojos indiferentes y apagados los condujo a un jardín cercado con paredes y sombreado por higueras, donde manaba el agua de un surtidor de mármol. Junto al muro se extendían parterres de flores primorosamente atendidas, cuyos botones constituían un auténtico agasajo de color para la vista. Voren se encontraba sentado en un banco al lado de la fuente. Era un hombre alto y delgado, y poseía un sarcástico sentido del humor. Los años de residencia en aquel reino sureño habían bronceado su piel hasta dotarla del mismo color que el de una vieja silla de montar. Pese a haber superado los cincuenta años, las canas no habían asomado en su cabello. Sin embargo, su rostro curtido se hallaba profusamente surcado de arrugas. En lugar de jubón, llevaba una camisa de lino de cuello abierto. Se puso en pie al verlos entrar en el jardín.
—Ah, Mahkra —saludó a Sparhawk, al tiempo que dirigía una breve mirada de soslayo al sirviente—; me alegra volver a veros, viejo amigo.
—Voren —respondió Sparhawk con una reverencia a la usanza de Rendor, un sinuoso movimiento parecido a una genuflexión.
—Jintal —dijo entonces Voren al criado—, sed buen muchacho y entregad esto a mi administrador del muelle. —Entregó una hoja de pergamino doblada al atezado sirviente.
Aguardaron hasta que el sonido de la puerta principal al cerrarse anunció su partida.
—Es un buen tipo —observó Voren—. Desde luego, totalmente estúpido, pues siempre pongo especial cuidado en contratar a sirvientes que no se distinguen por una mente avispada. Un criado inteligente normalmente es un espía. —Entonces entornó los ojos—. Esperadme aquí un momento —pidió—. Quiero cerciorarme de que ha salido realmente de la casa. —Cruzó el jardín y penetró en el interior.
—No lo recordaba tan suspicaz —comentó Kurik.
—Esta zona del mundo tensa los nervios a cualquiera —repuso Sparhawk.
Voren regresó al cabo de un momento.
—Pequeña madre —saludó afectuosamente a Sephrenia antes de besarle las palmas de las manos—. ¿Me otorgaréis vuestra bendición?
La mujer sonrió y, mientras le tocaba la frente, pronunció unas palabras en estirio.
—Lo echaba de menos —confesó—, últimamente mis acciones no me han convertido en un acreedor de bendiciones. —Entonces la observó con más detención—. ¿No os encontráis bien, Sephrenia? —le preguntó—. Vuestro rostro está muy pálido.
—Tal vez se deba al calor —respondió ella, al tiempo que se pasaba lentamente la mano por los ojos.
—Sentaos aquí —indicó Voren, señalando el banco de mármol—. Es el lugar más fresco de todo Jiroch. —Sonrió sardónicamente—. Por desgracia, no significa una garantía de bienestar.
Sephrenia tomó asiento en el banco y Flauta subió a gatas a su lado.
—Bien, Sparhawk —dijo Voren al estrechar la mano de su amigo—, ¿qué ha provocado vuestro regreso a Jiroch? ¿Olvidasteis algo, tal vez?
—Nada que me impida vivir —replicó secamente Sparhawk.
Voren soltó una carcajada.
—Sólo para demostrarte mi amistad, no repetiré tus palabras a Lillias. Hola, Kurik. ¿Cómo está Aslade?
—Bien, mi señor Voren.
—¿Y vuestros hijos? Tenéis tres, ¿no es cierto?
—Cuatro, mi señor. El último nació después de que abandonarais Demos.
—Mis felicitaciones —exclamó Voren—, aunque sean algo tardías; de todos modos, me alegro sinceramente.
—Gracias, mi señor.
—Necesito hablar con vos, Voren —indicó Sparhawk; su intervención interrumpió los agasajos—. No disponemos de mucho tiempo.