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Authors: Matilde Asensi

El salón de ámbar (19 page)

BOOK: El salón de ámbar
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—¡Mujer incrédula! Alúmbrame con tu frontal.

Dio vueltas y más vueltas alrededor de los motores, metió los brazos —hasta los codos— por diferentes ranuras, comprobó niveles, limpió cuidadosamente bujías, chicles y bobinas, y, por fin, intentó ponerlos en marcha. Se oyó un clic muy leve, una rotación ahogada y… ya está. No pasó nada más. —¿Qué ocurre?

—No tengo ni idea —rezongó, y se abismó de nuevo en el más profundo estudio de la situación.

Durante una media hora eterna, le fui iluminando girando la cabeza conforme a sus rudos movimientos de una parte a otra de las máquinas. Al final, estaba incluso mareada y, como él no hablaba, también aburrida como una ostra.

—¿Ya sabes lo que ocurre, José?

—¡No, maldita sea! ¡No lo sé! Está todo perfectamente conservado. He limpiado desde el carburador hasta la última tuerca. No parece haber ningún fallo. ¡Y, sin embargo, no funciona!

Me rasqué la nuca con suavidad y dije (por decir algo):

—¿No será que no tienen gasolina…?

Un par de ojos enfurecidos chocaron con los míos, perfectamente inocentes, mientras su foco halógeno se enfrentaba al de mi cabeza.

—¿Qué has dicho?

—¡Nada, nada! ¡No he dicho nada!

—¡Gasolina! ¡Pues claro! —Desenroscó la tapa de los depósitos y los zarandeó, aplicando la oreja—. ¡Vacíos! ¡Ven aquí, mi amor! ¡Eres un genio!

—Sabía que terminarías por darte cuenta.

—Ayúdame a traer la gasolina, anda. Tú coges los
jerrycans
y me los vas dando, ¿vale?

—¿Los qué?

—Los
jerrycans
, esos bidones metálicos que hay contra la pared.

—¡Ah, los bidones!

—Se llaman
jerrycans
. Fueron inventados por los alemanes durante la guerra. El nombre se lo dieron los ingleses, que llamaban
jemes
a los alemanes. Son fantásticos. De hecho, se siguen utilizando hoy en día. Son estancos y el tapón, al darle la vuelta, sirve de embudo.

Destapó el primer
jerrycan
, y tal como había dicho, utilizó la tapa a modo de embudo para verter la gasolina en el primer tanque. El intenso olor del combustible se extendió a nuestro alrededor como el aroma del incienso en una iglesia. Resultaba asombroso que aquel líquido azulado hubiera resistido el paso del tiempo, pero José me informó que, en los
jerrycans
, la gasolina no sólo no se evapora, sino que mantiene todas sus propiedades volátiles e inflamables. Por fin, con los depósitos llenos, intentó de nuevo poner en marcha los motores; saltaron las chispas en los electrodos de las bujías y, tras varias sacudidas, algunas convulsiones y bastantes carraspeos, se escuchó, por fin, el rugido vigoroso de los Daimler-Benz produciendo energía mecánica en abundancia. El generador suspiró como un viejo tísico y, luego, cogiendo impulso, se lanzó al trabajo con fanático entusiasmo: las luces del techo se encendieron de golpe, cegando nuestros ojos acostumbrados a la penumbra y convirtiendo aquel agujero de cemento en una brillante calle nocturna de Las Vegas.

—¡Uf! ¡No veo nada! —exclamé, cubriéndome la cara con las manos—. ¡No volveré a ver nada nunca!

—Eso sin exagerar, por supuesto —se burló José, estrechándome contra él y rodeándome la cabeza con sus brazos.

—Por supuesto. ¿Acaso exagero yo alguna vez? —murmuré por un huequecito. Poco a poco, muy lentamente, fuimos adaptándonos a la luminosidad y acabamos apagando nuestros frontales y contemplando con sorpresa todo cuanto nos rodeaba, como si fuera un lugar nuevo al que acabáramos de llegar. Retrocedimos sobre nuestros pasos y volvimos a pasar por el maravilloso cuarto de baño que ahora, sin embargo, a la luz de las bombillas, aparecía tan mugriento y roñoso como los aseos de una antigua estación de autobuses. José se me adelantó y encendió todas las lámparas del despacho antes de que yo entrara en él.

—¿Qué te parece? —me preguntó, girando sobre sí mismo para abarcar todo el espacio con su brazo extendido. Manchas de humedad ennegrecían las desnudas paredes de yeso desconchado.

—Me parece que debajo de la suciedad podemos encontrar cosas interesantes.

—Pues repartamos el trabajo: yo subiré de nuevo a las galerías para recoger nuestras mochilas y tú registras la habitación —decidió, y desapareció por la puerta metálica en un abrir y cerrar de ojos.

Contemplé aquel viejo despacho con un gesto de cansancio. ¿ Quién lo había mandado construir y lo había ocupado medio siglo atrás? ¿Quién había estado sentado en aquella silla, vestido con aquella chaqueta de cuero negro, leyendo aquellos libros que olían a papel enmohecido? ¿Sauckel…? Sí, Sauckel, sin duda, Fritz Sauckel,
gauleiter
de Turingia, ministro plenipotenciario del Reich, responsable del KZ Buchenwald de Weimar, cuyos prisioneros habían construido para él y para Koch la caja fuerte mejor diseñada del mundo. Y, como en toda caja fuerte, me dije, por alguna parte debía existir una cerradura de seguridad cuya combinación sólo Sauckel, y quizá Koch, conocían. Tal vez la cerradura fuera aquel despacho en el que yo me encontraba, situado bajo el centro de la cruz gamada oculta en el trazado de la red de alcantarillado de la ciudad.

Me puse a curiosear en los cajones de la mesa. En el primero de ellos, encontré una carpeta de amarillentas facturas firmadas por Sauckel (lo cual venía a demostrar mis anteriores suposiciones), así como el ejemplar de un periódico austriaco llamado
Volks-Zeitung
del 20 de abril de 1942 (del que apenas pude comprender algunas palabras por culpa de los indescifrables caracteres góticos, tan del gusto de los nazis), cuya fecha estaba subrayada por trazos rojos. El segundo cajón estaba vacío y en el tercero, y último, al fondo, abandonados como si de unos viejos recuerdos turísticos se tratara, hallé un curioso busto de cera de Adolf Hitler, del tamaño de mi puño, con el pelo y el bigote pintados de betún, y una magnífica pitillera de plata, con un espléndido grabado del mapa de la Prusia Oriental, bajo el cual, bordeado por un diseño de hojas de roble, podía leerse la inscripción:
OSTPREUSSEN
, en letras mayúsculas, y debajo
DIE SCHUTZKAMMER DES VOLKES
, O, lo que ES lo mismo, PRUSIA DEL ESTE, PROTECTORA DE LOS PUEBLOS. Al abrirla encontré tres cigarrillos rancios y endurecidos y, en la parte interior de la tapa, también grabada, una reproducción de la firma de Erich Koch con la palabra
«Gauleiter»
debajo de la rúbrica. El objeto era exquisito y debía tratarse de un regalo especial mandado fabricar en serie para entregar a amigos y dirigentes políticos de la más alta jerarquía nazi, porque en una esquina de la parte posterior encontré el sello de la marca del fabricante:
Staatliche Silber Manufaktur Konigsberg Pr
.

En los anaqueles, el registro resultó más entretenido. Disfruté contemplando las obras que Sauckel había considerado dignas de ocupar un puesto en aquella restringida biblioteca personal. Le imaginé, aburrido y fastidiado, pasando las horas muertas en aquel despacho mientras los prisioneros sudaban sangre construyendo su cueva de Alí Baba. ¿ Se abriría un panel secreto en alguna pared si gritaba muy fuerte «¡Ábrete, Sésamo!»…? Jamás admitiré haberlo intentado, sólo diré que, poco después, seguí mirando los libros de Sauckel. Al principio no reconocí más que los nombres de algunos autores, pero pronto me descubrí traduciendo los títulos después de limpiar con pañuelos de papel la gruesa capa de polvo que cubría los lomos y las cubiertas: allí estaba
Die Leiden desjungen Werther (Las desventuras del joven Werther)
y las dos partes del
Faust. Der Tragödie (Fausto. La tragedia)
, de Goethe;
Die Relativitätstheorie Einsteins (La teoría de la relatividad de Einstein)
, de Max Born, publicado en 1920; la edición revisada en 1926 de
Der Untergang des Ahendlandes (La decadencia de Occidente)
, de Oswald Spengler; los dos gruesos volúmenes de
Reise ans Ende der Nacht (Viaje al fin de la noche)
, de Louis-Ferdinand Céline (¡la obra que yo había terminado apenas dos semanas atrás, con la que había amenazado a Ezequiela cuando entró en mi habitación para hablarme del reloj biológico!); y, por último,
Aufder Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido)
, la insuperable creación literaria de Marcel Proust, publicada en siete tomos encuadernados en vitela y con los títulos en letras doradas. No podía negarse que Sauckel era un lector exigente y selecto, de una amplia cultura. Jamás dejaría de preguntarme cómo era posible que espíritus de tal naturaleza hubieran caído en manos de una ideología tan histriónica y desquiciada como la nacionalsocialista.

—¿Has encontrado algo interesante? —preguntó súbitamente la voz de José desde la puerta.

—¡Me has asustado! —protesté volviéndome hacia él.

—Lo siento, no era mi intención. Pero te
recuerdo
que aquí no hay timbre. Bueno, dime, ¿has encontrado algo?

—Nada —suspiré con resignación, devolviendo a su sitio el libro que tenía entre las manos—. Aquí no hay nada. Libros, una pitillera de plata… Nada especial.

—No es lógico. Sabemos que hay un tesoro escondido en alguna parte y hemos venido siguiendo una compleja maraña de pistas hasta llegar hasta este despacho subterráneo. ¿Has buscado alguna abertura oculta, algún panel movedizo, algún compartimento escondido…?

—La verdad es que sólo he registrado el despacho —me justifiqué. José tenía razón: allí, en algún lugar en torno a nosotros, se hallaba la entrada a la cámara secreta donde Koch y Sauckel habían escondido los tesoros robados en Rusia durante la guerra, miles de obras de arte de un valor incalculable entre las que se encontraba el famoso. Salón de Ámbar del zar Pedro el Grande, la «octava maravilla del mundo», el increíble y legendario Bernsteinzimmer, hecho con placas de ámbar dorado del Báltico.

—Bueno, ahora comamos algo y después nos pondremos a la tarea.

El reloj marcaba la una y media de la tarde.

—¡Tenemos que contactar con Roi! —avisé alarmada..

—Ahora mismo lo hacemos. No te preocupes.

Mientras yo preparaba las exquisitas y deliciosas viandas liofilizadas (estaba harta de aquella comida; me apetecía un buen plato de pasta fresca con mucho queso gratinado), José desembaló los cachivaches electrónicos y le oí llamar repetidamente a Roi.

—¿Qué pasa? —pregunté, sorprendida.

—Roi no contesta —me respondió.

—No puede ser. Inténtalo de nuevo. ¿Has marcado bien la frecuencia?

—Por supuesto. Pero no recibo señal.

—Quizá tenemos demasiada tierra sobre nuestras cabezas.

—No debería importar. Este equipo es muy potente.

—¿Es posible que se haya estropeado?

—No sé.. —murmuró, pensativo—. Voy a mirar si tenemos correo de Amalia. Así comprobaré si funciona.

Conectó el ordenador portátil al
walkie
.

—Pues no, tampoco hay mensajes de Amalia... —anunció, más desconcertado todavía—. Sin embargo, parece que todo está bien: he podido entrar en la red Packet sin problemas.

—Es raro. Inténtalo de nuevo con Roi.

Pero tampoco tuvo éxito. Nos miramos, paralizados. Por primera vez, nos sentíamos verdaderamente solos y desamparados bajo tierra, como si el mundo exterior hubiera desaparecido y nosotros fuéramos los únicos supervivientes del último y definitivo holocausto mundial.

—¡No nos preocupemos innecesariamente! —exclamé de improviso, enfadada conmigo misma por mis absurdos temores—. Puede que a Roi se le haya estropeado el
walkie
, puede que se le haya olvidado la hora de la conexión, puede que se haya visto obligado a faltar a este contacto por algún imprevisto... Y puede que Amalia haya roto mi ordenador y lo esté arreglando a toda velocidad para no morir a mis manos cuando salgamos de aquí. ¿No te parece?

—Puede ser… Volveremos a intentarlo más tarde.

Comimos sin dejar de gastar bromas acerca de nuestra estúpida situación. Según José, jamás conseguiríamos salir de aquel laberinto y terminaríamos por crear una raza de humanos acostumbrados a vivir bajo tierra. Cuando dentro de mil o dos mil años los de arriba descubrieran nuestras ciudades, oirían hablar de los primeros Adán y Eva que, en realidad, en la mitología subterránea, se llamarían José y Ana.

—Hay algo a lo que le estoy dando vueltas desde hace tiempo… —apunté cuando terminó de decir tonterías—. Si es cierto que las obras de arte traídas desde Kónigsberg (Salón de Ámbar incluido) están por aquí, escondidas en estos túneles, ¿cómo consiguieron meterlas a través de las bocas de alcantarilla? Algunas galerías son enormes, es verdad, pero las entradas, incluso esa puerta de ahí, son muy pequeñas.

—Yo no lo veo tan complicado. Seguramente, esta estructura empezó a construirse al principio de la guerra. Recuerda que Koch capitaneaba los primeros destacamentos de trabajadores forzados que llegaron a Weimar para levantar Buchenwald y que fue entonces cuando comenzó su amistad con Sauckel. Con toda probabilidad, cuando los nazis emprendieron el saqueo de Rusia en 1941, Koch y Sauckel organizaron este increíble tinglado. Pongo la mano en el fuego que primero llenaron la cámara de tesoros y luego la cerraron, es decir, cavaron el hoyo, lo llenaron y después lo taparon, y disimularon la entrada con la red de suministro de agua de la ciudad.

—No disimularon la entrada. La ocultaron detrás de un laberinto.

—Como verás, eso implica muchas horas de análisis y planificación. Trabajaron a conciencia para que nadie más que ellos pudiera llegar hasta el escondite. Si Hitler hubiera ganado la guerra, al cabo de pocos años hubieran sido dos de los hombres más ricos de Europa, una Europa gobernada por su país y por su partido, y nadie hubiera indagado el origen de su rápido enriquecimiento. Cuando vieron que la guerra estaba perdida, esos tesoros se convirtieron en su salvoconducto, en su garantía personal de supervivencia. —Pero Sauckel murió. Fue ejecutado en Núremberg.

—Pero no su familia ¿acaso no recuerdas que Fritz Sauckel era un antiguo marino mercante, padre de diez hijos? Por eso guardó silencio en Núremberg, es la única explicación posible. Viéndose perdido y sabiendo que, si entregaba los tesoros a los aliados, la alternativa era una cadena perpetua para él en alguna cárcel miserable mientras su familia pasaba estrecheces y necesidades, optó por callar, seguramente tranquilizado por algún pacto entre caballeros establecido con Koch, por el cual éste entregaría la mitad de las riquezas a la numerosa familia de Sauckel.

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