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Authors: Matilde Asensi

El salón de ámbar (20 page)

BOOK: El salón de ámbar
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—Tiene sentido, sí. Pero Koch no cumplió su parte.

—Bueno, no lo sabemos… —murmuró dudoso—. A lo mejor lo hizo.

—Hubiera tenido que hacerlo otra persona por él, y hubiera necesitado ayuda, de manera que este escondite secreto ya no sería tal escondite secreto. ¿Para qué pintar, entonces, el
Jeremías
con las claves encriptadas en hebreo?

José apretó los labios con gesto de frustración y suspiró.

—Creo que tienes razón. Koch traicionó a Sauckel.

—Bueno —dije con resolución, cogiendo la mano de José—, no creo que el
gauleiter
de Weimar merezca nuestra compasión. Pongamos manos a la obra, cariño: en este cubículo hay una segunda puerta que debemos encontrar. A ti te toca inspeccionar el cuarto de los motores y a mí el aseo. Luego, los dos volveremos sobre este despacho, por si se me hubiera pasado algo por alto, ¿vale?

Necesitamos dos horas para llegar a la ultrajante conclusión de que no habíamos sido capaces de encontrar nada. Y, sin embargo, yo estaba segura de que lo que buscábamos estaba allí, que lo teníamos delante de nuestras narices y no podíamos verlo. Y eso me exasperaba y me encorajinaba hasta ponerme de un mal humor insoportable. Estaba acostumbrada a bregar con muros, sistemas de alarma, puertas blindadas, cajas fuertes y perros guardianes, pero no con argucias y artimañas mentales capaces de volver loco a cualquiera.

—¿Nada…? —me preguntó José, desolado, desde el otro lado de la mesa del despacho. Sostenía en la mano la preciosa pitillera de plata firmada por Koch.

—Nada — admití, dejándome caer en uno de los sillones que había a mi espalda.

—¿Estás completamente segura…? —me miraba como si yo fuera el reo y él el juez.

—¡Maldita sea, José! ¡Si te digo que no he encontrado nada, es que no he encontrado nada! ¿Crees que te lo ocultaría? ¿Con qué objeto, eh?

—Quiero decir que si no has encontrado nada que te llame la atención, cualquier cosa que te haya resultado extraña, diferente… Lo que sea, desde alguna cuenta de esas facturas de Sauckel hasta un libro o el pedazo de jabón del cuarto de baño..

—Aparte de que ese pedazo de jabón mugriento pueda estar hecho con grasa del cuerpo de los judíos incinerados en Buchenwald (producto abundantemente fabricado en los campos de exterminio nazis), lo único que se me ocurre, así, ahora mismo, es que, entre los libros de los anaqueles he encontrado la versión en alemán de la novela de Céline que leí hace poco,
Viaje al fin de la noche
.

—¿ Viaje al fin de la noche…?


Reise ans Ende der Nacht
— le corregí— . Va de un soldado francés que resulta herido durante la Primera Guerra Mundial y que regresa a su país para trabajar de médico rural. Es una novela muy amarga, que resulta estremecedora por ese ritmo alterado y quebradizo del estilo de Céline, ya sabes: muchas admiraciones, muchos puntos suspensivos, frases terriblemente cortas… Céline fue acusado de antisemitismo y colaboracionismo con los nazis al terminar la guerra y estuvo bastantes años exiliado en Alemania y Dinamarca. Aun así, se le considera una de las figuras más notables de la literatura de este siglo. Por cierto que, cuando lo estaba leyendo, una noche entró Ezequiela en mi habitación para pedirme que…

La sangre se me heló en las venas. Enmudecí.

—Para pedirte… —me animó José, desconcertado por mi brusco silencio.

—¡Lo tengo, José! ¡Ya lo he encontrado!

—¿Lo has encontrado…? ¿Qué has encontrado?

No le hice caso. De un salto me puse en pie y, como una exhalación, llegué hasta las repisas donde se encontraban los libros. Recordaba perfectamente haber amenazado a Ezequiela con el grueso tomo del
Viaje al fin de la noche
, un
único
tomo, no
dos
como en la edición alemana. Era imposible publicar esa obra en dos partes tan voluminosas como las que allí había. Simplemente, el texto no daba para tanto, aunque lo hubieran impreso con letras del tamaño de una moneda de veinte duros. Podía equivocarme, es verdad, pero menos era nada.

—¡Mira, mira! —grité alborozada: el primero de los dos libros contenía, en efecto, la novela de Céline. El segundo, sin embargo, resultó ser otro libro completamente distinto, al que le habían añadido unas tapas falsas—.
Volk ans… Ge… wehr! Lieder-buch der…Nationalso… zialistis… chen Deutschen Arbei… ter Partei
—balbucí dificultosamente. Una cosa es saber leer alemán y otra muy distinta pronunciarlo en voz alta.

—¡Dios mío, no he comprendido nada! —se quejó José, arrebatándome el ejemplar de las manos y examinándolo con ojos de experto—.
Volk ans Gewehr! Liederbuch der Nationalsozialistischen Deutschen Arbeiter Partei
—moduló con su perfecto dominio de la lengua de Goethe, y, luego, tradujo: —
¡Pueblo al fusil! Libro oficial de canciones del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes.
Es una edición de 1934.

—¡Ábrelo!

Haciendo pinza con el índice y el pulgar de la mano derecha, pasó rápidamente las hojas echándoles un ligero vistazo.

—Aquí hay algo —anunció, deteniéndose y abriendo el libro por la mitad.

—¿Qué hay?

—Mi impaciencia no tenía límites. Asomaba la cabeza por encima de su hombro, en un vano intento por ver lo que había encontrado.

—Una de las canciones está subrayada con lápiz rojo.

—¿Y qué dice?

—Se titula
Hermanos, en minas y galerías
. Es de un tal Host Wessel, jefe de las SA de Berlín.

—¡Tradúcemela, por favor!

—«Hermanos, en minas y galerías —empezó—, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas / ¡seguid la marcha de nuestro Führer! / Hitler es nuestro conductor, / él no recibe paga áurea / que rueda a sus pies / desde los tronos judíos. /Alguna vez llegará el día de la riqueza, / alguna vez seremos libres: / Alemania creadora, ¡despierta! / ¡Rompe tus cadenas! / A Hitler somos lealmente adictos, / ¡fieles hasta la muerte! / Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria.»

—¿Ya está…?

—Ya está.

—Hitler nos ha de llevar fuera de esta miseria —repetí, como hipnotizada—. Hitler nos ha de llevar…

—Está muy claro —anunció José—. La pista es Hitler.

—Lo de «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas» parece hecho a propósito para este lugar.

—Por eso la eligieron Sauckel y Koch. Por eso y porque les venía de maravilla para sus planes. Los dos versos siguientes son muy claros: «¡Seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¿Qué hay de Hitler por aquí?

—El único que he visto es ese horroroso busto de cera del último cajón de la mesa.

—¡Ah, sí, el que estaba junto a la pitillera de plata! Es de un mal gusto increíble.

Me encaminé hacia el escritorio y abrí de nuevo el cajón. La cabecita de cera pintada de betún rodó hacia mí, dando tumbos, desde el fondo de la gaveta. La cogí y la examiné cuidadosamente.

—No parece tener nada especial…—dictaminé pasado un momento—. Desde luego no creo que sea la solución a nuestro problema.

—Intenta romperla, o cortarla, o abrirla por la mitad.

—¡Sí, hombre! —protesté indignada—. Quizá haya que colocarla en algún lugar especial para que se abra la puerta de la cámara del tesoro.

—¡Qué imaginación más fértil! —rezongó José, arrebatándome al pequeño monstruo de las manos—. ¿Has visto por aquí alguna hornacina con el perfil de este repugnante objeto? ¿No…? Pues entonces déjame a mí.

Intentó clavar en la base del busto la punta de un cuchillo que sacó de la mochila, pero la cera se había endurecido con los años y parecía pedernal. Con mucho esfuerzo, apenas consiguió desprender algunos fragmentos.

—Más vale maña que fuerza —sentencié—. Déjame a mí.

Con mucha parsimonia, encendí el hornillo de gas y, sobre él, puse el pequeño recipiente metálico que utilizábamos para calentar el agua en el que había dejado caer la cabeza de Hitler. La cera vieja puede ser muy dura, le expliqué tranquilamente a José, pero no por ello deja de ser cera. Instantes después, un caldo espeso tiznado de es trías negras empezó a burbujear en el interior de la cazoleta.

—O tienes éxito… —murmuró José—, o has acabado para siempre con nuestras posibilidades de encontrar el Salón de Ámbar.

No contesté. Había visto la esquina de un pequeño objeto metálico aparecer y desaparecer súbitamente en la superficie de la sopa. Apagué el fuego.

—Pásame el cuchillo, por favor —urgí.

Arrastrándola con la punta afilada, arrinconé y, por fin, saqué, una gruesa llave de doble pala guiada.

—¿Qué te parece? —inquirí, orgullosa, poniéndola delante de la cara de José.

—Parece la llave de una caja fuerte.

—Es la llave de una caja fuerte —corroboré como perita en la materia que soy—. Este tipo de llaves todavía se utiliza hoy en las cerraduras analógicas de alta seguridad. Trabaja con un doble juego de guías dentadas que encajan en dos ejes paralelos de guardas.

—Caramba, parece algo importante. Pero ¿dónde está la caja fuerte que se abre con esta maravillosa llave?

—Bueno —repuse—, no tengo ni idea. Pero, al menos, ahora sabemos lo que debemos buscar: una bocallave, seguramente disimulada.

—¿Una cerradura, quieres decir?

—Exacto. Así que manos a la obra.

—Vale, pero empiezo a estar harto de este sitio.

—Sí, yo también. Pero no hay otro remedio. Venga.

Algún dios desconocido tuvo piedad de nosotros. Quizá Kermes, que, además de proteger los cruces de caminos, es el bienhechor de los ladrones y el soberano de las ganancias inesperadas. El caso es que encontramos la dichosa cerradura con bastante facilidad: mi amor por los libros me llevó a desalojar en primer lugar los anaqueles de madera para dejar al descubierto la pared posterior, y allí, detrás de
Die Relativitätstheorie Einsteins
de Max Born, apareció, no sólo la bocallave buscada, sino también la rueda de combinaciones, de dos discos y, a la derecha, tras los siete tomos en vitela de
Auf der Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido)
, de Marcel Proust, el volante para hacer girar los pestillos. No había, en realidad, caja fuerte: había una enorme puerta acorazada, camuflada bajo una capa del mismo yeso que cubría las paredes, que coincidía con la cavidad en la que encajaban horizontalmente los tableros de madera. ¡Qué tontos habíamos sido al no darnos cuenta!

La llave de doble pala, después de desprender los restos de cera, encajó a la perfección en el orificio y giró las guardas.

—¿Y ahora qué? —preguntó José, desconcertado—. Tú eres la experta en cerraduras.

—Ahora, cariño, tenemos un problema. Los discos de la rueda de combinaciones pueden formar hasta cien millones de claves de longitud desconocida. Así que sólo nos queda apelar a la lógica. Si tú, hombre inteligente y miembro de un exquisito grupo de ladrones de obras de arte, pusiste como clave de acceso a tus ficheros secretos el número de una de tus tarjetas de crédito, Sauckel, que fue quien supervisó las obras y utilizó este despacho, debió poner una combinación que reprodujera alguna tontería semejante.

—Gracias por la parte que me toca.

—De nada —suspiré—. De modo que sólo necesitamos saber fechas tales como la de su nacimiento, el de su mujer, los de sus diez hijos, el de su madre… o la de su entrada en el partido nazi, la del día de su ascenso a ministro de Reich, la de…

—¡Vale, lo he comprendido! Sin embargo, pienso que, si hasta ahora hemos sido guiados paso a paso por multitud de pistas y señales, no tiene por qué ser diferente en este caso. Busquemos en las facturas, por ejemplo, o en las páginas de ese periódico austríaco que hay en uno de los cajones de la mesa.

—¡El periódico! —exclamé— ¡Eso es! ¡La fecha estaba marcada en rojo, como los versos de la canción! ¡Creo que era el 20 de abril de 1942!

José abrió el cajón y sacó el ejemplar del
Volks-Zeitung
.

—Sí, el 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, Adolf Hitler, según reza, en grandes letras góticas, el titular de portada. Ese día —leyó— hubo una gran celebración en la Cancillería del Reich, en Berlín, y multitud de actos festivos por toda Alemania. El Führer recibió tantos regalos que, para darles cabida, hubo que habilitar varias salas del palacio de Charlottenburg.

No pude contener la risa y solté una estruendosa carcajada.

—¡Qué mente tan retorcida! —dejé escapar entre hipos—. ¡Qué admirable capacidad para los entuertos! ¿No te das cuenta, José? ¡Charlottenburg! ¡Charlottenburg! ¡Los regalos del Führer se guardaron en Charlottenburg! El Salón de Ámbar, el Bernsteinzimmer, fue construido por Federico I de Prusia para utilizarlo como salón de fumar en su palacio de Charlottenburg, ¿no te acuerdas? Nos lo explicó Roi en el IRC.

José esbozó una sonrisa siniestra.

—Tienes razón; ¡qué mente tan retorcida! «Hermanos, en minas y galerías, hermanos, vosotros en los despachos y oficinas —declamó a voz en grito—, ¡seguid la marcha de nuestro Führer! Hitler es nuestro conductor.» ¡Prueba con la fecha del cumpleaños de Hitler, cariño! ¡Apuesto mi joyería a que se abre a la primera!

Giré los discos hasta formar la combinación «2004» y, con una simple rotación del volante, descorrí, a la primera —como había dicho José—, los cinco pestillos cilíndricos de acero cuyos extremos quedaron a la vista cuando empujamos la pared y ésta giró sobre sus goznes, dejando al descubierto el profundo y oscuro túnel de una mina. José, siguiendo su costumbre, procedió a pulsar rápidamente el ancho interruptor de cerámica situado a la derecha y una larga hilera de bombillas desnudas se encendió con titubeos en el techo, dejando al descubierto unas paredes de piedra viva. En el suelo, de tierra negra, apelmazada y húmeda, dibujando el mismo itinerario rectilíneo que la formación de bombillas, unos viejos raíles para vagonetas nos marcaban el camino que debíamos seguir.

—¿Vamos…? —preguntó José, mirándome risueño.

—Vamos.

La galería, de unos cien metros de largo, se encaminaba hacia un sólido muro de cemento gris, que la cerraba y que formaba ángulo recto con las paredes de piedra. Un vano en el muro daba acceso a un nuevo pasillo de fabricación humana.

—Lo mismo hubiera dado que escondieran sus tesoros en las tripas de la pirámide de Keops —murmuré sobrecogida—. Es igual de divertido. Tengo la sensación de que vamos a encontrarnos con la tumba del faraón de un momento a otro.

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