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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (5 page)

Su hermano mayor asintió. Media docena de oficiales aguardaban las órdenes de Gaviota, y centenares de soldados bajo su mando las aguardaban también. A esas alturas el antiguo leñador ya tendría que haber estado acostumbrado a mandar, pero aún encontraba extraño el dar órdenes.

—Es demasiado tarde para volver a plantar —dijo—. Tendremos que traer comida de algún sitio, quizá de las tierras del sur... Y quiero explorar las colinas para asegurarme de que no hay más bribones como nuestro Hombre-Montaña acechando en ellas. Organizaremos una caravana de carros, ayudaremos a la milicia a conseguir que los caminos vuelvan a ser seguros, reconstruiremos los muros, echaremos esos cadáveres a las piras...

Gaviota dejó de pensar en voz alta para empezar a dar órdenes.

Mangas Verdes asintió distraídamente, demasiado ocupada con los detalles a los que debía atender como para prestar mucha atención a su hermano. Observó al gigante, y arrugó la nariz. Estaba acostumbrada a los olores repugnantes, pero aquel gigante apestaba como una letrina y estaba infestado de pulgas. Mangas Verdes se preguntó de quién era la máscara de muerte que llevaba sobre su pecho embarrado.

—Un hechicero gigante es algo nuevo —comentó, volviéndose hacia sus estudiantes—. Aunque en realidad es un cruce de gigante y ogro, ¿verdad? Bien, aparte de él ya nos hemos encontrado con un hechicero troll y un hechicero trasgo. Y he oído decir que uno de los centauros de Helki ha dado señales de poseer cierta capacidad para la práctica de la hechicería, aunque no quiere decirnos quién es...

Precedido por una banda de músicos, que saltaban y hacían piruetas mientras tocaban, y de tres estandartes que aleteaban en el viento, un grupo de ancianos de la ciudad avanzaba hacia ellos para ofrecer la gratitud oficial a los héroes victoriosos. Gaviota y Mangas Verdes hicieron una pausa en sus deliberaciones y esperaron a que llegaran.

—Van a cantar leyendas sobre nosotros —dijo Mangas Verdes con voz pensativa.

Gaviota la contempló con los ojos entrecerrados y después rozó el nacimiento del pelo del gigante con el mango de su hacha.

—¿Tú crees?

_____ 3 _____

Chundachynnowyth iba y venía por su habitación de la torre sin prestar ninguna atención a los gemidos que resonaban a su alrededor. Sus pies avanzaban a lo largo de surcos que ella misma había ido abriendo en el granito, desgastándolo con el roce de siglos de caminar sobre las losas. De repente se detuvo en una pequeña alcoba y cogió una vela para poder observar mejor el progreso de su experimento.

Un hombre colgaba de unas cadenas incrustadas en la pared. Su rostro estaba gris como las cenizas, y su cuerpo flácido e inmóvil. El hombre habría muerto hacía mucho tiempo de no ser por la magia de Chundachynnowyth. La piel de su pecho había sido apartada de la carne, y los músculos habían sido sajados y las costillas serradas. El hombre colgaba de la pared, vivo y en un continuo sufrimiento, para que Chundachynnowyth pudiera estudiar la belleza de su corazón. Sujetado a sus costillas mediante pequeños remaches de cobre, justo encima del agujero, había una diminuta retorta llena de repugnantes sustancias químicas. Los tubos que brotaban de la retorta rozaban el corazón. Cuando Chundachynnowyth se le aproximó, el hombre empezó a gimotear, previendo todavía más dolor. La hechicera le ignoró y se dedicó a hablar consigo misma. Aquel suave murmurar, más propio de una anciana dama chocheante que estuviera cuidando de sus rosas, quizá fuese lo más aterrador de aquella espantosa situación.

—Aquí estamos, ¿eh? Y ahora, añadir antimonio. Un veneno, por supuesto, pero en pequeñas dosis es un tónico. Entonces veremos si va más deprisa o más despacio... ¡Ah!

Acababa de echar un pellizco del veneno dentro de la retorta. El prisionero, el experimento viviente, se retorció cuando el veneno llegó a su corazón para provocar un frenético estallido de actividad.

—¡Por favor! ¡Por favor! —gimió.

El dolor hizo que se convulsionara bajo sus cadenas, pero Chundachynnowyth le rozó los labios con una mano marchita y le dejó momentáneamente paralizado. No le gustaba hacerlo, pues ya consumía una gran cantidad de maná meramente para mantener con vida a aquellos infortunados, e introducir más podía interferir el desarrollo del experimento. El corazón latió locamente, palpitando como si fuera a explotar, y después sus latidos se fueron calmando poco a poco hasta que reanudaron su errático ritmo anterior.

Chundachynnowyth cogió un punzón de madera e hizo una anotación sobre una tablilla de cera.

—Bien, bien... Va más deprisa. Es bueno saberlo, es bueno saberlo.

Siguió con su lento recorrido y fue dejando atrás más prisioneros, cada uno con algún horrendo experimento unido a su corazón, su hígado, sus pulmones o su cerebro. Había un total de ocho prisioneros, cada uno de ellos capturado mientras viajaba por los alrededores de la marisma dentro de la que se alzaban el pequeño castillo y la torre de Chundachynnowyth. Algunos eran humanos y algunos eran elfos, y uno era un orco. Algunos estaban más muertos que vivos y colgaban de sus cadenas sin moverse y sin producir ningún sonido, pero la mayor parte sabían lo que les estaba ocurriendo y vivían en una pesadilla interminable de la que no podían escapar. Encima de las mesas esparcidas por la habitación, y en otros pisos, había jaulas con animales, también víctimas de crueles experimentos.

Chundachynnowyth llevaba harapos y un delantal hecho jirones, pues las ropas carecían de importancia. El amor, la comida o la compañía tampoco tenían ninguna importancia. Chundachynnowyth tenía los cabellos grises y el cuerpo encorvado —lo cual era toda una rareza para alguien de su raza—, pues era vieja y lo había sido durante siglos.

La hechicera era de pura sangre élfica, pero cuando pensaba en sí misma ya no se consideraba perteneciente a esa raza. Chundachynnowyth estaba convencida de haber ido tan lejos que lo había dejado atrás absolutamente todo, desde la magia al caminar entre los planos, para acabar suspendida en el mismísimo filo la vida a fin de poder capturar su esencia. Ya sólo deseaba una cosa, y se había dedicado a perseguirla de una manera absoluta con exclusión de todo lo demás.

A pesar de ser tan vieja, Chundachynnowyth quería vivir más tiempo. De hecho, quería vivir eternamente. Si alguna vez tuvo otras metas, ya habían sido olvidadas hacía mucho. Hubo un tiempo, hacía siglos de ello, en el que Chundachynnowyth descubrió por pura casualidad un secreto que parecía prolongar la vida, y ese objetivo había pasado a ser lo único en lo que trabajaba y el único que pretendía alcanzar. Vivir eternamente, llegar a ser más vieja que las montañas y el mar e incluso que las lunas suspendidas sobre su cabeza... Ésa era su meta, y para ello había recopilado historias y leyendas y recetas y pociones y curas y artefactos mágicos, y había llegado hasta el punto en el que se encontraba actualmente y seguía trabajando.

Que experimentara sobre seres vivos que sufrían no tenía absolutamente ninguna importancia. Para ella no significaban nada, por lo que Chundachynnowyth tampoco debía significar nada para ellos. Los prisioneros estaban allí para ser utilizados a fin de hacer progresar sus experimentos. Si morían, eso sólo quería decir que el experimento había fracasado y que Chundachynnowyth debía volver a intentarlo. Nunca debía dejar de intentarlo, pues eso podría significar su propia muerte, la única auténtica tragedia posible.

Dejó su tablilla de cera encima de una mesa y cogió otra. Ah, sí, ya iba siendo hora de procurar que hubiera algo más de calor debajo de la joven elfo, esa prisionera a la que estaba privando del sueño. La muchacha seguía dando cabezadas incluso con un fuego debajo de ella para chamuscarle la piel. Chundachynnowyth probaría a pintar las quemaduras con una solución de azufre y aceite mineral, y así averiguaría si aquel nivel de dolor podía despertarla. Ya hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que poder prescindir del sueño sería un gran triunfo. Eso le proporcionaría más tiempo para experimentar...

* * *

El único ruido que produjeron fue un roce casi inaudible junto a la ventana.

Mangas Verdes puso el dedo de un pie encima del espacioso alféizar de piedra, y se agarró a una cornisa para asegurarse de que su cuñada también había conseguido llegar sana y salva antes de que el hechizo de vuelo se disipara.

Los pies de Lirio apenas tuvieron tiempo de entrar en contacto con la piedra antes de que se llevara las manos a la boca. Había visto a los prisioneros suspendidos a lo largo de las paredes, y su nariz había percibido la pestilencia a mortandad que había impregnado hasta los mismos muros de la torre. Sin decir una palabra, Lirio giró sobre sus talones y vomitó en el vacío.

—Oh, Espíritu del Bosque —rezó Mangas Verdes—, ayúdanos y ayuda a estas pobres almas.

Lirio, la esposa de Gaviota el leñador, tuvo que sentarse en el alféizar de la ventana para recuperar las fuerzas. Iba vestida de blanco desde la cabeza hasta los pies: zapatos y medias blancas, traje blanco, una chaqueta corta del estilo que hubiese podido llevar una bailarina, y un pañuelo blanco en la cabeza. Todas las prendas estaban adornadas con flores bordadas, no sólo lirios amarillos, sino también rosas rojas y violetas púrpura esparcidas a lo largo de los dobladillos y las costuras. Pero el traje se curvaba hasta casi medio metro de ella, pues su segundo embarazo ya estaba muy avanzado. Lirio tenía una buena excusa para que su estómago no pudiera soportar ciertas cosas.

Mangas Verdes deseó tener una excusa. Había visto y oído muchas cosas horribles, pero aún no había conseguido recuperarse de la visión de aquel horrendo espectáculo. Cruzó la habitación andando de puntillas y fue hacia una mujer cuya cabeza estaba metida dentro de una estructura que mantenía inmóvil su cráneo rasurado..., y abierto. La mujer no dio ninguna señal de que hubiese notado la presencia de Mangas Verdes, pero todo su cuerpo siguió estremeciéndose a intervalos regulares. La hechicera entrecerró los ojos para poder ver algo a la luz vacilante de unas cuantas velas, sintiéndose apenas capaz de mirar, y se obligó a estudiar la magia de aquel lugar, pues zumbaba a su alrededor agitándose en todas direcciones como un enjambre de mosquitos.

—¡Oh, no! —murmuró—. ¡La magia los mantiene con vida! Pero... Benditas orejas de Caleria, ¿por qué?

Mangas Verdes se mordisqueó los nudillos mientras intentaba pensar en qué debía hacer. Si aquél era uno de los usos de la magia, durante un momento se avergonzó de sí misma por haber llegado a dominarla. Dos lágrimas brotaron de sus ojos, pero la joven druida se obligó a calmarse con un terrible esfuerzo de voluntad. La magia era una fuerza y podía ser usada para el bien o para el mal, o no ser usada para nada.

Pero la druida no veía ninguna forma de salvar a aquellas almas atormentadas..., salvo una.

Puso la mano sobre el cuerpo de la mujer torturada, tocándolo con toda la delicadeza de que fue capaz —la prisionera volvió a estremecerse—, y murmuró un hechizo muy sencillo que, en algunos aspectos, era el más sencillo de todos los hechizos. Mangas Verdes retiró el maná que mantenía con vida a la mujer y lo apartó de ella tan deprisa como pudo, igual que si estuviera usando un cuchillo para hacer un corte lo más limpio posible, y lo guardó dentro de su ser aunque se trataba de un maná deforme y corrompido que la hizo sentirse manchada y contaminada. Después se preparó para resistir el dolor cuando la quemadura del maná, que no tenía ninguna salida por la cual escapar, ardió a lo largo de todos los nervios de su cuerpo.

Cuando apartó la mano, los miembros de la mujer fueron recorridos por un último estremecimiento. Su corazón dejó de latir y la prisionera murió, por fin en paz. Mangas Verdes envió una plegaria en pos de ella, y fue a ocuparse de la siguiente víctima.

Lirio, que seguía en el alféizar de la ventana, tenía las manos encima de su estómago dolorido y deseaba estar en casa. Había accedido a formar parte de aquella incursión porque en todo el ejército no había nadie aparte de ella que pudiese volar. Un explorador, uno de los zíngaros de Pradesh que seguían la pista de los rumores, había logrado introducirse en aquel espantoso pantano y había encontrado aquella isla. El explorador había echado un vistazo dentro de la torre y había visto a los viajeros desaparecidos y los horrendos experimentos, y también había captado el olor del uso y el abuso de la magia y había entrevisto a la vieja arpía yendo de un lado a otro entre las sombras. Mangas Verdes, comprendiendo que se enfrentaban a una maga tan anciana como experimentada, había optado por materializarse en el otro lado del pantano para volar después en silencio hasta la ventana más alta. Lirio ya llevaba un bebé en las entrañas, pero enseguida se había mostrado dispuesta a ayudar. La esposa de Gaviota no se consideraba una auténtica hechicera, pues el único hechizo que dominaba era el de volar; pero anhelaba poder prestar alguna ayuda a la gran cruzada del ejército. Aun así, Lirio estaba deseando que en su boca no hubiera aquel sabor tan desagradable y que pudieran irse lo más deprisa posible. Echó un vistazo por la ventana de la torre y se preguntó qué sería de su esposo en aquel momento.

Mangas Verdes acababa de detener otro corazón maltratado y había dado la paz a otra criatura cautiva, sin dejar de odiarse a sí misma ni un solo instante por no poder hacer nada más. Pero entonces un estridente chillido procedente del umbral hizo que saltara medio metro en el aire.

—¿Qué estás haciendo?

Un horror rezumante y viscoso se alzó sobre Mangas Verdes antes de que pudiera reaccionar. La criatura desprendía una pestilencia insoportable, un hedor a matadero y cloacas que le provocó un acceso de náuseas.

El horror era muy alto y estaba recubierto por una piel de aspecto coriáceo, pero sus rasgos se hallaban tan distorsionados que Mangas Verdes apenas pudo entender qué estaba contemplando. El único pensamiento que acudió a su cabeza fue que alguien o algo habían sido vueltos del revés.

Una boca se abrió en la parte de atrás de un cuello. Un ojo la observó, medio escondido entre un par de omóplatos. Unos dedos se retorcieron encima de un mentón. Una erupción de huesos brotó de la piel reseca, se deslizó velozmente alrededor de las costillas y los mechones de vello y volvió a ocultarse dentro del cuerpo. El palpitar de los vasos sanguíneos estaba por todas partes. Una glándula rezumaba bilis que iba descendiendo lentamente a lo largo de una pierna.

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