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Authors: Matilde Asensi

El salón de ámbar (16 page)

BOOK: El salón de ámbar
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Ya en la mesa, mientras disfrutábamos de la sabrosa comida, la niña planteó el último problema que restaba por solucionar:

—¿Qué harás conmigo mientras estés fuera, papá?

—Supongo —murmuró José dejando el tenedor en el plato con gesto preocupado—, supongo que puedes quedarte con tu madre un par de semanas, ¿no? Quizá menos.

—No pienso volver con mamá.

—No puedes quedarte sola, Amalia —opiné.

—¿Por qué no? Ya soy mayor. Puedo quedarme aquí.

—Irás con tu madre. No hay más discusión. Luego, cuando yo vuelva, te vienes a esta casa otra vez.

Yo sabía que los padres de José habían muerto, pero los abuelos maternos podían estar vivos y quedarse con la niña. De todos modos, como no conocía el alcance de la enemistad entre madre e hija, supuse que no sería tan complicado que Amalia permaneciera con ella un par de semanas. A fin de cuentas, aquélla era su verdadera casa, pues el trato de vivir con su padre hasta Navidad no había sido más que un acuerdo temporal para solventar algún problema que yo desconocía.

—Los padres de Rosario viven muy lejos, en Ferreira do Alentejo, un pueblecito del sur de Portugal —me explicó José—, y Amalia no ha tenido nunca mucho trato con ellos. Así que volverá con su madre y no hablemos más. Además, no puede perder días de clase. Está en plenos exámenes.

—Eso no es verdad, papá, los exámenes de mañana son los últimos hasta diciembre. Y no quiero ir a casa con mamá. Ella está perfectamente sin mí y tú lo sabes.

—Mira, Amalia, no es lógico que te quedes sola aquí viviendo tu madre a tres calles de distan cía. ¿Qué crees que diría si se enterara, eh? Se lo contaría al juez en un santiamén y te quedarías sin padre hasta la mayoría de edad.

—Pues llévame contigo.

Solté una risa sardónica al tiempo que daba un trago largo de mi lata de coca-cola. ¡Para que luego dijera Ezequiela que yo era tozuda como una muía! Todavía había alguien que me superaba.

—¿Cómo voy a llevarte conmigo? —protestó José pacientemente. Si hubiera sido mi hija, desde luego que la disputa se habría terminado mucho antes—. Parece mentira, Amalia, que se te ocurran esas cosas con lo mayor que eres.

—Pues si soy mayor… —y aquí volvieron a pasarse al portugués, idioma en el que, al parecer, discutían más a gusto. Yo seguí comiendo tranquilamente, ajena a los aires tormentosos que discurrían de un lado al otro de la mesa, dejando que padre e hija zanjaran sus problemas familiares como les viniera en gana. Entonces se me ocurrió una idea absurda:

—José... ¿y si dejas a Amalia con Ezequiela, en mi casa?

—¿En tu casa, en España?

Sí, bueno, la idea era descabellada, ya lo sabía, pero por lo menos rompía el círculo vicioso de la discusión.

—Ezequiela podría cuidar de ella perfectamente mientras estamos fuera. De hecho, ha cuidado de mí toda la vida y el resultado no ha sido tan malo.

Amalia me miró con desconfianza mientras José trataba de entender mi proposición. —¿Quién es Ezequiela? —preguntó ella.

—Es mi vieja criada. Ha vivido siempre con mi familia y, como perdí a mi madre cuando era pequeña, cuidó de mí y hoy día sigue viviendo conmigo en mi casa de Ávila. Te advierto que es una gruñona quisquillosa que no ha conocido más niños que yo, pero tiene buen corazón y cocina estupendamente.

—Me moriría de aburrimiento —sentenció.

—Sí, pero estarías bien con ella —terció José con los ojos brillantes—, y podríamos decirle a tu madre que me acompañas en un viaje de negocios a España.

—Creo que no quiero.

—Pues te quedarás con tu madre. Ya está decidido.

Amalia pareció reflexionar. Luego levantó la mirada hacia mí.

—¿Podría usar tu ordenador?

Estuve a punto de ponerme a gritar como una loca diciendo «¡No, no y no!», pero si la edad sirve para algo es, precisamente, para no perder la compostura. Así que con voz suave y tono meloso, dije:

—Naturalmente que no.

—Entonces prefiero quedarme en esta casa.

—Podrías llevarte el ordenador portátil —propuso su padre—. Y Ana te dejaría usar su conexión a Internet.

Volví a reprimir los gritos de la niña posesiva que había en mí y forcé una sonrisa voluntariosa:

—Eso podríamos negociarlo.

—Bueno, entonces de acuerdo. Me quedaré en Ávila. Pero sólo si puedo usar la conexión. Aquella noche, después de un largo vuelo y de una hora de carretera hasta Ávila, le conté a Ezequiela las novedades, sentadas las dos al calor del brasero de la mesa camilla del salón. Nada dijo. Nada me preguntó. Pero, al día siguiente, lunes, cuando abrí los ojos para empezar el nuevo día, estaba limpiando a fondo, con gran estrépito y brío, mi antigua habitación, la que había utilizado toda mi vida hasta que me pasé a la de mi padre, más grande y luminosa. Creo que le gustaba la idea de tener, otra vez, una niña en casa.

4

José y yo seguimos la ruta fijada de antemano para llegar a Weimar. La tarde del sábado, último día de octubre, recogimos en Toulouse el sobre con las instrucciones, el juego de llaves de un coche y el dinero francés y alemán que Roi nos había dejado en la centralita telefónica de una clínica privada situada en las afueras de la ciudad, y la mañana del domingo, 1 de noviembre, día de Todos los Santos, cambiamos nuestro vehículo por un antiguo Mercedes, color azul oscuro, con matrícula de Bonn, que nos estaba esperando en el garaje desierto de un edificio en ruinas en la Rómerhofstrasse de Fráncfort. En el maletero del Mercedes encontramos un potente
walkie-talkie
y una nota de Roi indicándonos las frecuencias, las horas y las claves que necesitábamos para conectar. Como sólo nos restaban trescientos kilómetros hasta Weimar (habíamos hecho mil quinientos en las últimas veinticuatro horas), nos detuvimos durante un buen rato en la primera estación de servicio que encontramos en la Autobahn 5. Allí aprovechamos para cambiarnos de ropa, poniéndonos los trajes isotérmicos debajo de los pantalones y los jerseys. Más tarde, ya anochecido, tomamos el desvío hacia el último tramo de la Autobahn
4
, Eisenach-Dresde, que nos llevaría directamente a nuestro destino. Estábamos cansados de tantas horas de coche, pero nuestra locuacidad sólo era comparable con nuestra felicidad por estar juntos.

Por fin, alrededor de las tres de la madrugada entrábamos en las primeras calles de la oscura y silenciosa ciudad de Weimar.

Weimar está situada a orillas del río Ilm, en el corazón mismo de Alemania. Ninguna otra ciudad europea ha vivido experiencias históricas tan dispares como ella: cuna del pensamiento humanístico, del refinado movimiento romántico —abanderado por el escritor Johann Wolfgang von Goethe—, había sido también el primer feudo alemán del movimiento nazi. Centro artístico y cultural de importancia incomparable, acogió a pintores como Lucas Cranach, a músicos como Bach o Liszt, a escritores como el mencionado Goethe o Friedrich von Schiller, e incluso a filósofos como Nietzsche. Pero Weimar albergó también uno de los peores campos de concentración y exterminio, el KZ Buchenwald, en el que fueron torturados y exterminados más de cincuenta y seis mil seres humanos, entre judíos, homosexuales y opositores políticos.

Afortunadamente, nada de aquella barbarie quedaba en Weimar cuando José y yo entramos en la ciudad aquella noche de noviembre. El tiempo había respetado lo bello y lo agradable y había borrado cualquier huella del pasado horror. Mientras contemplaba las hermosas y estrechas calles de aspecto medieval, los encantador es jardines de aires versallescos, los muchos personajes célebres convertidos en monumentos y las típicas casitas de postal con tejado a dos aguas, no pude evitar un doloroso recuerdo para quienes, apenas cincuenta años atrás, habían sido llevados al límite del sufrimiento y habían perdido la vida en aquel lugar: la ciudad de Weimar dormía, limpia y tranquila, aquella madrugada, pero yo sentí con intensa fuerza que el dolor de los muertos, como una costra, permanecía por todas partes.

Nos resultó fácil encontrar el viejo Gauforum. Curiosamente, Amalia nos había dejado de buen grado su ordenador portátil a cambio de poder usar el mío mientras estuviera en Ávila (¡sólo yo sé lo que me costó ceder!), de modo que iba consultando el programa de la niña para indicar a José, que conducía, las calles que debíamos tomar. Llegamos, pues, sin problemas, hasta la enorme explanada rectangular en cuyo centro permanecían estacionados, sobre la hierba, varias hileras de coches. Aquélla era la Beethovenplatz, uno de los espacios más grandes de Weimar y aquel edificio alargado y gris, con un enorme y clásico pabellón central y una extensa ala a cada costado, era el viejo, aunque rehabilitado, Gauforum de Sauckel. José dio varias vueltas en torno a plaza, débilmente iluminada por las farolas situadas en las aceras y, por fin, dobló en una esquina y entró en la calle que yo había previsto para dejar el vehículo, una amplia avenida con zona de aparcamiento a ambos lados y sin señales de estacionamiento limitado. Encontramos un hueco apropiado poco antes de la segunda travesía y, tras detener el motor, limpiar nuestras huellas (por si ocurría algún percance) y abrir las portezuelas, salimos del coche con las piernas acalambradas tras tantas horas de inmovilidad.

—Ya estamos aquí... —murmuró José, echando una ojeada alrededor. De su boca salió, con cada sílaba, una pronunciada nube de vaho. Menos mal que llevábamos los trajes isotérmicos y guantes de piel, porque, si no, nos hubiéramos muerto de frío: debíamos estar varios grados bajo cero. Tuve la firme convicción de que tanto mis orejas como mi nariz iban a despegarse y a caer al suelo rodando de un momento a otro.

Abrimos con cuidado el maletero, sacamos nuestras abultadas mochilas, las cargamos a la espalda y nos encaminamos hacia la Beethovenplatz. No se veía ni un alma pero, por si acaso, me puse los amplificadores de sonido. Mujer prevenida vale por dos.

La boca de alcantarilla elegida para descender a los infiernos era la que estaba más cerca de la puerta del Gauforum; esta cercanía me garantizaba la correcta entrada en los ramales de galerías directamente conectados con el viejo museo y residencia del
gauleiter
. Por suerte, la tapa de hierro que debíamos levantar quedaba situada, más o menos, en una zona de sombra. José dejó la mochila en el suelo y, de un bolsillo lateral con cremallera, sacó una palanqueta cuyo extremo inferior introdujo en la pequeña muesca de la tapa, desencajándola de su orificio de un tirón seco. No hizo apenas ruido, pero el poco que hizo sonó en mi cabeza como el tañido de una campana catedralicia. Debíamos introducirnos por aquel agujero a la velocidad del rayo y volver a colocar la tapa en su sitio si no queríamos ser descubiertos por algún paseante insomne o por alguna patrulla nocturna de la policía local.

Me coloqué los intensificadores de luz sobre los ojos y miré al fondo de la cloaca. Una escalerilla metálica, sujeta a la pared por pegotes de cemento, descendía un par de metros hacia el fondo. No lo pensé dos veces y apoyé el pie en el primer peldaño, pasándole las gafas de visión nocturna a José para que pudiera poner la cubierta en su sitio y seguirme. El eco amplificado del roce de nuestros guantes y nuestras suelas sobre los estribos se mezclaba con el rumor lejano de una corriente de agua. En cuanto José clausuró de nuevo la boca de alcantarilla, saqué de mi cinturón, con una mano, la linterna frontal y me la coloqué torpemente en la cabeza. Él me imitó y el estrecho cilíndrico de cemento en el que nos hallábamos se iluminó de repente mostrando su aspecto más sucio y desagradable. El horrible olor a sumidero me hizo desear un buen catarro nasal.

Al finalizar nuestro descenso nos encontramos en un espacioso entronque de túneles lo bastante seco como para desembarazarnos de las mochilas, dejarlas caer y ultimar los preparativos. Algún obrero había olvidado allí, tiempo atrás, una llave inglesa y un rollo de cable que aparté de un puntapié antes de empezar a sujetarme bien las correas de la linterna y de ponerme la mascarilla y las botas de alveolite. No tenía ningún sentido quitarnos la ropa que llevábamos sobre los trajes especiales, así que nos la dejamos, y luego sacamos de las mochilas todo el material que nos iba a hacer falta. Miré el reloj: eran las cuatro de la madrugada. Dentro de poco los ciudadanos de Weimar darían comienzo a su rutina diaria.

Empuñando en una mano la brújula digital (que también servía de termómetro y odómetro) y, en la otra, un bolígrafo y una carpeta de cartón duro sobre la que había sujetado una hoja de papel reticulado —para dibujar nuestra ruta y evitar extraviarnos o dar vueltas por los mismos sitios—, me volví hacia José y casi pierdo el aliento al verle sentado tranquilamente en el suelo, manipulando el ordenador portátil de Amalia y el
walkie-talkie
que nos había dado Roi.

—¿Qué demonios se supone que estás haciendo? —pregunté asombrada, inclinándome para observar mejor sus extrañas maniobras.

—¿A qué hora debemos contactar con Roi? —preguntó a su vez, sin hacerme caso.

—A las diez de la mañana. Faltan seis horas. Pero te agradecería que me respondieras. ¿Qué se supone que estás haciendo?

—Intentando conectar con Amalia.

Mi mandíbula inferior cayó, descolgada, y mis ojos se abrieron de par en par. Tardé unos segundos en recuperar la circulación sanguínea.

—¿Intentando conectar con quién?

—Con Amalia —repitió de una manera estática y reposada, como si hubiera dicho la cosa más normal del mundo.

—¿Con Amalia…? ¡Pero si tu hija está a dos mil kilómetros de aquí!

—¿No has oído hablar del Packet-Radio?

—¿Packet-Radio…? ¿Qué es eso?

—Es un sistema de comunicación entre ordenadores que, en lugar de emplear las líneas telefónicas, utiliza un sistema basado en las emisoras de radioaficionados. Sólo hace falta un ordenador, un módem especial que vale menos de tres mil pesetas y una emisora de VHF/UHF Esto es el módem —dijo señalando una pequeña cajita misteriosa—. Convierte las señales binarias que salen del ordenador en tonos, o señales de audio, y viceversa. Y esto —y levantó el
walkie-talkie
en el aire, frente a mi cara— es una emisora de VHF/UHF, es decir, una potente estación de radioaficionado. El único problema es la velocidad de transmisión, ya que, cuanto mayor es la distancia entre los ordenadores, más tarda en llegar la señal porque tiene que pasar por muchos repetidores.

—¡Dios mío…! —fue todo lo que atiné a decir. Mi tía Juana hubiera estado muy contenta de escucharme.

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