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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El rey ciervo (2 page)

Morgause cedió, riendo.

—Oh, si quieres que me engalane como para una fiesta, sea. Y supongo que será preciso hornear tortas de miel para ese festejo imaginario.

El niño se volvió. Morgause, que aún tenía el corpiño sin atar, notó que demoraba un momento los ojos en sus blancos pechos. «No es tan niño ya.» Pero Gwydion dijo:

—Me gustan las tortas de miel, pero convendría tener también un buen pescado para la cena

—Si quieres pescado —repuso ella—. tendrás que cambiarte otra vez e ir a pescarlo tú mismo. Los hombres están ocupados en la siembra.

—Pediré a Lochlann que vaya —resolvió Gwydion de inmediato—. Se merece un descanso, ¿verdad, madre? Porque estáis complacida con él.

«¡Sería idiota si me ruborizara ante un chico de su edad!», pensó Morgause.

—Puedes enviar a Lochlann de pesca, querido.

Le habría gustado saber qué impulsaba a Gwydion a insistir para que se pusiera su mejor vestido y preparara una buena comida. Llamó a su ama de llaves para ordenar:

—El señor Gwydion quiere una torta de miel. Ocúpate de eso.

—Tendrá su torta —dijo la mujer, echando hacia el niño una mirada indulgente—. Mirad esa carita de ángel.

«Ángel. Es lo último que diría de él», pensó Morgause. Pero indicó a su doncella que la peinara con la diadema de oro».

El día pasó lentamente, como de costumbre. Morgause se había preguntado algunas veces si Gwydion tenía el don de la videncia, pero nunca había dado señales; cierta vez que se lo preguntó a bocajarro, fingió no saber de qué le estaba hablando. Y si lo tenía, era raro que nunca lo hubiera sorprendido vanagloriándose.

Pero su mente era rápida y retentiva. Lot había mandado por un sacerdote ilustrado para que le enseñara a leer, y también a Gareth. Éste se esforzó, pero como Gawaine y la misma Morgause, no podía concentrarse en los símbolos escritos, Agravaín era muy hábil con los números. Pero Gwydion absorbía todo tipo de conocimientos; en un año leía tan bien como el mismo cura y hablaba latín como un César.

«Su padre podría enorgullecerse de un hijo así —pensó Morgause—. Y Arturo no ha tenido hijos con su reina. Algún día tendré un secreto que contarle. Y entonces tendré en las manos la conciencia del rey.» La idea le divertía mucho. Era asombroso que Morgana no hubiera aprovechado la situación para hacerse dar un buen marido, joyas o poder. Claro que a Morgana sólo le interesaban su arpa y las tonterías druídicas. Ella, en cambio, daría mejor uso al inesperado poder que se le ponía en las manos.

Mientras cardaba lana en el salón, tomando decisiones domésticas, Gwydion se acercó a olfatear apreciativamente el aroma de la torta de miel, pero no le pidió una porción. A mediodía dijo:

—Dadme un trozo de pan con queso para llevármelo, madre. Agravaín me encomendó ver si todas las cercas están en buenas condiciones.

—Pero no con tus zapatos de fiesta —apuntó Morgause.

—No, por supuesto. Iré descalzo. —Se quitó las sandalias para dejarlas junto al hogar y, tras recogerse la túnica con el cinturón para mantenerla por encima de las rodillas, partió apoyado en un grueso bastón, mientras Morgause lo miraba arrugando el entrecejo. ¡No era una tarea que Gwydion aceptara de buen grado! ¿Qué le estaría pasando?

Por la tarde Lochlann volvió con un gran pescado, tan grande que Morgause no pudo levantarlo; alimentaría a todos los de la mesa principal y aún quedaría para varios días. Ya estaba limpio y aromatizado con hierbas, listo para el horno, cuando Gwydion regresó, pulcro y con las sandalias puestas. Al ver el pescado sonrió.

—Sí que será como una fiesta —dijo, satisfecho.

—¿Revisaste las cercas, hermano? —preguntó Agravaín al entrar.

—Sí, y en su mayoría están en buenas condiciones. Pero en las colinas del norte, muy arriba, las piedras se han desprendido, dejando un gran agujero. Tendrás que hacerlo reparar antes de llevar ovejas o cabras a pastar allí.

—¿Fuiste solo hasta allí arriba? —inquirió Morgause, espantada—. ¡No eres una cabra! Podrías haberte roto una pierna cayendo desde el barranco sin que nadie se enterara. ¡Te he dicho que, cuando subas a las colinas, te hagas acompañar por uno de los pastores!

—Tenía mis motivos para ir solo —replicó Gwydion, con expresión empecinada—. Y vi lo que deseaba ver.

—¿Y valía la pena que te arriesgaras a una caída? —acusó Agravaín con fastidio.

—¿Qué te importa, si el que corre los riesgos soy yo?

—¡Soy tu hermano mayor y el que manda en esta casa! ¡Trátame con respeto, si no quieres que te lo enseñe a golpes!

—Ábrete la cabeza y métete un poco de ingenio —respondo el niño, descarado—. Por sí solo no va a brotar.

—¡Condenado ba…!

—Dilo, dilo —gritó Gwydion—. Búrlate de mi nacimiento. Es cierto que no sé quién fue mi padre, pero sé quién fue el tuyo. Y entre los dos, prefiero mi situación.

Agravaín dio un paso hacia él, pero Morgause se apresuró a interponerse.

—No lo provoques, Agravaín.

—Si lo escondéis siempre detrás de vuestras faldas, madre ¿cómo voy a enseñarle a obedecer?

—Tendrías que ser más hombre para enseñarme eso— dijo el niño.

Su madre adoptiva se echó atrás ante la amargura que expresaba su voz.

—Calla, calla, niño. No hables así a tu hermano —amonestó.

—Disculpa, Agravaín —musitó Gwydion—. Lo siento.

Y sonrió, grandes y encantadores los ojos bajo las pestañas oscuras, la viva imagen de un niño contrito. Su hermano gruñó:

—Sólo quiero protegerte, pequeño bandido. ¿O quieres romperte todos los huesos? ¿Y cómo se te metió en la cabeza escalar solo esas colinas?

—Bueno, de otro modo no sabrías lo del agujero en la cerca, harías pastar allí ovejas o cabras y las perderías a todas. Y nunca me rompo siquiera la ropa. ¿Verdad, madre?

Morgause rió entre dientes, pues era cierto. Después de haber trepado a las colinas, la túnica de Gwydion parecía recién planchada. Gareth la habría dejado sucia, arrugada y llena de manchas con una sola hora de uso. El niño miró a Agravaín, vestido con su sayo de trabajo.

—No puedes sentarte así a la mesa de madre, que está tan elegante. Ve a ponerte ropa buena, hermano.

—No voy a dejarme mandar por un pilluelo como tú —rezongó el mayor.

Pero marchó hacia su alcoba. Gwydion sonrió con secreta satisfacción, diciendo:

—Agravaín necesita una esposa, madre. Está malhumorado como los toros en primavera. Además, así no tendrías que tejer y remendar sus prendas.

A Morgause le hizo gracia.

—Tienes razón, pero no quiero otra reina bajo este techo. No hay casa tan grande que tolere el gobierno de dos mujeres.

—Buscadle entonces a una esposa estúpida y de poca alcurnia. Tendrá miedo de cometer errores entre la realeza y se alegrará de que la dirijáis. Podría ser la hija de Niall, es muy hermosa y su familia es rica, pero no demasiado. Niall le dará una buena dote, pues teme que no se case, por su mala vista y su escaso talento, aunque hila y teje muy bien.

—Vaya, vaya, eres todo un estadista —comentó Morgause, cáustica—. Agravaín tendría que nombrarte consejero—. «Pero está en lo cierto —pensó—. Mañana hablaré con Niall.»

—Los hay peores, pero no estaré aquí para atenderlo, madre. Quería deciros que, cuando subí a las colinas, vi… Oh, aquí viene Donil, el cazador. Él os lo dirá.

El cazador acababa de entrar y se inclinó profundamente ante Morgause.

—Mi señora —dijo—: vienen jinetes por la carretera hacia la casa grande. Una silla de manos, adornada como la barca de Avalón, un jorobado que trae un arpa y varios sirvientes con el atuendo de la isla Sagrada. Estarán aquí en media hora.

«¡Avalón!» Entonces Morgause vio la sonrisa de Gwydion y comprendió que lo estaba esperando. «¡Pero si nunca dijo que tuviera el don de la videncia! ¿Qué niño no se jactaría de eso?» Por un momento sintió miedo de su pupilo. Y comprendió que eso lo complacía.

—¿No es una suerte que tengamos pescado asado y torta de miel y que todos estemos vestidos con nuestras mejores galas, madre, para honrar a Avalón?

—Sí —reconoció Morgause, mirándolo fijamente—. Una gran suerte, Gwydion.

Mientras esperaba en el patio para recibir a los viajeros, recordó el día que Viviana y Merlín llegaron al lejano castillo de Tintagel, y se preguntó si Taliesin aún vivía.

Gwydion permanecía callado junto a ella, con su túnica azafranada y el pelo oscuro bien peinado, muy parecido a Lanzarote.

—¿Quiénes son estos visitantes, madre?

—Supongo que son la Dama del Lago y Merlín de Britania.

—Me dijisteis que mi madre era sacerdotisa de Avalón. ¿Esta llegada tiene algo que ver conmigo?

—¡Bueno, no me digas que ignoras algo! —le espetó Morgause. Pero luego cedió—. No sé a qué vienen, querido; no soy vidente. Pero es posible. Quiero que sirvas el vino, escuchando y aprendiendo, pero sin hablar a menos que te dirijan la apalabra.

Habría sido difícil para sus hijos, que eran ruidosos e inquisitivos, pero Gwydion era como un gato: silencioso, elegante, limpio y siempre alerta, igual que Morgana. «Viviana no hizo bien al expulsarla, aunque estuviera furiosa por el embarazo ¿Y qué podía importarle, si ella también tuvo hijos?» De pronto se preguntó si la ruptura de su sobrina con Avalón había sido obra de la Dama o de la misma Morgana. Mientras estaba sumida en sus reflexiones, Gwydion le tocó el brazo, murmurando por lo bajo:

—Vuestros huéspedes, madre.

Morgause hizo una gran reverencia a Viviana, que parecía empequeñecida. Nunca había dicho su edad, pero ahora se la veía marchita, arrugada, con los ojos hundidos. No obstante mantenía la sonrisa encantadora y la voz grave y dulce de siempre.

—Ah, me alegra verte, hermana —dijo, abrazándola— ¡ No quiero pensar en los años que han pasado! ¡ Qué joven pareces, Morgause, con el pelo tan brillante y los dientes tan bonitos! Conociste al arpista Kevin en la boda de Arturo, antes de que se convirtiera en Merlín de Britania.

También parecía envejecido, encorvado y retorcido como un vetusto roble.

—Bienvenido seáis, maestro arpista… señor Merlín, tendría que decir. ¿Cómo está el noble Taliesin? ¿Habita aún la tierra de los vivos?

—Vive, pero está anciano y frágil —dijo Viviana, en tanto otra mujer se apeaba de la silla—. Es Niniana, hija de Taliesin, fruto del robledal. Medio hermana tuya, Morgause.

La joven se adelantó para abrazarla, diciendo con voz dulce:

—Me alegra conocer a mi hermana.

Morgause quedó algo consternada. ¡Parecía tan joven! Su pelo era rubio rojizo; los ojos, azules, con largas pestañas sedosas.

—Niniana viaja conmigo, ahora que soy anciana —dijo Viviana—. En Avalón, aparte de mí, sólo ella es de la antigua sangre real.

Vestía como las sacerdotisas y llevaba la luna azul en la frente. Hablaba en el tono adiestrado del sacerdocio, lleno de poder. En cambio, ella se sentía joven e indefensa junto a la Dama. Trató de recordar que era la anfitriona y aquella gente, sus medio hermanas y un anciano jorobado.

—Bienvenidos a Lothian y a mi salón. Os presento a mi hijo Agravaín, que reina aquí en ausencia de Gawaine. Y éste es mi pupilo Gwydion.

El niño se inclinó con elegancia ante los distinguidos visitantes, pero sólo saludó con un murmullo cortés.

—Es un niño guapo y bien desarrollado —comentó Kevin—. El hijo de Morgana, ¿verdad?

Morgause enarcó las cejas.

—¿De qué serviría negarlo a quien tiene el don de la videncia, señor?

—Ella misma me lo dijo al saber que vendría a Lothian —explicó el arpista, y por su cara cruzó una sombra.

—¿Conque Morgana está nuevamente en Avalón?

Kevin negó con la cabeza. También Viviana parecía afligida.

—Está en la corte de Arturo —dijo Merlín.

Viviana agregó, apretando los labios:

—Tiene un trabajo que cumplir en el mundo exterior. Pero volverá a Avalón cuando llegue el momento. Allí tiene un lugar que ocupar.

Gwydion preguntó con suavidad:

—¿Habláis de mi madre. Dama?

La anciana lo miró fijamente. De pronto pareció alta e imponente; era el viejo truco de las sacerdotisas, pero el niño no lo conocía. De pronto la voz de la Dama llenó el patio:

—¿Por qué me lo preguntas, hijo, si ya conoces perfectamente la respuesta? ¿Te burlas de la videncia, Gwydion? Ten cuidado. Te conozco mejor de lo que piensas y aún quedan en este mundo unas cuantas cosas que ignoras.

Gwydion retrocedió, boquiabierto; de pronto volvía a ser sólo un niño precoz. Morgause alzó las cejas; ¡conque aún quedaba alguien capaz de intimidarlo! Por una vez no trató de disculparse ni de dar explicaciones con su desenvoltura habitual. Morgause volvió a tomar la iniciativa.

—Entrad. Todo está preparado para recibiros, hermanas mías, señor Merlín.

Y contempló el mantel rojo, los copones y la vajilla fina, pensando: «¡Aunque vivamos en el fin del mundo, esta corte no es una pocilga!» Sentó a Viviana en el sitio principal y a Kevin a su lado. Niniana tropezó al subir al estrado; Gwydion estuvo inmediatamente allí, con la mano lista y una palabra cortés.

El pescado estaba perfecto, la torta de miel alcanzó para todos, y había pan, cerveza y leche en abundancia. Viviana comió con la sobriedad de siempre, pero no dejó de elogiar la comida.

—¿Vienes de Camelot? ¿Has visto a mis hijos? —preguntó Morgause.

Pero la Dama negó con la cabeza, ceñuda.

—No, todavía no. Iré en la fecha que Arturo llama Pentecostés, como los padres de la Iglesia —dijo.

Y por algún motivo su hermana sintió un leve escalofrío Kevin dijo:

—Vi a vuestros hijos en la corte, señora. Gawaine recibió una pequeña herida en Monte Badon, pero ha cicatrizado bien y la oculta dejándose barba. ¡Es posible que imponga la moda! Gaheris está en el sur, fortificando la costa. En cuanto a Gareth, lo armarán caballero en la gran fiesta de Pentecostés. Es uno de los hombres más fuertes y fiables de la corte, aunque el señor Cay aún lo provoca llamándolo «Hermoso», por sus bellas facciones.

—¡Ya tendría que ser uno de los caballeros! —exclamó Gwydion, celoso.

Kevin lo miró con más amabilidad.

—¿Así que deseas honores a tu pariente, muchacho? Arturo quiere honrarlo en ésta, su primera gran fiesta en Camelot. Puedes estar satisfecho, Gwydion: el gran rey reconoce su valor.

Entonces, con más timidez, el niño preguntó:

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