La dama volvió a dejar el garrote en la misma posición de antes, pero éste cayó al suelo tan pesadamente como si sólo fuese un trozo de madera sin vida. ¿Qué...?
—¿Qué has hecho? —preguntó Gurias.
Fue hacia la barra. Ya era suficiente. La trataría tal como había tratado a las dos muchachas. Sí, la pondría encima de la barra y le daría una buena azotaina en el trasero...
Pero el joven hechicero se quedó inmóvil un instante después de haberse inclinado para coger el garrote caído en el suelo. Ondulando entre un despliegue de colores de la tierra —verde primero, luego marrón, y azul y amarillo después—, un cuarteto de figuritas vestidas de verde surgió del suelo.
Gurias las contempló, tan asombrado que los ojos casi se le salían de las órbitas. Las criaturas vestían diminutas prendas verdes, y su atuendo era tan impecable como el de unas muñecas. Lucían gorras de ganchillo verde y puntiagudas barbas castañas, pero una tenía el rostro libre de vello y Gurias comprendió que era una hembra. La criaturita le dirigió una sonrisa radiante desde muy cerca del suelo, pues no era más alta que una ardilla, y le obsequió con una pequeña reverencia tan elegante que incluyó el sujetarse los faldones de la túnica con las manos. Gurias se habría echado a reír si la sorpresa no se lo hubiera impedido.
Pues un instante después, el minúsculo grupo agarró el garrote caído en el suelo y huyó a la carrera con él. La diminuta hembra —Gurias comprendió que era una duendecilla— se llevó el pulgar a la nariz y agitó los dedos mientras le sacaba la lengua.
—¡Eh! —chilló el hechicero.
Gurias lanzó una patada contra la diminuta duendecilla, pero falló. El muchacho se lanzó en persecución del cuarteto y su garrote. Gurias pasó por encima de ellos con un ágil salto y pegó la espalda a la pared.
—¡Os he pillado! —gritó.
El minúsculo cuarteto se echó a reír, un sonido tan melodioso como campanillas impulsadas por el viento, y después corrió como una exhalación por entre las piernas de Gurias, chocó con la pared..., y la atravesó.
Gurias, que no entendía nada, permaneció durante unos momentos con los ojos clavados en los tablones por los que habían desaparecido y acabó tocando la pared de madera con las puntas de los dedos.
Y después alzó la cabeza hacia la dama, que había depositado su trasero encima de un taburete.
—¡Eres una hechicera!
—Soy una druida —le confirmó la mujer con un asentimiento de cabeza.
Gurias se dio cuenta por primera vez de que era joven: no tendría mucho más de veinte años, y no podía llevarle más de cuatro años de ventaja.
—Oh, una druida. —Gurias quitó importancia a esa declaración con un vaivén de la mano y fue hacia ella—. Las conozco. Hacen llover y ayudan a crecer a las cosechas, y... Bueno, curan árboles o algo por el estilo.
Estaba a un brazo de distancia de ella cuando la agarró bruscamente por su rizada cabellera castaña y tiró de su cabeza hasta dejársela inclinada hacia un lado. Gurias desenvainó su larga daga y le enseñó la hoja.
—¡Bien, pues yo no soy ningún cuidador de árboles! Soy un auténtico hechicero y...
No se percató de que la mujer curvaba un dedo alrededor del extremo de su capa y rozaba una punta de flecha bordada con hilos rojos que se estaba rompiendo en diminutas partículas.
De lo que sí se percató enseguida fue de lo que le ocurrió a la hoja de su daga. Gurias la había limpiado y afilado aquel mismo día —o, mejor dicho, había ordenado al herrero que así lo hiciese—, pero la hoja ya se estaba oxidando. Gurias pensó que debía de ser culpa de toda aquella humedad, pero... No. El óxido se extendió sobre la hoja, creando profundas muescas y agujeros en ella. La afilada punta quedó disuelta en cuestión de segundos. La destrucción continuó hasta que Gurias se encontró sosteniendo una empuñadura de estaño y un pequeño diluvio de copos rojos hubo quedado esparcido sobre el muslo de la mujer.
Gurias seguía sujetándola por los cabellos y le mantenía inclinada la cabeza hacia un lado. El joven hechicero la soltó cautelosamente.
—¿Quién...? ¿Quién eres exactamente?
—Tu némesis —dijo la mujer sin inmutarse.
Sacudió la cabeza para apartar los cabellos de sus ojos y agarró un pliegue de su capa en el que una tormenta invernal lanzaba cortinas de granizo.
Y un instante después Gurias fue envuelto por una ráfaga helada surgida de los más lejanos confines de las tierras norteñas. Un frío terrible hirió su carne con una mordedura tan terriblemente abrasadora como la del fuego, torturándola hasta que su piel quedó blanca, insensible y medio helada. Con los dientes castañeteando, el joven hechicero empezó a temblar de una manera tan incontrolable y violenta que faltó poco para que se desplomara. Fue tambaleándose hasta el fuego, pero allí no encontró calor alguno ni siquiera cuando metió las manos en las llamas. Gurias bajó la mirada hacia sus piernas y descubrió que sus pies estaban recubiertos de hielo, y que lenguas de escarcha subían por sus piernas. Podría haber estado enterrado en un banco de nieve, o congelado dentro de un glaciar como los que había visto en las cañadas de las montañas. Gurias alargó la mano hacia el amuleto que colgaba de su cuello y que contenía el hechizo del rayo. Si conseguía invocar el maná necesario, mataría a aquella druida..., pero su mano no logró aferrar el amuleto. Incluso su aliento se había vuelto helado, y Gurias se preguntó si se le habrían congelado las entrañas.
Un instante después sufrió un violento espasmo y cayó de espaldas. El hielo que cubría sus piernas se hizo añicos, pero el joven hechicero estaba demasiado entumecido para poder moverse. Gurias clavó la mirada en el techo y las vigas manchadas de humo. «¡Por la ingle de Gwendlyn! —pensó—. Soy demasiado joven para morir... ¡Y especialmente para morir por culpa de un rayo mágico!» ¡Él era el hechicero! Era él quien había nacido para controlar a los demás, y no al revés...
Gurias, temblando y estremeciéndose, vio con ojos nublados por el hielo cómo las dos jóvenes a las que había obligado a saciar sus apetitos sexuales se alzaban sobre él. Las dos sonreían con salvaje alegría, y cada una levantó un pie calzado con un pesado zueco.
—¡Oh, n-n-n-n-o! —tuvo tiempo para gimotear antes de que un zueco le aplastara la nariz.
Las jóvenes le estuvieron pateando durante un buen rato, turnándose en la tarea y dirigiendo sus patadas con gran precisión, evitando su cabeza para que no perdiera el conocimiento. Habían crecido en una granja y eran fuertes, y sus patadas tenían la potencia suficiente para derribar una puerta.
El hechizo de la ráfaga invernal se disipó en algún momento del castigo. El concienzudo pateo hizo que Gurias no tuviera tanto frío, pero eso no era un gran consuelo.
El joven hechicero recobró el conocimiento cuando alguien le echó agua en la cara.
Yacía sobre una mesa manchada de cerveza con los brazos atados junto a su cabeza. Tensó los músculos, y descubrió que su garrote mágico estaba colocado a través de sus hombros y que le habían atado las muñecas a él. Sentados a lo largo del garrote como gorriones posados encima de una valla estaban los cuatro duendecillos. Mientras Gurias los contemplaba por el rabillo del ojo, la diminuta hembra de mejillas regordetas cruzó la colina de su hombro, alargó una mano hacia su bigote y tiró de él con una sonrisa maliciosa, separando un pelo de sus escasos compañeros. Gurias chilló y resopló, lo que hizo que su nariz aplastada volviera a sangrar. El joven hechicero pudo sentir la presencia de la sangre seca sobre su rostro, y su escozor en sus labios agrietados. De hecho, todo él estaba apaleado, amoratado, dolorido y arañado. «Es curioso —pensó con un gemido mental—, pero nunca he leído ningún pasaje en el que a los hechiceros les ocurriesen cosas como ésta en esos viejos libros llenos de polvo de Tobías.» Quizá debería haberles prestado más atención...
Había voces zumbando a su alrededor. La mayor parte de la aldea llenaba a rebosar la diminuta posada. El jefe del consejo, que apestaba tan intensamente como un jamón ahumado debido a su confinamiento, se dirigió a la druida.
—Nunca podremos agradecéroslo lo suficiente, mi señora. Nos habéis salvado de la ruina. Ese muchacho sólo estaba empezando, ¿sabéis? Estaba dando sus primeros pasos como hechicero. No hubiese tardado mucho en pasar a cometer auténticas maldades y entonces nos habría convertido en bestias, o nos habría despellejado vivos o cualquier cosa todavía peor, mi señora...
La voz de la mujer fue como un bálsamo de primavera en aquella sala sofocante.
—No hace falta que me llaméis «mi señora», mi buen jefe del consejo. Soy Mangas Verdes, y así me llaman mi familia y mis amigos, y os considero a todos amigos míos. Lo único que lamento es no haber podido detenerle antes, pero nos vimos...
—¡Mangas Verdes! —balaron varias personas.
Los aldeanos empezaron a parlotear entre ellos, y después el jefe del consejo se encargó de hablar en nombre de todos.
—¿Mangas Verdes la Archidruida? ¿La que va al frente de ese enorme ejército con Gaviota el Leñador? Bien, mi señora... Eh, quiero decir Mangas Verdes, ¿y qué estáis haciendo en este pueblecito olvidado de los dioses? ¡Somos demasiado insignificantes para que las gentes de alta cuna se ocupen de nosotros!
—Al contrario, mi buen señor —le corrigió la druida—. Es a las personas normales y corrientes a las que deseamos ayudar, pues tanto mi hermano como yo éramos personas normales y corrientes a las que la hechicería dejó sin hogar.
Una nueva oleada de comentarios susurrados recorrió a la multitud. Gurias gimió. Aquello era una pésima noticia.
Mangas Verdes volvió a sentarse sobre el taburete.
—Veo que estáis confusos —dijo—. Os ruego que me permitáis explicároslo.
»¿Hay alguien entre vosotros que haya oído hablar del Bosque de los Susurros, que se encuentra muy lejos al sur de aquí? Ah, tú... Bien, pues hubo un tiempo en que al este de ese bosque había una aldea llamada Risco Blanco. Mi hermano, sí, el general Gaviota, era leñador mientras que yo era la idiota del pueblo, sí, desde el nacimiento y con tan poco seso como un pajarillo recién salido del huevo. Gaviota me llevaba al bosque para que le hiciera compañía. Era una vida humilde y nuestra aldea era pequeña pero feliz, como ésta..., y cómo envidio las existencias tranquilas y productivas que lleváis aquí.
»Los dioses tenían otros planes para nosotros. Un día dos hechiceros aparecieron en nuestro valle y libraron un duelo mediante soldados y bestias mecánicas y bárbaros de piel azul y muros de espinos y trolls de Uthden, y muchas cosas más. Los aldeanos nos vimos atrapados en el centro de todo aquel caos. Un terremoto hendió el valle por la mitad y secó nuestro inapreciable río. Un hechizo que robaba la fuerza vital primero y una lluvia de piedras después acabaron con muchos, nuestros padres y hermanos entre ellos. Toda nuestra familia fue aniquilada, salvo nuestro hermano Gavilán, que fue capturado y desapareció. Y cuando la batalla hubo terminado, los supervivientes se enfrentaron a saqueadores y vampiros y gules que habían acudido para sacar provecho de la carnicería, y a ratas que trajeron consigo la plaga. Casi todos huyeron, hasta que sólo quedamos Gaviota y yo, y nos fuimos al bosque.
»Pero estoy divagando. Para hacer menos larga una historia muy larga, os diré que acabamos conociendo a un hechicero que pretendió albergar buenas intenciones hacia nosotros. Ese demonio se llamaba Liante, y os ruego que procuréis no olvidar su maléfico nombre... Empezamos a trabajar para él y salimos del Bosque de los Susurros, y mi mente empezó a despejarse. Algún tiempo después descubrimos que la magia del bosque había saturado de tal manera todo mi ser que tenía los poderes de la hechicería: poseía vastos poderes. Cuando Liante intentó sacrificarme para absorber el maná de mi alma, conseguí resistirme. A esas alturas mi hermano ya contaba con los comienzos de un ejército, y derrotamos a Liante y logramos hacerle huir.
»Pero una vez puestos en movimiento, y al igual que una bola de nieve que baja por la ladera de una colina, ya no podíamos parar..., y tampoco teníamos intención de hacerlo. Gaviota y yo descubrimos que muchas aldeas habían sido asoladas por hechiceros que perseguían el poder y que buscaban recursos y magia, y que utilizaban a las personas corrientes para luego prescindir de ellas cuando ya no les eran útiles. Cuando adquieren el poder, los hechiceros se consideran dioses. Mi hermano y yo estamos decididos a persuadirles de que no lo son.
Gurias, maniatado encima de la mesa, dejó escapar un gemido claramente audible. ¿Aquélla era la «noble dama y druida» a la que había intentado forzar?
Mangas Verdes concluyó su relato.
—Así que hemos creado una campaña, una cruzada, si preferís llamarla así, para detener las depredaciones de los hechiceros y poner coto a sus fechorías. Queremos detenerles, capturarles, corregirles..., matarles si es necesario. Pero queremos lograr que el mundo sea un lugar donde las personas normales y corrientes puedan vivir sus vidas sin miedo y sin ser maltratadas.
Alguien gritó, y en cuestión de momentos todos los presentes estaban lanzando vítores lo suficientemente potentes para levantar el techo de las vigas. La archidruida, una de las hechiceras más poderosas de los Dominios, se ruborizó ante todo aquel tumulto.
La gente tenía preguntas que hacer. ¿Cómo podían ayudar, qué vendría a continuación, podían ofrecerse voluntarios? Muchos sintieron un renovado interés por Gurias, y tocaron sus heridas con las puntas de los dedos para verle saltar.
Mangas Verdes acabó agitando las manos en el aire y se hizo el silencio.
—Responderé a algunas de vuestras preguntas, y luego he de irme —dijo—. Descubrimos la proximidad de la magia de muchas maneras: mis estudiantes de magia poseen un artefacto que percibe las perturbaciones en el éter que causa la magia, y enviamos exploradores para que recorran los campos. Cuando me enteré de que un hechicero de escasos poderes estaba haciendo de las suyas aquí —hubo varios siseos dirigidos a Gurias, y los dedos de los aldeanos se incrustaron con más fuerza en su cuerpo—, pensé en mi hogar perdido y vine a ayudaros. Siento haber tardado tanto en llegar, y os presento mis más sinceras disculpas por ello.
La multitud se negó a oír ninguna disculpa, y todos la elogiaron y brindaron por ella y gritaron más vítores y ofrecieron sugerencias tan obscenas como sangrientas sobre lo que se podía hacer con Gurias. El maltrecho hechicero pasó por la curiosa experiencia de sentir un calor asfixiante y, al mismo tiempo, notar que se le helaba la sangre en cuanto les oyó. Lo único que había hecho era ir a la aldea y hacer lo que cualquiera hubiese hecho en su lugar. ¿Por qué les enfurecía tanto que pudiera ejercer su poder mágico sobre unos campesinos?