—Deberíais habernos acompañado, mi señor —jadeó Kurik—. No había disfrutado tanto desde hacía años. —Comenzó a reír nuevamente—. Creo que el puente ha sido lo mejor.
—A mí me ha gustado más la dama desnuda —disintió Sparhawk.
—¿Habéis bebido? —preguntó con suspicacia el religioso.
—Ni una gota, mi señor —respondió Sparhawk—. Sin embargo, ahora aceptaría una copa, en caso de que no resulte una molestia. ¿Dónde está Sephrenia?
—La convencí de que convenía que ella y la niña se acostaran. —El abad guardó un instante de silencio—. ¿A qué os referíais al aludir a una dama desnuda? —inquirió, con los ojos brillantes de curiosidad.
—Encontramos a una mujer tendida sobre un tejado; realizaba uno de esos rituales de fertilidad —explicó Sparhawk, riendo aún—. Digamos que logró distraer la atención de Kurik durante un par de momentos.
—¿Era hermosa? —preguntó el abad a Kurik con una sonrisa.
—No podría asegurarlo, puesto que no me he fijado en su cara.
—Mi señor abad —dijo entonces Sparhawk en tono algo más serio, pese a que todavía se sentía exultante—, interrogaremos a Elius tan pronto como vuelva en sí. Os ruego que no os alarméis por algunas de nuestras preguntas.
—Lo comprendo, Sparhawk —replicó el superior.
—Bien. Vamos, Kurik, despertemos a Su Excelencia y veamos qué está dispuesto a contarnos.
Kurik destapó el inerte cuerpo del cónsul y comenzó a pellizcarle las orejas y la nariz. Pasado un momento, el hombre comenzó a parpadear y luego abrió los ojos con un gemido. Los observó desconcertado durante un instante y después se sentó rápidamente.
—¿Quiénes sois? ¿Qué significa esto? —preguntó.
Kurik le propinó un tortazo en la cabeza.
—Podéis observar cuál es vuestra situación, Elius —le instó con calma Sparhawk—. No os molesta que os llame Elius, ¿no es cierto? Posiblemente os acordéis de mí. Me llamo Sparhawk.
—¿Sparhawk? —preguntó boquiabierto el cónsul—. Os creía muerto.
—Ese rumor resulta exagerado, Elius. Os hemos secuestrado porque tenemos que formularos unas cuantas preguntas. Todo será más simple si las respondéis de buen grado. De lo contrario, os auguro una pésima noche.
—¡No osaréis utilizar malos tratos conmigo!
Kurik volvió a abofetearlo.
—¡Soy el cónsul del reino de Elenia! —vociferó Elius mientras intentaba protegerse la nuca con ambas manos—, ¡y el primo del primado de Cimmura! No podéis comportaros de este modo conmigo.
—Quiébrale algunos dedos, Kurik —sugirió Sparhawk con un suspiro—, sólo para demostrarle que sí podemos.
Kurik afianzó un pie sobre el pecho del diplomático, lo derribó al suelo y agarró la muñeca derecha del indefenso cautivo.
—¡No! —chilló Elius—. ¡No me hagáis eso! Os confesaré cuanto deseéis saber.
—Ya imaginé que cooperaría, mi señor —comentó locuazmente Sparhawk al abad, mientras se desprendía de su sayo rendoriano y descubría su cota de malla y el cinto con la espada—. Ya ha comprendido la gravedad de la situación.
—Obráis con métodos muy directos, sir Sparhawk —observó el abad.
—Soy un hombre sencillo, mi señor —replicó Sparhawk, al tiempo que se rascaba el brazo a través de la malla de metal—, y suelo apartarme de las sutilidades. —Asestó un puntapié al prisionero—. Vamos a ver, Elius, voy a simplificar el interrogatorio. En un principio solamente tendréis que confirmar unas cuantas aseveraciones. —Acercó una silla y se sentó con las piernas cruzadas—. Primera, vuestro primo, el primado de Cimmura, aspira a acceder al trono del archiprelado, ¿no es así?
—No disponéis de ninguna prueba que demuestre esa afirmación.
—Rómpele el dedo pulgar, Kurik.
Kurik, que aún mantenía firmemente sujeta la muñeca del hombre, lo forzó a abrir el puño y le aferró el pulgar.
—¿Por cuántos sitios, mi señor?
—Por todos los que puedas, Kurik. De ese modo podrá pensar en algo.
—¡No! ¡No! ¡Es verdad! —gritó Elius, con los ojos desorbitados de terror.
—Por fortuna, realizamos grandes progresos —anotó Sparhawk con una sonrisa relajada—. La siguiente. Habéis mantenido contactos con un sujeto de pelo blanco llamado Martel, el cual trabaja para vuestro primo de vez en cuando. ¿Me equivoco?
—N… no —tartamudeó Elius.
—¿Veis como es más fácil a medida que avanzamos? De hecho, colaborasteis en el ataque que Martel y sus secuaces me prepararon en una noche hace ahora diez años, ¿no es cierto?
—Fue idea suya —protestó rápidamente Elius—. Había recibido órdenes de mi primo para que lo ayudase en sus propósitos. Él sugirió que os mandara llamar aquella noche. No imaginé que deseaba acabar con vos.
—En ese caso, sois muy ingenuo, Elius. Últimamente, cierto número de viajeros procedentes de los reinos norteños han hecho circular rumores en Cippria acerca de que en los reinos septentrionales existe una actitud muy favorable respecto a las aspiraciones rendorianas. ¿Está Martel involucrado de algún modo en esta campaña?
Elius lo miró con fijeza, pero mantuvo los labios apretados.
Lentamente, Kurik comenzó a doblarle de nuevo el pulgar.
—¡Sí! ¡Sí! —gritó Elius, encorvado a causa del dolor.
—Estabais a punto de dejar el buen camino, Elius —lo reprendió Sparhawk—. En vuestro lugar, yo me andaría con más cuidado. El objetivo final de Martel en este país es persuadir a los habitantes de las ciudades de Rendor para que se unan a los nómadas del desierto en un levantamiento eshandista contra la Iglesia. ¿Me equivoco?
—Martel no confía tanto en mí como para revelarme sus intenciones, pero supongo que ésa constituye su meta.
—Además, suministra armas a los amotinados, ¿no es verdad?
—Lo he oído.
—El siguiente punto es más complicado, Elius, así que os conviene poner atención. El verdadero objetivo que persigue al soliviantar los ánimos consiste en que los caballeros de la Iglesia se vean en la necesidad de acudir a pacificar el país, ¿no es así?
Elius asintió sombríamente con la cabeza.
—Martel no me lo ha planteado de ese modo, pero mi primo me confió el secreto en su última carta.
—Además, el levantamiento está programado para coincidir con la elección del nuevo archiprelado en la basílica de Chyrellos.
—Desconozco esa circunstancia, sir Sparhawk. Os ruego que me creáis. Posiblemente estéis en lo cierto, pero no puedo afirmarlo.
—Dejaremos este punto por el momento. Me muerde la curiosidad por saber dónde está Martel ahora.
—Ha ido a Dabour para hablar con Arasham. El anciano intenta enardecer a sus seguidores para que empiecen a quemar iglesias y expropiar los terrenos eclesiásticos. Martel se molestó mucho al enterarse y se apresuró a partir hacia Dabour para tratar de contenerlos.
—¿Probablemente porque se han adelantado a sus planes?
—Creo que sí.
—Me parece que habéis confirmado completamente mis sospechas, Elius —aseguró benévolamente Sparhawk—. Deseo daros las gracias por vuestra colaboración esta noche.
—¿Vais a dejarme en libertad? —preguntó incrédulamente el cónsul.
—Me temo que no. Debido a la vieja amistad que nos une a Martel y a mí, quiero darle una sorpresa cuando llegue a Dabour: por tanto, no puedo correr el riesgo de que le aviséis de mi llegada. En el sótano del monasterio queda una celda vacante. Estoy convencido de que en estos momentos estáis en condiciones de arrepentiros de vuestros actos, y deseo ofreceros la oportunidad de reflexionar sobre vuestros pecados. Según me han informado, la celda resulta bastante confortable. Tiene una puerta, cuatro paredes, un techo e, incluso, un suelo. —Dirigió una mirada al abad—. Tiene suelo, ¿no es cierto?
—Oh, sí —confirmó el religioso—, un hermoso y fresco suelo de piedra.
—¡No podéis hacerme esto! —protestó con voz aguda Elius.
—Sparhawk —se mostró de acuerdo Kurik—, verdaderamente no podéis confinar a un hombre en una celda de penitente en contra de su voluntad. Violamos las leyes de la Iglesia.
—Oh —exclamó irritado Sparhawk—. Supongo que tienes razón. Sólo pretendía evitarte ese tipo de trabajo. Adelante pues, toma la otra opción.
—Sí, mi señor —aceptó respetuosamente Kurik al tiempo que, desenvainaba la daga—. Decidme, mi señor abad —inquirió—, ¿tenéis un cementerio en vuestro monasterio?
—Sí, un camposanto bastante cuidado.
—Oh, estupendo. Odio tener que arrastrarlos al exterior y dejarlos a la intemperie a merced de los chacales. —Agarró al cónsul por los cabellos y le echó la cabeza hacia atrás. Luego dispuso el filo de su daga contra la garganta del rastrero personaje—. No durará ni un momento, Su Excelencia —lo consoló con tono profesional.
—Mi señor abad… —imploró Elius.
—Me temo que este asunto queda fuera de mi competencia, Su Excelencia —contestó el superior, con piedad burlona—. Los caballeros de la Iglesia siguen sus propias leyes y no se me ocurriría interferir en sus acciones.
—Por favor, mi señor abad —rogó Elius—. Confinadme en la celda de los penitentes.
—¿Os arrepentís sinceramente de vuestras faltas? —preguntó el abad.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Me siento realmente avergonzado!
—A mi pesar, sir Sparhawk, debo interceder en favor de este pecador —declaró el abad—. No puedo permitiros que le deis muerte hasta que haya hecho las paces con Dios.
—¿Es vuestra decisión final, mi señor abad? —inquirió Sparhawk.
—Me temo que sí.
—De acuerdo. Cuando haya completado su penitencia, comunicádnoslo. Entonces lo mataremos.
—Desde luego, sir Sparhawk.
Después que un par de fornidos monjes hubo retirado al tembloroso Elius, los tres hombres comenzaron a reír.
—Una genial interpretación, mi señor —felicitó Sparhawk al abad—. Habéis utilizado exactamente el tono adecuado.
—No soy un completo novato en este tipo de asuntos, Sparhawk —respondió el clérigo. Miró astutamente al monumental pandion—. Los pandion tenéis fama de comportaros brutalmente…, en especial en lo que concierne a los prisioneros.
—Yo mismo creo haber escuchado rumores de esa clase —admitió Sparhawk.
—Pero, realmente, no les infligís ningún daño, ¿no es cierto?
—Generalmente, no. Sin embargo, esa reputación induce a la gente a cooperar. ¿Tenéis idea de lo duro e inconveniente que es torturar a alguien? Los miembros de nuestra orden fueron los que comenzaron a difundir tales rumores acerca de nosotros. Después de todo, ¿qué necesidad hay de trabajar cuando no se precisa?
—Opino exactamente lo mismo, Sparhawk. Y ahora —dijo ansioso el abad—, ¿por qué no me contáis el incidente de la dama desnuda y del puente, así como cualquier otro suceso que os haya acontecido? Explicádmelo con lujo de detalles. Yo sólo soy un pobre monje enclaustrado que goza de escasas diversiones en esta vida.
—Sephrenia, ¿tenéis que hurgar hasta el fondo? —se quejó Sparhawk con gesto mohíno.
—No os comportéis como un niño —le contestó la mujer mientras proseguía con la tarea de sacarle con una aguja la astilla de la mano—. Si no la extraemos entera, os supurará.
Después de dejar escapar un suspiro, apretó con fuerza la mandíbula para permitir que Sephrenia continuara tanteando bajo su piel. Observó a Flauta, que se tapaba la boca con las manos, como si quisiera contener la risa.
—¿Lo encuentras divertido? —le preguntó, iracundo.
La pequeña tomó su caramillo y comenzó a interpretar un trino burlesco.
—He reflexionado, Sparhawk —dijo el abad—. Si Annias dispone de tantos agentes en Jiroch como aquí, en Cippria, ¿no sería más prudente sortear la ciudad para evitar la posibilidad de ser reconocidos?
—Creo que deberemos correr el riesgo, mi señor —contestó Sparhawk—. Tengo un amigo en Jiroch con el que necesito hablar antes de remontar el río. —Bajó la vista hacia su sayo negro—. Esta vestimenta nos ayudará a pasar inadvertidos.
—Me parece peligroso, Sparhawk.
—Si actuamos con cuidado, disminuiremos el riesgo.
Kurik, que se había dedicado a ensillar los caballos y distribuir los fardos sobre la mula de carga que le había regalado el abad, entró en la estancia. Llevaba una larga y estrecha caja de madera.
—¿De veras tenéis que acarrear este bulto? —preguntó a Sephrenia.
—Sí, Kurik —respondió entristecida—. Estoy obligada a ello.
—¿Qué hay dentro?
—Un par de espadas. Forman parte del peso que debo soportar.
—Su anchura es demasiada para tan sólo dos espadas.
—Me temo que llegarán otras. —Suspiró, y luego se dispuso a vendar la mano de Sparhawk con una tira de lino.
—No es necesario cubrirla —objetó éste—. Sólo se trata de una astilla.
La estiria le dirigió una larga e intensa mirada.
—De acuerdo —concedió—. Obrad según os parezca más aconsejable.
—Gracias —dijo Sephrenia, que ataba los cabos de la tela.
—¿Enviaréis un mensaje a Larium, mi señor? —preguntó Sparhawk al superior.
—En el próximo barco que salga del puerto, sir Sparhawk.
—No creo que regresemos a Madel —anunció Sparhawk después de meditar unos instantes—. Algunos compañeros permanecieron allí, alojados en la casa del marqués Lycien.
—Lo conozco —afirmó el abad con un gesto.
—¿Podríais hacerles llegar una misiva también a ellos? Decidles que si las cosas se desarrollan en Dabour según lo previsto, regresaríamos a casa desde allí; por tanto, pueden esperarme en Cimmura.
—Me encargaré de ello, Sparhawk.
El caballero pandion tiró con aire pensativo del nudo del vendaje.
—No lo toquéis —le advirtió Sephrenia.
—No intento indicar a los preceptores cómo deben actuar —aseguró Sparhawk tras apartar la mano—, pero podríais sugerir en vuestra carta que si varios contingentes reducidos de caballeros de la Iglesia circularan por las calles de las ciudades rendorianas, podrían recordar a la población el mal cariz que pueden tomar los acontecimientos si prestan demasiada atención a todos esos rumores.
—De esa forma, podríamos prevenir la necesidad de enviar ejércitos enteros más tarde —se mostró conforme el abad—. Podéis estar seguro de que lo mencionaré en mi informe.
Sparhawk se puso en pie.
—Me hallo nuevamente en deuda con vos, mi señor abad —declaró—. Siempre os hallo dispuesto a tenderme una mano cuando la preciso.
—Servimos al mismo señor, Sparhawk —replicó el abad. Después esbozó una sonrisa—. Además —añadió—, me gustan vuestros modales. Aunque los pandion no os comportáis siempre del mismo modo que nosotros, obtenéis resultados, que es lo que importa realmente, ¿no os parece?