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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (13 page)

El Proyecto 101 tenía que ser uno de esos experimentos. Aquello era una prueba más. Quizá Víctor Gozalo había sido una de sus víctimas, y eso le hizo perder el juicio. Jugaron con su cerebro y quebraron su razón, como un muelle, que se alarga hasta un límite, sobrepasado el cual, ya no puede recuperar la forma y queda inservible. De ser cierta esa hipótesis, no se trataría más que de un simple eslabón de una siniestra cadena. Porque el solo hecho de recibir las llamadas de su Garganta Profunda particular demostraba que había algo más. Un secreto cuya llave poseía Víctor Gozalo.

Todo eso tenía lógica. Las piezas empezaban a encajar. Aunque, a decir verdad, el violín del joven, que prometía con tener la clave del enigma, era igual que una hoja de papel en blanco.

Ahora, Eduardo tenía por delante el viaje a Estados Unidos. La sensación de que perdía el control de la situación era cada vez más aguda. Más que llevar las riendas, Eduardo se veía como el caballo que tira del carro. Pero no se dejaría controlar más allá de lo necesario para profundizar en su investigación. No era la primera vez que tenía que dejarse llevar por la corriente para luego salirse de ella cuando le conviniera. El último golpe lo daría él.

13

—¿En qué piensas?

Bárbara habló entre jadeos. Llevaba más de una hora dentro del saco de dormir de Alejandro, junto a él. Habían hecho el amor varias veces, y ahora él la abrazaba y le acariciaba el pelo mientras sus cuerpos sudorosos trataban de recuperar fuerzas para comenzar de nuevo. Quizá se debía al efecto de los hongos alucinógenos de Mar, pero el sexo con Alejandro había sido increíble.

—Estaba pensando en ti —respondió él.

Ella se mostró satisfecha. Alejandro era un chico inteligente, y sabía que responder eso la halagaría. Ella también era una chica inteligente, y por eso no le molestó ser consciente de ello.

—¿Escribirás alguna vez algo sobre mí, escritor
salido
?

—¡Por supuesto! —exclamó Alejandro—. Pienso escribir una actualización ampliada de
La Odisea
sobre tu suave culito. Eso me inspirará…

Bárbara se incorporó levemente y lo miró muy seria. Él sonreía. No pudo aguantar su mirada divertida, y ella también sonrió.

—Eres un guarro, ¿lo sabes?

—Pues anda que tú… Menudas cochinadas acabas de hacer.

—Es por culpa de esos malditos hongos… —bromeó ella.

—Ya…

—En serio, Álex, ¿escribirás algún día algo sobre mí?

El chico chasqueó la lengua y sopesó por un instante la conveniencia de decir lo que estaba a punto de confesarle.

—¿Sabes guardar un secreto?

Bárbara sacudió la cabeza, como si la respuesta a esa pregunta fuera obvia.

—Claro.

—Ya estoy escribiendo sobre ti. Y sobre todos nosotros. Algún día escribiré una novela sobre lo que estamos viviendo aquí. Se llamará
Okupas
.

—¿Y qué contarás de mí?

—Sólo cosas buenas… —dijo Alejandro, con una media sonrisa enigmática—. ¿Qué, volvemos a las cochinadas?

—Síii… —susurró Bárbara, escurriéndose hacia el interior del saco.

—Soy todo tuyo. Sírvete tú misma…

En otra de las estancias, Germán había terminado de instalar el grifo. Clara estaba dormida con Feo entre sus brazos. El joven la arropó y decidió darse una ducha. Llevaba dos o tres días sin lavarse como era debido. A los demás debían de durarles todavía los efectos de los hongos, así que esperaba tener un poco de intimidad. Enchufó una manguera de goma al grifo y, sin importarle lo fría que estaba el agua, la llevó hasta un rincón donde descubrió un pequeño desagüe.

Acababa de quitarse la ropa cuando Víctor apareció de improviso.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Germán, azorado por su repentina aparición, que le había cogido desprevenido y completamente desnudo.

A pesar de la penumbra, la luz de las farolas iluminaba la estancia lo suficiente para permitir distinguir sus formas. Germán dudó si taparse, aunque era obvio que a Víctor le traía sin cuidado. Éste se acercó a la ventana y miró al exterior.

—Otra vez está nevando —dijo, sin responder a la pregunta de Germán, que finalmente decidió cubrirse con la toalla—. ¿Has visto a Mar?

—He estado ocupado con lo del grifo. También he encontrado unos cables sueltos que tienen corriente. No he visto a Mar.

—Estará por ahí, buscando fantasmas… —La voz de Víctor sonó extraña—. Avísame cuando termines. Yo también necesito una ducha.

Germán asintió y Víctor desapareció de nuevo entre las sombras como había aparecido, sin hacer ruido. Germán se sintió estúpido por haber mostrado pudor. Víctor le gustaba. Le gustó en cuanto lo conoció. Quizá por eso no podía evitar comportarse torpemente cuando él andaba cerca. Germán había tratado de eliminar de su cabeza esa fuerte atracción, porque no tenía ninguna duda de que a Víctor sólo le gustaban las mujeres, pero ese repentino encuentro había vuelto a sacarla a flote desde su subconsciente. En cualquier caso, lo que le intrigaba era la pregunta de Víctor sobre Mar. Creía que estaba con ella, montándoselo por ahí bajo los efectos de la droga. Como Alejandro y Bárbara. No les había visto en el saco, pero había oído sus gemidos de placer.

Terminó de asearse como pudo con la gélida agua que hería su piel, se secó y volvió a vestirse para entrar en calor. Estaba realmente congelado, aunque poco a poco, a medida que el frío de su cuerpo disminuía, fue envolviéndole la agradable sensación de sentirse limpio de nuevo.

Volvió a la habitación en la que Clara dormía con Feo. Éste se despertó al oírlo llegar y fue a su encuentro. Por suerte, no ladró. La joven seguía profundamente dormida. Germán dudó un momento y luego decidió ir en busca de Mar. Algo extraño estaba sucediendo. Él no creía en corazonadas, pero aquello, sin duda, lo era.

Cogió su linterna, comprobó que las pilas se hallaban en buenas condiciones, y se dirigió hacia la escalera que comunicaba las diferentes plantas. No le hacía ni pizca de gracia adentrarse solo en las entrañas del edificio, pero estaba resuelto a hacerlo. Tenía que demostrarse a sí mismo que no era una «nenaza», como le había calificado Pau antes de abandonarles. Podía ser gay, pero no por eso dejaba de ser un hombre. El peso de esa losa lo impulsaba, en ocasiones, a hacer cosas arriesgadas que no haría alguien que no sintiera la necesidad de demostrarse algo a sí mismo.

Subió hasta la primera planta y la recorrió bastante asustado. Oyó sonidos indefinibles, como crujidos y el que hacía alguna que otra alimaña al deslizarse. Lo que en otro caso le habría parecido normal —la luz del potente haz de su linterna, que abría un hueco luminoso entre las sombras pero hacía al resto de la oscuridad más profunda—, le comunicaba un desasosiego que empezaba a crisparle los nervios.

No encontró nada en ese piso. Subió al segundo y repitió la inspección. El resultado fue el mismo que en la tercera planta. Cuando llegó a la cuarta y última, el hueco abierto el día anterior en la ventana que daba hacia el barrio de Moncloa le ofreció una especie de respiro. Un protector cono de luz penetraba por aquel hueco desde el exterior. Esa nimiedad hizo que se relajara un poco. Avanzó hacia la ventana como si ésta pudiera ofrecerle el abrigo de un lugar seguro. Miró por ella y se fijó en la nieve que caía, como le había dicho antes Víctor. Todo estaba cubierto por una inmaculada capa blanca.

El chico se volvió de pronto. Ahora sí había oído un ruido. Un ruido claro y fuerte. Pensó que sería Mar. O quizá Víctor. O ambos.

Trató de ocultar su temor haciendo que su voz sonara con aplomo.

—Ya era hora de que dierais señales de vida.

Le pareció una frase tonta, pero aquella trivialidad fue todo lo que se le ocurrió decir para demostrar que no estaba asustado.

Porque lo estaba.

Algo se movió junto al umbral de una puerta. Germán apuntó hacia allí con la linterna, nervioso.

—Vamos, ya está bien de jugar…

Nadie contestó. Aunque los oídos y los ojos de Dios también estaban allí. Como en todas partes.

Germán ya no pudo aguantar más. Se dirigió directamente hacia la escalera como un caballo con anteojeras. El vello de su nuca estaba completamente erizado y sentía que en cualquier momento alguien lo agarraría por la espalda.

No fue así. Llegó a la escalera y bajó por ella con rapidez hasta la planta baja. Sólo allí se detuvo y resopló, aliviado. Caminó sin rumbo, molesto consigo mismo por su escaso arrojo. Alejandro y Bárbara continuaban revolviéndose dentro del saco y Clara seguía dormida. No vio a Feo por ninguna parte. Eso le extrañó hasta que vio la puerta metálica que conducía al sótano. Estaba abierta.

Germán sonrió y suspiró. Había sido realmente estúpido al asustarse. Seguro que era el mendigo quien estaba arriba. No iba a mantenerse permanentemente oculto en las profundidades del edificio. En ningún momento había pensado en él. Pero eso lo explicaba todo.

No se dejaría intimidar de nuevo. Si Víctor y Mar no se encontraban en los pisos superiores ni en la planta baja, sólo podían estar allí, en el sótano. Igual que el perro de Clara. Y si ellos se habían atrevido a bajar, él también lo haría. Una vez más, la curiosidad y el ansia por demostrarse su valor llevaron a Germán a hacer lo que no debía.

Descendió por la escalera precedido por el halo de luz de su linterna. Apuntó con ella hacia las diversas galerías. No sabía cuál tomar. Se quedó unos segundos en absoluto silencio, tratando de escuchar algún sonido delator. No le habría extrañado en absoluto escuchar jadeos similares a los de Alejandro y Bárbara. Aunque sonarían más morbosos, en aquel subterráneo que rezumaba humedad y servía de refugio a criaturas huidizas y dañinas.

Fue incapaz de distinguir nada por encima de la leve mezcla de sonidos que parecían surgir de las entrañas del edificio, como si él mismo fuera una criatura con vida propia. Desde donde estaba, volvió a iluminar los diversos túneles. En uno de ellos le pareció ver algo. Una protuberancia oscura de forma alargada e indefinida. Fue caminando hacia ella lentamente, sin dejar de apuntarla con la linterna, avanzando por el siniestro y putrefacto sótano en el que el aire fresco no había entrado desde hacía años. A medida que se aproximaba, la forma iba revelándose. Pero, en su mente, esa forma carecía de sentido y aún no era capaz de distinguirla.

De pronto, Germán se detuvo en seco. Había oído una especie de golpeteo con una cadencia regular. Tragó saliva, petrificado, hasta que se dio cuenta de que era su corazón acelerado, que bombeaba la sangre por su torrente sanguíneo.

Lanzó un suspiro de alivio y se repitió de nuevo que era un estúpido por estar tan asustado sin ningún motivo. Todo se debía a la sugestión, como cuando se apaga de pronto la luz y uno queda sumido en las tinieblas. Parece que cualquier monstruo puede estar oculto en ellas y aparecer de la nada.

Las cosas estaban desviándose del plan previsto. Pero los ojos y los oídos de Dios nunca descansan. Su voz volvió a hablar a su servidor, el mendigo. Éste se hallaba en el piso superior. Aquel chico que había subido hasta allí hacía un rato había estado a punto de descubrirlo. Y entonces habría tenido que explicarle, antes de matarle, que él sólo cumplía la voluntad del Todopoderoso.

Tuvo tiempo de esconderse. El muchacho no lo vio. Estuvo a punto, pero se marchó.

El mendigo ignoraba para qué le había pedido Dios que abandonara su refugio en el sótano y subiera hasta allí arriba. Pero los caminos del Señor son inescrutables. Él obedeció sin pensar. Porque pensar era malo y contrario a los deseos de Dios. Cada vez que quiso comprender, fue castigado. Cada vez que cuestionó la voluntad del Señor, sufrió su ira.

Ahora le llamaba otra vez. Su voz resonaba de nuevo en su mente. Le revelaba cosas que él ignoraba y le pedía que obrara según sus designios. Debía regresar al sótano para convertirse de nuevo en el divino brazo justiciero. Aquellos jóvenes habían ofendido a Dios, y Dios sólo perdonaba después del sacrificio. Su infinita misericordia siempre tenía un precio.

La nieve caía con mayor intensidad. Esa nevada sería la más copiosa del invierno.

«Dios escribe recto en renglones torcidos», dijo la voz dentro de la cabeza del mendigo.

—Sí, escribe recto en renglones torcidos —repitió el viejo en un susurro apenas audible.

Rebuscó entre sus ropas y agarró fuertemente el mango de la navaja automática antes de comenzar a descender por la escalera, en dirección a la planta baja y, desde allí, a la puerta del sótano.

Los monstruos sólo existen en las pesadillas, pero las pesadillas a veces se convierten en realidad. Germán siguió avanzando con su linterna hacia el fondo de la galería. Sólo cuando estuvo encima del extraño bulto que había visto desde lejos, comprendió qué era. No podía ser verdad. Aquello era imposible. De súbito, un escalofrío le recorrió el cuerpo desde la punta de los pies hasta erizarle el vello de la nuca. Notó que sus piernas vacilaban. Su corazón, acelerado, parecía a punto de salírsele por la boca. Trató de gritar, pero sólo logró emitir un gemido agudo que se desvaneció al instante en el aire, denso y gélido.

Ante sí tenía el cuerpo de Pau. Sus piernas estaban tiesas, sus manos encogidas y agarrotadas, su rostro descompuesto y con la boca muy abierta. Y su garganta terriblemente cercenada.

Germán se quedó como hipnotizado, incapaz de reaccionar. Detrás de Pau estaba el cuerpo de Mar, igualmente crispado y cosido a puñaladas.

Le hizo salir del trance la vibración nerviosa de la luz de su linterna, que se agitaba temblando sobre los cuerpos sin vida de sus compañeros.

Tenía que escapar de allí, volver al piso de arriba, avisar a los demás, llamar a la policía, hacer algo… Las ideas se agolpaban atropelladamente en su mente desorientada. El impacto le había trastocado por completo. No podía pensar con claridad. Únicamente sabía que tenía que huir de ese lugar, salir al exterior, alejarse del peligro.

Por fin pudo darse la vuelta y obligar a sus piernas a caminar. Dio un traspié que a punto estuvo de hacerle caer. Iba tambaleándose como un borracho. Ya no le faltaba mucho para llegar al principio de la galería, a la escalera que significaba la salvación.

—¡Ah! —gritó al escuchar el ruido de una puerta que se cerraba.

Una figura surgió de las sombras, al pie de la escalera. La luz de la linterna la iluminó y unos ojos encendidos centellearon como faros inyectados en sangre. A Germán le parecieron inmensos y terribles, rodeados por una maraña de pelo que parecía flamear. Era el mendigo. Pero ya no parecía un pobre viejo sucio y decrépito, sino un ángel de la muerte. En su mano brillaba un objeto metálico y alargado.

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