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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (4 page)

Atrapado por tres lados y con la ciudad en el cuarto, Immugio decidió no huir y presentar batalla. Después de todo, era capaz de mover la tierra y el cielo..., y lo haría.

Alzó brazos tan largos como árboles y agitó las manos mientras aullaba una confusa mezcla de la lengua de los ogros y la de los gigantes, y el cielo respondió por encima de su cabeza. La bóveda celeste se oscureció, y las nubes se espesaron. Los nubarrones de tormenta descendieron, y los relámpagos crujieron y chisporrotearon por entre ellos. «Frío», pensó Immugio. Enviaría el frío hacia arriba y convertiría la neblina de la nube en nieve. Provocaría una ventisca que enterraría la ciudad y ocultaría su fuga. Immugio rió cuando los primeros copos de nieve brillaron con un resplandor iridiscente por encima de él, y un instante después sintió como un copo primero y muchos después rozaban su rostro.

Y luego no hubo más copos.

Immugio meneó la cabeza y contempló el cielo con el ceño fruncido. Las nubes volvían a moverse, pero esta vez para regresar a su estado normal. La parte inferior de los nubarrones de tormenta se iba alisando, y los huecos de cielo libre de negrura que había entre ellos se volvían más y más grandes. Antes de que hubieran transcurrido muchos segundos, Immugio ya podía ver una gran extensión de cielo despejado. Después llegaría el sol. ¿Quién...?

Miró a su alrededor, pero sus ojos nunca habían sido muy agudos y no pudo discernir la silueta envuelta en la capa llena de bordados que permanecía inmóvil cerca de la retaguardia del ejército y mantenía sus esbeltos dedos extendidos hacia el cielo. Immugio supo que debía de haber algún hechicero cerca, pues hasta entonces siempre había conseguido influir sobre el cielo.

Giró sobre sus talones para buscar una ruta de huida, alarmado por primera vez, y su mano se desplegó sobre el rictus congelado y el rostro reseco de su padre para estrujarlos en una reacción inconsciente. La cara del muerto parecía haberse tensado en una sonrisa, como si supiera que la venganza no estaba muy lejana.

Pero el ogro-gigante era demasiado lento. Apenas había tenido tiempo de parpadear cuando ya estaba rodeado por un doble anillo de centauros acorazados. Los centauros giraban como un remolino de hojas otoñales, dos anillos que trotaban en direcciones opuestas y se movían junto a él, separados de Immugio por la longitud de una lanza mientras se desplazaban con una agilidad tan llena de gracia como ciervos entre las flores, vigilando al gigante y a sus camaradas al mismo tiempo. El doble anillo erizado de puntas de acero enfureció a Immugio. Podía olerlos, un dulce aroma de heno, alfalfa, humo de leña, metal y cuero restregado hasta hacerlo brillar. Sentirse amenazado por unas criaturas tan insignificantes le revolvía el estómago.

Lleno de furia, el gigante alzó su látigo de piel de buey y atacó. Sus largos brazos y la longitud del arma le ayudaron, pues el trallazo de Immugio pasó junto a la lanza de una centauro y rodeó su cabeza y su torso con largos dedos de cuero, que se habían vuelto repugnantemente pegajosos a causa de la sangre y la carne resecas que los cubrían.

Pero la presa letal sólo duró un segundo. La centauro salió de la formación para no estorbar su movimiento, y una docena de hojas muy afiladas entraron en acción. Anchas puntas de acero pulimentado mordieron las trallas, cortándolas en un instante, y el gigante se encontró sosteniendo un muñón de cuero tan largo como su brazo.

Immugio rugió cuando algo le pinchó en la parte de atrás de la rodilla. Un silbido de algún comandante —todos parecían iguales, criaturas de un colorido tan abigarrado como el de una bandada de petirrojos, cardenales y ruiseñores, con los brazales rosados que aleteaban bajo la brisa que creaban con su galope, siendo la única similitud existente entre ellas— hizo que un centauro entrara en el círculo y abriera un tajo en la piel del gigante. Immugio giró sobre sus talones, enfurecido, y sólo consiguió recibir otra herida en un lado de la rodilla..., y luego otra, y otra más.

Y, por primera vez, el pánico enfrió la rabia que enrojecía sus ojos. No pasaría mucho tiempo antes de que quedara hecho pedazos.

Aullando y maldiciendo, Immugio se inclinó y puso las manos en el suelo. Agarró puñados de polvo y ceniza, gruñendo y resoplando, y ordenó a las capas de suelo que se extendían por debajo de ellos que empezaran a temblar. Immugio sintió cómo respondían, pues aquellas montañas siempre se estaban moviendo y sólo necesitaban la inserción de una palanca lo suficientemente potente para hacer que iniciaran sus temblores. El primer estremecimiento rozó las puntas de sus dedos, como si la misma tierra le tuviese miedo, y el gigante ignoró los pinchazos que estaba recibiendo su trasero mientras plantaba firmemente sus grandes pies desnudos en el suelo y esperaba la sacudida que derribaría a aquellos centauros...

Pero los temblores sólo se desplegaron una vez, y apenas agitaron los guijarros antes de cesar. La diminuta hechicera inmóvil al comienzo de la meseta había calmado a la tierra, aquietando los temblores y haciendo que las oleadas de energía se alejaran en veloces ondulaciones que se disiparon rápidamente.

Immugio estaba perplejo. ¡Su mejor hechizo, deshecho en cuestión de un instante! El miedo paralizó al gigante durante unos momentos, y esa inmovilidad fue su perdición. Una veintena de pequeñas heridas y cortes se abrieron en sus antebrazos, sus piernas y sus talones. Aquellas hormigas insignificantes, aquellos hombres-caballo, seguirían torturándole hasta dejarle sin piernas con las que sostener su cuerpo.

—¡Basta!

Immugio se levantó de un salto, bajó la cabeza y cargó contra el círculo de lanceros con un rugido bestial. Aplastaría a unos cuantos, se abriría paso a través de ellos, partiría sus huesos y convertiría su carne en pulpa antes de huir lejos de allí para perderse en las colinas...

Pero otro de aquellos malditos silbidos resonó de repente, y un instante después ya no hubo centauros a los que pisotear. Viéndole cargar contra ellos, los lanceros se habían apartado tan ágilmente como una bandada de gorriones. Immugio rió al verse libre de aquella prisión de acero. Ya no había nada que se interpusiera entre él y las colinas aparte de basura, cosechas devastadas y hogueras de campamento que se iban apagando poco a poco entre humaredas. Immugio por fin podría...

Recibir nuevas heridas en el trasero.

Los centauros habían recreado su formación, y no habían tenido ninguna dificultad para cubrir la escasa distancia que Immugio había recorrido en su torpe carrera. Los lanceros se turnaron para atacar desde atrás y desde ambos lados, hundiendo sus armas tan profundamente como podían llegar a hacerlo sin perderlas y desviándose velozmente después de herir para hacer sitio a los compañeros que ya llegaban al galope por detrás de ellos. Tajo, corte, herida, rasguño, arañazo... Immugio perdía tanta sangre como si estuviera siendo atacado por un enjambre de mosquitos monstruosos.

Immugio lanzó un alarido lleno de rabia, frustración y miedo. Podía morir allí. Harían un trono con su cráneo. El rostro muerto de su padre subía y bajaba sobre su velludo pecho, y parecía empujarle hacia atrás mientras se reía de él con cada golpeteo.

No era así como se suponía que debían ir las cosas. Pero el ogro-gigante no pudo ver ninguna solución aparte de correr a ciegas con la esperanza de poder llegar hasta las colinas.

Aun así, el número de heridas fue disminuyendo y pronto sólo uno de cada dos centauros logró dar en el blanco. Debía de estar logrando alejarse de ellos.

Lo que Immugio no pudo ver fue los lazos que estaban siendo cogidos de los hombros sobre los que habían reposado, y que un instante después fueron hechos girar sobre las cabezas de los centauros para acabar lanzados con una puntería infalible guiada por ojos más agudos que los de ningún ser humano.

Algo se enroscó alrededor de uno de los dedos de sus pies.

Immugio se tambaleó y cayó de bruces. Pellas de barro mezclado con restos de paja seca taponaron su nariz, y el gigante resopló.

Un instante después, cuatro pezuñas recubiertas de hierro y luego ocho, a continuación doce y finalmente dieciséis bailotearon sobre su espalda. El enorme peso de los hombres-caballo acorazados dejó inmovilizado incluso al gigante. Immugio agitó los brazos en un frenético intento de incorporarse apoyándose en ellos, pero cuatro lazos se apoderaron de sus manos y casi le rompieron los dedos cuando los centauros tiraron de ellos con todas sus fuerzas y los hicieron retroceder. Con el trueno resonando en sus oídos, Immugio sintió cómo los centauros saltaban sobre su cuerpo y le retorcían los brazos para dejárselos atrapados junto a sus costados.

Unos segundos bastaron para que el gigante se hallara totalmente impotente. Immugio cerró los ojos y esperó la llegada de los mil tajos que separarían su carne de los huesos, o ese golpe único y terrible que nunca sentiría y que cortaría su espina dorsal.

El rostro de su padre muerto había sido incrustado en el barro junto al del hijo que lo había traicionado, pero aun así la máscara reseca consiguió introducirse en la garganta de Immugio para cortarle la respiración.

En cuanto hubo pasado un rato sin que ocurriera nada, el gigante abrió los ojos. Los cincuenta centauros estaban inmóviles, formando un anillo a su alrededor. Todos estaban ocupados enrollando sogas o afilando las puntas de sus lanzas con piedras de amolar. Estaban esperando.

Un suave repiquetear de pezuñas anunció a quien estaban esperando. Esta vez no se trataba de un centauro sino de un caballo y su jinete, seguidos por treinta lanceros que llevaban brazales verdes. Era el general del ejército, el hombretón armado con el hacha de doble hoja. El anillo de centauros le abrió paso, y el hombre detuvo su montura y bajó de ella.

El jinete empuñó su hacha y fue hacia la cabeza inmóvil del gigante. El general llevaba un casco de acero liso pintado de negro con un visor de cuero. Su larga cabellera castaña asomaba por debajo de él para desplegarse alrededor de su rostro bronceado por el sol. Vestía una camisa de lana sin teñir, una túnica corta de cuero, una coraza negra tan desprovista de adornos como el casco y un faldellín de cuero, y calzaba botas altas cerradas mediante cordones. Un látigo de mulero trenzado con tiras de cuero colgaba de su cinturón. En todo el campo de batalla no había ningún soldado cuyo atuendo superase en sencillez al suyo. A su mano izquierda le faltaban tres dedos, pero eso no le impedía sostener el hacha de leñador de largo mango como si no pesara nada.

El general avanzó con paso firme y decidido. Se inclinó para inspeccionar los ojos inyectados en sangre del gigante, y descubrió que Immugio estaba vivo y consciente. Después alzó una bota con tanta despreocupación como si el gigante no estuviera allí y la colocó sobre el puente de la nariz de Immugio, justo entre sus frondosas cejas. Su larga hacha colgaba de una mano, a medio metro escaso de los ojos del gigante.

—Soy Gaviota el leñador —dijo aquel hombre tan alto y robusto—. ¿Te rindes?

Immugio asintió como buenamente pudo.

—Me rindo —gruñó.

Las puertas de la ciudad se abrieron con un crujido en la lejanía y por ellas brotó una alegre multitud que chillaba, cantaba, gritaba y reía: eran los valerosos defensores de la ciudad. Gaviota sonrió al verlos.

Y el padre de Immugio rió a carcajadas en algún lugar del lejano reino de la muerte.

* * *

El gigante ya había sido puesto de lado y atado con treinta cuerdas sostenidas por treinta robustos centauros cuando Mangas Verdes fue hacia él. La druida contaba con su propio séquito, consistente en cuatro guardias personales armadas con lanzas, escudos y espadas que se colocaron entre ella y el gigante cautivo, y su cortejo de estudiantes de magia, que incluía a Tybalt, el de la gran nariz, y a Kwam, su enamorado.

Los jefes del ejército dedicaron un rato a contemplar las últimas operaciones de limpieza. Todos los orcos y renegados que quedaban en el campo de batalla habían sido degollados, primero por las oleadas de los soldados de Gaviota y Mangas Verdes, y luego por los ciudadanos ansiosos de venganza que habían entrado en él. Exploradores y arqueros recorrieron la espesura en busca de rezagados. Varios capitanes fueron llegando al galope de uno en uno para informar que no había supervivientes, hasta que del ejército de Immugio ya sólo quedó el gigante.

—¿Y qué hacemos con él? —preguntó Gaviota—. Es demasiado grande para llevar ese casco de piedra de sumisión o como quiera que lo llaméis, a menos que se lo pongáis en la nariz.

Tybalt se encargó de responder por su señora. Sus manos sostenían un casco de piedra verde, el más poderoso de todos los artefactos mágicos. Tybalt era el encargado del casco, pues había sido el primero en descubrir su propósito..., aunque casi había perdido la cordura haciéndolo.

—El tamaño no tiene ninguna importancia para la magia —dijo—. Observa.

Tybalt se fue aproximando al gigante caído, que intentaba mirar a su alrededor y no al cielo. El estudiante de magia colocó el casco sobre la enorme curva de la frente del gigante, manejándolo con tanto cuidado como si estuviera intentando dejar en equilibrio un cuenco lleno de sopa encima de una mesa inclinada.

Y apenas le había puesto el casco cuando Immugio soltó un siseo ahogado y tiró de sus ligaduras, haciendo tambalearse a los centauros. El gigante empezó a menear la cabeza, pero Tybalt se mantuvo tozudamente agarrado a ella.

El ogro-gigante estaba oyendo un aullido que resonaba dentro de su cerebro.

El casco era un instrumento de inmovilización más potente que cualquier cadena o grillete. Mangas Verdes y los demás sabían que había sido creado hacía muchos siglos, durante la Guerra de los Hermanos. Los Sabios de Lat-Nam, el colegio de hechiceros más poderoso jamás conocido, habían dado forma al casco, y después habían vertido la suma de sus voluntades dentro de él. Immugio, la última víctima del casco, oyó centenares de voces de hechiceros que le ordenaban imperiosamente que se sometiera, que obedeciese y que abandonara la práctica de la hechicería.

Immugio se debatió, maldijo y luchó, pero todo fue en vano. No podía enfrentarse a docenas de hechiceros muertos.

—Desistiré —graznó el gigante después de largos momentos en los que su cerebro había sido implacablemente torturado y desgarrado—. Me someteré. Sí, mis amos...

—Ya está. —Mangas Verdes asintió. Se limpió el polvo de las manos, contempló la llanura y se apartó los cabellos del rostro—. ¿Podemos hacer algo por esas pobres gentes que han visto cómo sus cosechas eran destruidas y han perdido tantas vidas?

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