—¿Qué pasa Natalie? No entiendo nada —preguntó Thomas con el pie del guardia entre sus manos.
—Te ha pedido que si, ya que eres médico, le haces el favor de mirarle la uña del dedo gordo del pie, que cada día le duele más —continuó riéndose.
Tras mirarle el problema al guardia y darle un remedio casero que casualmente había visto por la televisión, subieron de nuevo al autobús que les conduciría al hotel. Sentados en sus asientos y sin hablar, Thomas volvía a mirar el acertijo, rebuscando entre las palabras algo que no hubiera visto antes y que le diera la razón a lo que le decía Natalie.
De repente, un codazo en su brazo le hizo regresar del mundo donde se encontraba.
—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.
—Escucha, escucha al guía.
En aquel mismo instante explicaba que en 1959 se inició una campaña internacional de recogida de fondos para salvar los monumentos de Nubia, ya que algunos de ellos estaban en peligro de desaparecer bajo el agua, como consecuencia de la construcción de la presa de Asuán.
Comentaba que el salvamento de los templos de Abu Simbel se inició en 1964 y costó la suma de treinta y seis millones de dólares. Entre 1964 y 1968, los templos se desmantelaron, cortándose en grandes piezas numeradas, para volver a ser reconstruidos en una zona próxima, sesenta y cinco metros más alta y unos doscientos metros más alejada.
El guía, haciendo un inciso en su explicación, señaló unos barcos que había sobre el río y dijo:
—Más o menos, su ubicación original estaba allí, por donde se encuentran aquellos barcos.
Tras decir esto, continuó con su explicación, pero Thomas y Natalie ya no escuchaban, estaban pegados al cristal mirando aquel lugar fijamente. Les había vuelto la ilusión, no estaba todo perdido aún.
Al llegar a la habitación del hotel, después de haber parado para comprar un libro sobre la historia de la presa, se sentaron. Querían averiguar más cosas sobre el antiguo emplazamiento de Abu Simbel. Una y otra vez se preguntaban cómo se les había olvidado ese dato tan importante; conocían la historia de aquel templo al dedillo, pero ni siquiera se les había pasado por la cabeza.
Thomas, desesperado al no encontrar nada en el libro, preguntó al aire sin esperar contestación:
—¿Cómo puede ser?
—No te enfades ni te desesperes. Algo encontraremos, pero creo que no estamos buscando en el mejor lugar —dijo Natalie.
—¿Cómo dices?
—Debemos salir a la calle, los ancianos de estos lugares saben mucho más que los libros de historia. Además, nos irá bien que nos dé un poco el aire.
Tras decir esto, salieron del hotel y comenzaron a andar por las calles de Asuán. En su paseo, iban deteniendo a todo anciano que se encontraban en su camino y le preguntaban por el templo y la presa, pero ninguno de ellos les decía nada relevante.
Después de casi dos horas, agotados y habiendo perdido toda esperanza, se sentaron en una pequeña terraza de un restaurante. Thomas y Natalie se lamentaban de su mala suerte, cuando el camarero se les acercó y les dijo:
—Perdónenme si me meto donde no me llaman, pero he escuchado por casualidad de lo que estaban hablando. Les aconsejaría que fueran a hablar con el anciano que regenta aquella pequeña tienda de antigüedades, pues la gente dice que es el más sabio de todos, y cuando tienen un problema se acercan a él para que se lo solucione. Además…
Sin dejarle acabar, se levantaron corriendo y se acercaron hasta la tienda. Los pobres se agarraban a un clavo ardiendo.
Al llegar a ella, abrieron la cortinilla de pequeñas bolas de madera que hacía de puerta y entraron. La tienda era realmente pequeña y las estanterías, repletas del polvo acumulado por el paso del tiempo, rebosaban de figuras y piedras sin valor alguno. El aire estaba recargado de incienso de canela, que provocaba que fuese casi irrespirable. Estaba muy poco iluminada, solamente tenía un pequeño fluorescente colgado del techo, con una luz tan tenue que se hacía casi imposible ver los estrechos pasillos que había entre las estanterías. Al fondo de la tienda había un pequeño y deteriorado mostrador y, tras él, el anciano.
Tras adentrarse por los oscuros pasillos y sortear las numerosas figuras que había colocadas por el suelo, llegaron hasta el mostrador. Allí se encontraba el anciano, durmiendo sobre un pequeño taburete de madera. Tenía la cara y las manos completamente arrugadas por el inevitable paso del tiempo, su ropa estaba llena de retales y sobre su cabeza llevaba un pequeño sombrero redondo.
Natalie, tras intentar despertarlo con llamadas, acercó su mano a él para ver si tocándolo reaccionaba, pero cuando estaba a punto de hacerlo, un grito que parecía ser de niño se escuchó tras ellos. Alarmados, se giraron para ver qué pasaba.
En medio de uno de los pasillos había un niño de unos ocho o nueve años que, al igual que el anciano, vestía con ropas llenas de retales y llevaba un sombrero idéntico al de él. Natalie comenzó a hablar con él. Tras unos minutos de conversación, el niño asintió con la cabeza y se dirigió hacia el anciano. Thomas, que había estado atento a como hablaban, pero que no había entendido nada de nada, le preguntó a Natalie qué le había dicho. Ella le contó que aquel anciano era el abuelo del niño y que le había dicho que ni se les ocurriera despertarlo; sólo él podía hacerlo, pues tenía muy mal despertar. Ella le había preguntado si podría hacerles el favor de despertarlo, ya que tenían un gran problema, y solo él podría darles una solución. El niño, asintiendo con su cabeza, aceptó.
El niño se acercó hasta su abuelo y comenzó a zarandearlo y a gritarle, mientras Thomas y Natalie se miraban impresionados por la poca delicadeza que estaba teniendo. Al ver sus caras, el niño les comentó que además de tener un sueño muy profundo estaba un poco sordo, y continuó gritándole y zarandeándolo. De repente, el anciano abrió los ojos y vio a Thomas y Natalie. Acto seguido, comenzó a gritarles y maldecirles por haber interrumpido su confortable sueño, hasta que comprobó que el que lo había hecho era su joven nieto, y entonces se tranquilizó.
Tras hablar entre ellos, el anciano hizo un claro esfuerzo y se levantó del taburete, colocó como pudo a su nieto sobre él e indicó a Thomas y a Natalie que lo siguieran por una pequeña puerta que había tras él.
Aquella puerta daba paso al almacén, en el que sólo había unas cajas repletas de figuritas y trastos, una mesita, cuatro cojines que la rodeaban y un pequeño hornillo con una tetera humeante. Sin hablar aún con ellos, se sentó en uno de los cojines y les indicó que se sentaran.
Estando acomodados, Natalie, que era la única que se podía comunicar con él, le dijo educadamente y con mucho respeto:
—Hola, noble anciano, somos dos extranjeros interesados en tu fascinante tierra. Nos han comentado que eres el más sabio del lugar y que sólo tú podrías hablarnos sobre un tema.
—Pregúntame lo que quieras, intentaré contestarte como buenamente pueda —le respondió con voz temblorosa y mientras se tocaba la barbilla.
Thomas, que no entendía nada de lo que hablaban, le preguntó a Natalie qué ocurría, pero ella le respondió que se estuviera callado, que cuando se fueran se lo contaría todo. Al escucharla, y entendiendo que él allí no hacía nada, se levantó, hizo una reverencia al anciano y le dijo a Natalie que estaría dando una vuelta por la tienda para ver si veía algo interesante.
Después de casi una hora de aburrimiento, Thomas se alegró al ver salir al anciano y a Natalie por la puerta del almacén.
Tras estrecharle la mano, Natalie se acercó a Thomas con una sonrisa dibujada en su rostro, lo cogió del brazo y le dijo:
—Si me invitas a algo te cuento lo que me ha dicho.
Y de este modo, salieron de la tienda y se dirigieron a la terraza en la que antes el camarero les había dicho dónde encontrar respuesta a sus preguntas.
Thomas bombardeaba constantemente a Natalie con preguntas, pero ella, que tenía una sonrisa en la cara que le llegaba de oreja a oreja, no soltaba prenda.
—Tranquilo Thomas, no te desesperes. Cuando nos traigan las bebidas te cuento —le dijo para hacerle sufrir un poco más.
—Pero no seas así, dime algo. ¡Cuéntame! —le decía desesperado.
Natalie, que se lo estaba tomando con mucha calma, cogió el vaso que le había traído el camarero, le dio un trago y, dejándolo sobre la, mesa dijo:
—Es fascinante lo que llegan a saber los ancianos; son como libros de historia. Me ha contado cosas que nunca antes había escuchado ni leído.
—¿Pero qué dices ahora, Natalie? Deja de andarte por las ramas y cuéntame algo.
—Vale, vale, vale. Mira que eres pesado —le dijo riéndose, y continuó—: Al principio estaba un poco reacio a contarme nada, pues decía que la humanidad está llena de misterios y que algunos de ellos es mejor que sigan siéndolo. Intrigada por sus misteriosas palabras y por lo que podía saber, le he dicho que éramos unos apasionados de los misterios y que me haría un gran favor si me contaba alguno. Tras insistirle varias veces más, accedió a contarme algo de lo que sabía. Comenzó a explicarme cosas fascinantes sobre las pirámides y otras construcciones, pero no me hablaba de la que nos interesaba, y entonces le dije que si sabía algo de Abu Simbel y de su traslado.
»Al preguntarle, se levantó, se acercó a la tetera y se comenzó a preparar un té, mientras me decía que aquel traslado estuvo lleno de misterios. Comenzó sobre 1963 ó 1964, no recordaba muy bien la fecha. El tuvo la suerte de poder trabajar allí, pues decía que estuvo muy bien pagado el trabajo. Tenía cuarenta años y coordinaba a un grupo reducido de hombres, encargados del traslado de varias piezas de distintas zonas. Me explicaba cómo fue de duro el trabajo y cómo lo hacían, pero no me decía nada fuera de lo normal o que no hubiera leído en los libros.
«Entonces lo interrumpí y le pregunté si no había pasado nada raro en todo el tiempo que duró el traslado, y me dijo que sí. El y sus hombres llevaban varios días trabajando en el santuario, cortando en varias piezas el trono donde estaban sentados los dioses con Ramsés, y cuando lo pudieron mover vieron lo que parecía ser una grieta debajo de él. Me contaba que quiso acercarse para averiguar qué era aquello, pero que cuando fue a hacerlo, dos hombres muy bien vestidos se les acercaron y les dijeron que tenían que comprobar unas cosas en ese lugar y que durante ese día no podrían trabajar más allí. Después de decirles esto, cogieron sus herramientas y se marcharon a trabajar a otro sitio.
»Al principio no le pareció raro, pues todo el traslado de la construcción estuvo repleto de parones similares, pero lo raro viene ahora, Thomas. Me ha dicho que al día siguiente, cuando fueron al mismo lugar para continuar trabajando donde lo habían dejado antes de que les interrumpieran aquellos hombres, ya no había nada, lo habían trasladado todo, sólo quedaba una plancha de hormigón en el suelo, que inexplicablemente habían puesto allí. Lo más raro es que no sabe quién desmanteló aquel lugar, pues dice que durante aquel día nadie entró y que por la noche no se trabajó, o al menos, eso le aseguraron.
Thomas, que la escuchaba muy atento, preguntó:
—¿No te ha dicho nada más de la grieta y de aquellos hombres?
—No…, bueno sí, de la grieta nada más, pero de los hombres me ha dicho que nunca más volvió a verlos por allí y que al preguntar por ellos, nadie sabía nada.
—¿Y ya está? ¿Nada más?
—Sí, ya está, luego me levanté, le agradecí el tiempo que había perdido conmigo y lo demás ya lo sabes.
Thomas se quedó pensativo, repasaba en su mente todo lo que le había contado Natalie.
—Esa grieta —susurró.
—Esa grieta debe de ser algo importante. Aquellos misteriosos hombres se apresuraron a sacarlos de allí. Además, al día siguiente había desaparecido, y en su lugar había una plancha de hormigón.
—Es cierto. ¿Pero quiénes eran?
—Ni él lo sabe. Quizás lo que me ha contado sea solamente una anécdota, que no fuera nada, no sé qué pensar ya.
—Yo sólo sé que ahora mismo esa grieta es lo único que tenemos, debemos averiguar más sobre ella.
—¿Pero cómo? Está bajo el agua, a muchos metros de profundidad y sobre ella tiene una plancha de hormigón. Además, ¿cómo la encontramos? Necesitaríamos material electrónico para ello y permisos para poder bucear y demás.
¡Bufff
! —resopló Natalie—. Lo veo francamente difícil.
—Es cierto, son muchas las cosas que necesitaríamos, pero tú tranquila, algo se nos ocurrirá.
Continuaron hablando de los problemas que surgían para poder encontrar aquella grieta. Parecía ser que cuanto más cerca tenían la solución más difícil se les ponía encontrarla.
Sin haber encontrado solución a su nuevo problema, volvieron al hotel, pues se acercaba la hora de quedar con Peter.
En la terraza. Las 18:15 h de la tarde.
T
homas y Natalie estaban sentados en la terraza en la que habían quedado con Peter, que llegaba con retraso. Llevaban un cuarto de hora esperando, pero no se habían dado ni cuenta de ese detalle, pues estaban muy atareados buscando cómo iban a llegar hasta aquella grieta.
Después de un cuarto de hora más, Peter apareció.
—Lo siento mucho, pero es que tuve que arreglar unas cosas antes de venir y se me ha hecho tarde —se disculpó Peter.
—Tranquilo, tranquilo, ni siquiera nos habíamos dado cuenta de la hora que era, no pasa nada —le dijo Natalie.
Tras las disculpas, Peter se sentó y comenzaron a hablar de la universidad, del tiempo que hacía que no se veían, etc., hasta que Peter preguntó:
—Bueno, ¿qué es de tu vida ahora? ¿Y qué os ha traído a Asuán?
Natalie se quedó en blanco, no sabía qué contestar a su pregunta. Entonces, Thomas, que vio el aprieto en el que se encontraba, intervino:
—Pues nada, me enteré de que Natalie era una entendida en egiptología y pensé: «¿Quién mejor que ella para que me enseñe todos los secretos de este lugar?».
—Tienes razón, ha sido la mejor elección que has podido hacer. Natalie siempre tuvo un alma aventurera —dijo Peter mientras la rodeaba con su brazo.
—Y tú, ¿en qué trabajas ahora? —le preguntó Natalie.
—Como ya sabes, acabé la carrera de Biología y ahora me dedico a estudiar la fauna y flora de los ríos.
—Debe ser apasionante tu trabajo —dijo Thomas.
—La verdad es que sí, aunque a veces te das cuenta del daño irreparable que estamos causando sobre el medio ambiente. Pero bueno, para eso estamos los biólogos, para dar cuenta de ello.