A quien tanto temía.
—¿Eres tú, Señor? —preguntó de pronto, levantando su mirada vacía y demente hacia lo alto.
En el techo no había más que goteras y desconchones, pero el viejo miraba instintivamente hacia arriba cuando Dios se dignaba hablarle con su voz poderosa, que atronaba dentro de su cabeza.
Como ahora.
El mendigo escuchó la voz con atención. Asintió varias veces. Luego juntó las manos en señal de devoción y, por fin, se persignó.
—Sí, haré lo que tú me mandas —dijo a la eterna oscuridad del sótano. Y luego musitó—: Tengo que cumplir la voluntad de Dios.
A Mar ya no le cabía duda de que Víctor se había escondido ahí abajo. Quería jugar, y ella iba a seguirle el juego. Al fondo de la larga galería le pareció distinguir algo de luz. Apagó la linterna para comprobar que no era un resplandor del haz ni una visión de su cerebro alucinado.
Estaba en lo cierto. Allí había luz.
—¡Víctor! ¡Sé que estas ahí! —gritó hacia el túnel.
No hubo respuesta. Aunque unos oídos oyeron su voz y unos ojos distinguieron su figura.
La mortecina luz se apagó y Mar quedó completamente a oscuras. En su delirio, le pareció escuchar una respiración a su espalda. Sintió un repentino pánico. No acertaba a deslizar el interruptor de su linterna, que parpadeó varias veces sin llegar a encenderse.
Por fin lo consiguió y, nerviosa, se volvió completamente. Allí no había nada, al menos a su espalda o cerca de ella. Trató de tranquilizarse. «Qué tonta soy», pensó. Sólo era Víctor, que quería asustarla. Pero no iba a conseguirlo tan fácilmente. Estaba resuelta a no dejarlo escapar. Luego se lo agradecería, cuando los dos se fundieran en un cálido abrazo y comenzaran a intercambiar sus fluidos corporales.
Avanzó un poco más hacia el fondo de la galería. Sus pies rozaban el suelo húmedo y las gotas de agua caían sobre los pequeños charcos con cadencia regular. Otros sonidos muy leves surgieron de todas partes y de ninguna.
—Esto debe de estar lleno de bichos —dijo Mar en voz alta.
Por mucho que se dijera que allí no había ningún peligro, no pudo evitar un instintivo y súbito temor en ese lugar solitario y oscuro. Aquello había dejado de ser divertido. Se sintió mareada. El claustrofóbico pasillo pareció estrecharse aún más. Vio cómo el techo y las paredes mugrientas se acercaban hasta llegar a un palmo de su cuerpo y decidió que era hora de volver arriba, estuviera o no Víctor allí. Se puso a silbar para ahogar los indefinibles sonidos y su creciente angustia. Una cancioncilla que siempre le había gustado, y que usaba desde niña para darse ánimos cuando estaba sola y le entraba miedo. No recordaba su nombre, aunque pertenecía a
Las bodas de Fígaro
, de Mozart. Sus padres eran cantantes de ópera en los tiempos en los que ella era pequeña y vivía feliz. Luego sucedió lo impensable. Parecían una pareja sin el menor problema, pero su madre se lió con un director de orquesta y su padre enloqueció al enterarse. Todo sucedió muy rápido. Los mató a los dos y luego se suicidó. Un mundo entero puede desaparecer en un breve instante, y la luz convertirse en oscuridad.
Mar tenía entonces sólo doce años, y su vida se derrumbó. Tuvo que ir a vivir con una horrible tía suya, que era francesa, solterona y de carácter arisco. Nunca le tuvo ningún cariño y tan sólo se preocupó de internarla en un rígido colegio de señoritas, a las afueras de París, donde ella se dedicó a acostarse con la mitad de sus compañeras y casi todos los muchachos del pueblo vecino.
Acabaron echándola. Su tía montó en cólera y Mar se escapó; regresó a España tras una breve estancia en París, donde estuvo trabajando en un bar de copas y haciendo topless hasta que la policía lo cerró y detuvo al dueño por contratar a chicas menores de edad. Entonces, Mar se unió por vez primera a un grupo de okupas y empezó a interesarse por el arte. Al principio hacía grafitis y cosas por el estilo, pero luego tuvo una especie de novio, mayor que ella, que le enseñó a pintar y modelar.
Ése era ahora su sueño. Convertirse en una artista de verdad, exponer en alguna galería y canalizar toda la energía que llevaba dentro en algo más constructivo que las drogas y el sexo por el sexo.
Siguió silbando mientras regresaba por el túnel de vuelta al piso superior, con paso cada vez menos decidido. De pronto, a su lado surgieron de los muros una especie de formas arborescentes que tenían bocas humanas. Juntaron los labios y se pusieron a silbar con ella, al tiempo que seguían con sus finos cuerpos fibrosos el ritmo de la música.
Era evidente que estaba alucinando. Y a su alucinación se unió también una voz lejana que cantaba los versos de la ópera.
No quieras ir más lejos, amorosa mariposa
,Día y noche pululando por ahí
,De las bellas turbando el reposo
,Narcisillo, Adonis enamorado
.
Tenía que ser Víctor, se dijo. Y quiso creerlo. ¿Quién podía ser si no? La desazón de Mar se convirtió en una euforia repentina y se lanzó casi corriendo otra vez hacia el fondo del túnel. También ella cantaba ahora, hasta que tropezó con algo y cayó de bruces. La linterna se le escapó de la mano y rodó por el suelo hasta quedar a varios metros de ella. Los simpáticos seres musicales desaparecieron. Sin embargo, la voz que cantaba no se detuvo.
Una sombra oscilante se dibujó delante de ella. Vio unos pies y luego el resto de un cuerpo, recortado sobre la luz de la linterna.
—¿Víctor…? —dijo ella dirigiéndose a la figura—. ¿Eres tú?
No hubo respuesta. El temor regresó. En su boca notó el inconfundible sabor del miedo. Sentía las rodillas magulladas y las manos llenas de rozaduras. Se había golpeado la mandíbula contra el suelo y el cuerpo le dolía. Pero la inyección de adrenalina que su corazón bombeó por su torrente sanguíneo hizo que el dolor se esfumara.
Se levantó de un salto y trató de correr hacia el lado opuesto del pasadizo. Si lo que Víctor pretendía era asustarla, lo había conseguido. «El muy capullo.» No le importaba que luego se riera de ella con todos los demás. Sólo quería escapar de ese túnel húmedo y oscuro.
Pero no pudo hacerlo. Algo la agarró por una de sus piernas y tiró con fuerza hasta hacerla caer de nuevo. Boca abajo, y en sentido contrario a la luz, sólo pudo ver la alargada sombra que la iba cubriendo.
Quiso darse la vuelta, pero ese mismo algo se lo impidió. Un relámpago de dolor atenazó entonces sus músculos; ni siquiera pudo gritar. Sintió el frío de una hoja metálica que rasgaba su carne y le atravesaba la espalda. Sus ojos, antes de morir, mostraron, más que temor, una terrible incredulidad.
Que sólo Dios pudo ver.
The Washington Post
Domingo, 14 de enero, 2007; página W22
JUEGOS MENTALES
Nuevo en internet: un grupo de personas creen que el gobierno está transmitiendo voces a sus cerebros. Puede que estén locos, pero el Pentágono ha desarrollado un arma capaz de hacer justamente eso.
Por Sharon Weinberger
SI HARLAN GIRARD ESTÁ LOCO, NO ACTÚA COMO TAL. Está justo donde dijo que estaría, bajo el memorial de la Segunda Guerra Mundial de la estación de ferrocarril de Filadelfia —una impresionante estatua de un ángel alado que abraza a un soldado caído, como si estuviera llevándoselo al Cielo—. Girard va vestido con unos pantalones de color caqui, zapatos de cuero con aspecto de ser caros y una camisa de un azul intenso. Parece un hombre de negocios local vestido para un viernes informal —un hombre de negocios local con un siniestro sentido del humor, que se hizo patente cuando dijo que lo encontraríamos junto al «ángel que está sodomizando a un soldado»—. A la edad de setenta años, se le ve robusto y saludable —en absoluto despeinado ni desaliñado—. Lleva consigo una bolsa.
La descripción que Girard hace de sí mismo es escueta, hasta que llega el momento de explicar qué hay en el maletín: documentos que, según él, prueban que el gobierno está intentando controlar su mente. Lleva consigo a todas partes ese maletín negro y ajado. «Siempre que salgo por ahí, me da la impresión de que cuando vuelva a casa me encontraré con que me lo han robado todo», dice.
Dejando aparte el maletín, Girard parece un hombre inteligente y coherente. Sentado a una mesa frente al Dunkin’ Donuts en el interior de la estación de ferrocarril, Girard abre el maletín y extrae un grueso fajo de documentos, cuidadosamente etiquetados y ordenados mediante post—its que muestran pulcras notas escritas en mayúscula. Los documentos, que parecen auténticos, son una mezcla de noticias y artículos seleccionados de revistas militares e incluso de algunos documentos secretos desclasificados que pretenden demostrar que el gobierno de Estados Unidos ha intentado desarrollar armas capaces de transmitir voces a las mentes de las personas.
«Es innegable que esa tecnología existe —dice Girard—, pero si se te ocurre ir a la policía y decir “Oigo voces”, te encerrarán para hacerte una evaluación psiquiátrica.»
Lo que falta en ese maletín —lo que le permitiría demostrar que no está loco— es al menos un solo documento que apoye esa teoría inverosímil de que el gobierno está realmente utilizando una tecnología de control mental en un grupo amplio de ciudadanos americanos. La única prueba directa de ello, admite Girard, son las supuestas víctimas como él.
Y, de ésas, hay muchas más.
El ejército de Estados Unidos había llevado a cabo, en 2002, un proyecto secreto sobre el modo de controlar la mente de los seres humanos. Tras los atentados del 11—S, los gobiernos occidentales se dieron cuenta de que, hicieran lo que hiciesen, siempre estarían en desventaja con los enemigos terroristas. Cuando a alguien no le importa morir en una acción suicida, cuando alguien está dispuesto a inmolarse en nombre de un ideal, es casi imposible luchar contra él. El profundo fanatismo es un arma invencible. Por mucho que se perfeccionaran la tecnología militar y la preparación de los soldados de Occidente, nunca se anularía esa desventaja.
Salvo que se jugara con las mismas cartas.
Crear fanáticos artificialmente; en eso se resumía lo que el ejército norteamericano estaba tratando de conseguir. Personas cuya voluntad fuera anulada por completo para convertirlas en esclavos mentales, capaces de obedecer cualquier orden, sin que importara su integridad física ni hubiera trabas morales.
Pero ¿en eso consistiría el Proyecto 101? ¿Qué relación tendría con Argos? ¿Y con España? ¿Qué papel desempeñaba Víctor Gozalo en todo ello? Demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Angustiosamente pocas respuestas.
Eduardo tenía ante sí las piezas del violín de Víctor Gozalo. Ensimismado en sus pensamientos, acariciaba la tapa y recorría con el dedo la forma de una de las efes. Tuvo que regresar a la realidad para darse cuenta de que su teléfono móvil estaba sonando otra vez con el ya acostumbrado número oculto.
Lo cogió y se lo puso al oído, sin decir nada.
—¿Señor Lezo? —Era Garganta Profunda—. ¿Empieza ya a comprender?
—No lo sé.
—¿Ha leído bien el artículo? ¿Ha comprendido qué significa?
—Le repito que no lo sé.
Eduardo estaba enfadado. Tenía la sensación de que había querido manejar los hilos de aquel hombre, cuando era él quien movía los suyos a voluntad.
—Está usted dando los primeros pasos. Debe conocer mejor lo que tiene entre manos, antes de seguir.
Eduardo miró instintivamente el violín desmontado. Aquello era lo que tenía entre manos, en cierto modo. Entonces se percató de que Garganta Profunda no había mencionado para nada el instrumento. Puede que no conociera su existencia. O que no tuviera nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, era innegable que Víctor Gozalo había perdido la cabeza.
—¿Y qué es lo que debo conocer? No tengo ni tiempo ni dinero —dijo Eduardo, que no evitó un leve suspiro al pensar en su suspensión en el trabajo.
—Eso no es un problema.
—Para mí sí lo es.
—Quiero decir que basta con que me indique una cuenta y hoy mismo le ingresaré, digamos, cinco mil euros. Para que no trabaje gratis.
En un primer momento, Eduardo pensó en rechazar de plano el ofrecimiento. Pero luego reflexionó y se dijo que una transferencia bancaria siempre deja rastro, lo que podría ayudarle a descubrir la identidad de su enigmático interlocutor.
—Bien. Tome nota de mi cuenta.
El hombre lo hizo. Luego Eduardo le preguntó:
—Aunque todavía no le he dicho que acepto. En todo caso, trabajaré para mí, no para usted.
—Bien. Como quiera. Apunte un nombre: José Manuel Rodríguez Delgado. ¿Le dice algo?
—¿Es un cantante de rock?
Garganta Profunda pasó por alto el comentario burlón y siguió hablando:
—En 1963, el profesor Rodríguez Delgado llevó a cabo un experimento que se puede calificar de proeza científica. Ha estado varias veces propuesto para el premio Nobel. Mereció, incluso, aparecer en la primera página de
The New York Times
. Busque la noticia y profundice en el hombre. Lo que descubra no le defraudará. Se lo aseguro.
—¿Por qué es tan importante?
—Le pondrá, por así decirlo, en el camino correcto. Créame, es mejor que lo averigüe usted mismo.
—Está bien. Lo haré. Pero insisto en que no me considero comprometido con usted de ningún modo.
—Eso no será necesario. Mi interés no es personal. Podrá disponer del dinero en veinticuatro horas.
El hombre colgó el teléfono sin esperar respuesta ni dejar que Eduardo hiciera más preguntas. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre. Eduardo distinguía dos fuerzas contrapuestas en su interior. Por un lado, recelaba de todo, incluso sentía algo de miedo y desasosiego. Pero la emoción de investigar un auténtico enigma volvía a inyectar la droga de la curiosidad en sus venas.
Encendió el ordenador y accedió a su cuenta corriente. Suspiró al comprobar lo exiguo de sus ahorros. Aún no había recibido la transferencia. Era lo que más le inquietaba: averiguar la procedencia del dinero. Luego le bastaría con telefonear a un amigo suyo, detective privado, y pedirle que rastreara al remitente. No era la primera vez que una cuenta bancaria le permitía conseguir un nombre. Después, con la base de datos del registro de empadronamiento, era posible conseguir mucha más información. Todo deja rastro, y los rastros pueden seguirse si se tiene buen olfato.