Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Imprudentemente, agarró la botella de negro cristal y llenó su copa hasta el borde. Era mejor despertar mañana sintiendo martillazos en la cabeza que pasarse toda la noche sin dormir y con la envidia royéndole las entrañas como una enfermedad.
¿Estaba ella yaciendo esta noche con Tarod? Las habladurías se propagaban como un incendio en el Castillo, y eran demasiados los que hablaban de la puerta cerrada de Tarod y de la ausencia de la joven de las habitaciones destinadas a las Novicias para que el rumor no fuese tomado en serio. Y hacía solamente unos minutos que Keridil había dado su beneplácito a la unión, obligándose a desterrar los celos de su mente. Cuando volviese de la Isla de Verano, se completarían las formalidades y Sashka Veyyil quedaría ligada a otro hombre.
No era que estuviese enamorado de ella, se dijo tristemente Keridil. Ni siquiera podía decir que la conociese bien, y el amor era algo muy distinto que las punzadas de un enamoramiento a distancia. Pero esta situación podía cambiar con peligrosa facilidad y, si su único consuelo estaba en los encantos de Inista Jair, era ciertamente un consuelo muy pobre…
Apuró su copa y cuando levantó para guardar de nuevo la botella, el suelo pareció vacilar bajo sus pies. El licor había surtido efecto, pero no lo bastante para eliminar la sensación de frustración. Tal vez, se dijo, su estancia en el sur le ayudaría a ver las cosas bajo una perspectiva más alentadora; cuando regresase, quizás se daría cuenta de que todo había sido una tempestad en un vaso de agua. Pero, en el fondo de su corazón, dudaba de que fuese así.
Alguien llamó con golpes vacilantes a la puerta, y el anciano Gyneth Linto, el mayordomo de Jehrek que servía ahora al hijo de éste, asomó la cabeza.
—Oh, discúlpame, Señor; creía que te habías retirado a descansar. Iba a apagar las luces.
Se disponía a marcharse, pero Keridil se lo impidió con un ademán.
—Has hecho bien, Gyneth. Precisamente iba ahora a acostarme. No tenías que haberme esperado.
—No ha sido ninguna molestia, Señor. —Gyneth esbozó una de sus vagas y amables sonrisas y cruzó la habitación. Empezó a apagar metódicamente las velas, una a una—. Las antorchas del patio han sido también apagadas, Señor, al terminar las fiestas. La mayoría de la gente que estaba en la Península se ha marchado ya; aunque hay unos cuantos que esperan para desearte mañana un buen viaje.
—Sí. Sí, gracias.
—Y yo mismo he terminado de hacer el equipaje y de cargarlo, Señor, para que todo esté a punto para que puedas partir temprano. —El anciano hizo una pausa y miró a Keridil antes de apagar una vela humeante—. ¿ Te ocurre algo, Señor? ¿Te encuentras mal?
El viejo Gyneth era demasiado perspicaz para sentirse tranquilo. Keridil le dirigió una sonrisa forzada y sacudió la cabeza.
—No, Gyneth, estoy bien. Sólo un poco cansado; esto es todo. Te deseo buenas noches.
—Gracias, Señor. Buenas noches.
Estaba apagando la última vela cuando Keridil abrió la puerta. El Sumo Iniciado miró una vez por encima del hombro, sintiendo que su ánimo estaba tan frío y oscuro como lo estaba ahora la habitación. Después salió rápidamente al pasillo y se dirigió a sus habitaciones particulares.
—N
o quiero que te vayas. Lo sabes, ¿verdad?
Sashka cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de Tarod.
—Lo sé. Pero es por tan poco tiempo… Y no quiero indisponerme con la Superiora; ahora menos que nunca.
El suspiró y, aunque no podía rebatir su argumento, cedió de mala gana. Una parte irracional de su mente temía que, al perderle de vista, dejara de pensar en él; que, una vez instalada de nuevo en la Residencia de la Hermandad, y con el paso del tiempo, podía descubrir Sashka que era cada vez más fácil no volver al Castillo.
Ella intuyó lo que él estaba pensando y añadió, animosa:
—Así tendré también tiempo de visitar a mis padres y darles la noticia. Querrán empezar indistintamente los preparativos… y se sentirán felices por nosotros.
Tarod la miró gravemente, con ojos inquietos.
—¿Lo crees de veras? —preguntó. Me pareció que te mostrabas reacia a decírselo…, como si temieses que no lo aprobasen. O… ¿es que tienes alguna duda, Sashka?
—¡No, amor mío!
La respuesta fue tan vehemente que él lamentó no haberse mordido la lengua. Ella lo acarició con la punta de los dedos, trazando una línea desde el cuello hasta el hombro y el brazo izquierdos.
—Confía en mí, Tarod. Daría cualquier cosa por no separarme de ti, pero tengo que irme. Será por poco tiempo, y después volveremos a estar juntos… para siempre.
No del todo satisfecho, pero sabiendo que debía contentarse con esta respuesta, Tarod asintió con la cabeza.
—Sea como tú dices, amor mío. Aunque no quiero pensar en lo que tendré que hacer para no volverme loco durante tu ausencia.
Sashka correspondió cariñosamente a su sonrisa. Era extraño, pensó, lo vulnerable y emocional que podía ser un alma debajo de la fría superficie de aquel hombre. Cuando había empezado su noviazgo, le había tenido un poco de miedo, aunque nunca lo había manifestado. Ahora, conociéndole mejor, creía comprender los poderosos sentimientos íntimos que le impulsaban, y ya no tenía miedo.
Se puso de puntillas para besarle.
—Si no bajo al patio, se marcharán sin mí…
—Tendrías que haber dejado que te llevase yo a la Tierra Alta, en vez de empeñarte en ir con el grupo.
—¿Los dos solos? —Se echó a reír, pero amablemente y con un atisbo de sensualidad—. ¿Habríamos llegado a la Residencia, amor mío? ¿O me habrías llevado a algún lugar secreto donde nadie volviese a saber nada de nosotros?
—¿Te habría importado que lo hiciese?
—Sabes que no…, pero tienes que tener un poco más de paciencia. Después…
Sashka no terminó la frase, sustituyéndola por otra sonrisa que expresaba más que las palabras.
Cediendo a un súbito impulso, Tarod se llevó una mano al hombro, donde la insignia de oro de Iniciado brillaba débilmente a la luz que se filtraba por la ventana. La desprendió y la puso en la mano de Sashka.
—Guárdala bien —dijo, con voz un poco temblorosa—. Ella hará que vuelvas a mí.
—¡Oh, Tarod…!
Sashka agarró el broche con tal fuerza que el brillante metal se clavó en la palma de su mano. Era un talismán… y una prenda que demostraría a los escépticos las buenas intenciones de Tarod. Cuando viese su padre que tenía en su poder una insignia de Adepto del séptimo grado, ¡no se atrevería a castigarla por haberse prometido sin su consentimiento! Y en cuanto a sus compañeras Novicias…
Guardó cuidadosamente el broche en la bolsa que llevaba debajo del corpiño, y tenía alegre el corazón cuando bajaron la escalera principal del Castillo y salieron al patio. El resto del grupo, formado por unos cuantos Iniciados que debían asistir a una sesión en la Tierra Alta del Oeste y tres mayorales enviados para comprar caballos en Chuan, estaba esperando. Seguía cayendo la llovizna que había empezado al amanecer, y Sashka se alegró de que hubiesen echado una manta sobre su caballo para conservar seca la silla. Levantó la capucha de su costoso abrigo de cuero para cubrirse los cabellos y se volvió a Tarod.
—Volveré tan pronto como pueda, amor mío. Y te enviaré un mensaje desde la Residencia, con el primer correo, para explicarte lo que han dicho mi padre y la Superiora.
Sin importarle que los impacientes jinetes, y probablemente otras muchas personas, estuviesen observando, Tarod atrajo a Sashka hacia sí y la besó.
—Estaré esperando.
Desde las macizas puertas del Castillo, contempló cómo se perdía el grupo a lo lejos, y la cara de Sashka no era más que una mancha pálida cuando ella miró hacia atrás. Después cruzó despacio el patio, sin reparar en la actividad creciente a su alrededor, y volvió a sus habitaciones.
Sentía como si una parte vital de su ser hubiese salido con Sashka del Castillo. Durante los primeros días de su galanteo, había luchado contra la fuerza emocional que le sometía a ella y le hacía, por ende, vulnerable; después no había podido continuar aquella batalla mental y había capitulado. Y la experiencia era más exquisita, más incitante y más dolorosa de lo que había creído posible. El tiempo, lejos de ella, se eternizaba de una manera horrible; durante los ocho días transcurridos desde que terminaron las fiestas de la investidura y Keridil se marchó al sur, Tarod había vivido sólo para Sashka. Ahora debía tratar de ocupar su antiguo puesto en el Círculo, que había descuidado completamente desde la noche en que la joven había entrado en su vida.
Su dormitorio, solamente iluminado por la luz débil y gris del día, parecía sombrío y triste. En el antepecho de la ventana, el polvo se acumulaba sobre un montón de libros, y en la revuelta cama, una almohada llevaba todavía la marca que había dejado la cabeza de Sashka al reposar en ella. Tarod suspiró. Tenía que sacudirse la nostalgia, o su vida sería intolerable hasta que volviese ella. Si podía…
Oyó un sonido, como de una risa breve y burlona, detrás de su espalda. Se volvió, pero la habitación estaba vacía. El pulso de Tarod se aceleró, y de nuevo se manifestó un instinto que casi había olvidado en aquellos días impetuosos. El timbre de aquella risa, un débil eco irreal que le decía que no procedía de ninguna dimensión humana, trajo consigo un recuerdo que, desde que había conocido a Sashka, había perdido su significado y su poder. Los sueños, la fiebre, el extraño encuentro con Yandros en otro plano… y el juramento que él había prestado. Todo lo había dejado de lado, en aras de consideraciones más terrenas…
Todavía no había hablado a nadie, y menos a Sashka, de la visita de aquel ente enigmático. Y últimamente se había engañado él mismo, pensando que tal vez Yandros y todo lo que implicaba no eran más que la continuación de una pesadilla; que el pacto que había hecho, o que creía haber hecho, se resolvería en nada. Su necesidad de ahondar en el misterio se había desvanecido, e incluso la mengua de su antiguo poder oculto parecía tenerle sin cuidado.
Pero ahora vio que había presumido demasiado y se había metido en una trampa de falsas suposiciones y complacencia. Yandros, fuese quien fuese o lo que fuese, no estaba dispuesto a aflojar su presa sobre Tarod. Sólo se tomaba tiempo, esperando, como había dicho, que llegase el momento oportuno.
Una negrura espiritual envolvió a Tarod. Aquella risa había sido una señal muy pequeña, pero ningún hechicero digno de este nombre hubiese podido interpretarla mal. Más pronto o más tarde, sería llamado, y ninguna fuerza podría resistir esta llamada, cuando se produjese. Y si lo que Yandros le tenía preparado era poner en peligro o alienar a Sashka, sería un precio que él no podía pagar.
Se acercó a la ventana y jugueteó distraídamente con el anillo de plata. La piedra estaba desacostumbradamente caliente al tacto, casi como si palpitase en ella una vida pequeña, independiente. Recordó que Yandros había tocado aquella piedra como si tuviese algún significado que él no alcanzaba a comprender. Y esto era lo malo: había demasiadas cosas que Tarod no comprendía.
Tenía que descubrirlo. Ahora que se había visto obligado a enfrentarse con la verdad en vez de esconderse de ella, era más vital que nunca que supiese lo que Yandros le tenía preparado. De otro modo, su futuro con Sashka estaría en peligro.
Poco a poco, casi de mala gana, tomó el libro de encima del montón, sacudió el polvo de la cubierta, se sentó y empezó a leer.
Después de llegar a terreno seguro, una vez cruzado el puente, era desconcertante mirar atrás y ver surgir del mar la Península lúgubre y gris, sin que se percibiese el menor rastro del Castillo. Sashka reprimió un escalofrío y volvió de nuevo la cara hacia adelante, preparándose para el largo viaje.
Uno de los jóvenes Iniciados del grupo se volvió a mirarla y sonrió para infundirle ánimo.
—Aunque parezca extraño, Señora, no hay nada mejor que la montaña en un tiempo como éste. Los riscos resguardan de la lluvia y, si nos dejamos sorprender por las cascadas que caen de las rocas, estaremos aquí más secos que en cualquier otra parte.
Sashka asintió con la cabeza y no dijo nada. No tenía el menor deseo de entablar conversaciones vanas con sus compañeros de viaje; siendo una Veyyil Saravin y futura esposa de un alto Adepto, no quería fomentar la presunción de unos simples Iniciados de tercero y cuarto grado. Y así, para pasar el tiempo, empezó a especular agradablemente sobre las reacciones de su familia y de las Hermanas respecto a su noviazgo. Aunque su padre no hubiese simpatizado inmediatamente con Tarod durante su único y breve encuentro, estaría encantado. Que supiese Sashka, ninguna mujer del clan, tanto en la rama Veyyil como en la Saravin, se había casado nunca con un jerarca de la Península de la Estrella, y menos con un Iniciado del rango de Tarod. En cuanto a si querría permanecer en el Castillo después de su boda, era algo que le preocupaba: el lugar era ciertamente imponente, pero, para una persona acostumbrada al hedonismo de las clases superiores de la Tierra Alta del Oeste, la vida en el Castillo podía perder su atractivo al cabo de un tiempo. Sin embargo, pensó, sería bastante fácil persuadir a Tarod de que pensara como ella. Tal vez podría repartir su tiempo entre la Península y la tierra de ella, y tendrían numerosas ocasiones para progresar en sociedad. Para un Adepto de séptimo grado y su esposa, muy pocas puertas estarían cerradas, y seguramente Tarod convendría con ella en que la vida podía ofrecerles muchas más cosas que la existencia recluida que había llevado él en el Círculo.
Había decidido que terminaría su instrucción y permanecería en la Hermandad. Allí no se ponían trabas a las Novicias ni a las Hermanas contra el matrimonio, y aunque tendría que dedicar tiempo a sus estudios sin ninguna finalidad particular, la colocarían en una posición que le sería útil para representar su futuro papel.
En resumidas cuentas, Sashka estaba satisfecha de la vida. Era extraño cómo el destino había guardado su secreto hasta el momento más inesperado. Ella había ido a las fiestas de la investidura con interés pero sin ningún propósito particular, y se había prometido a un miembro bien situado de la comunidad más temida y respetada de la tierra. Dejando que su caballo eligiese el camino durante unos momentos, palpó su bolsa y apretó los dedos sobre la insignia de oro del Iniciado, como si temiese que hubiese desaparecido. Después sonrió, dándose cuenta de que era una tontería, y centró su atención en el camino.