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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El rey ciervo (9 page)

—¿Aunque sea su hermano? —preguntó Meleagrant.

Pero Ginebra vio que Héctor había entrado en el salón.

—¡Padre tutelar! Acompañadme, por favor. ¡Y mandad al señor Lucano en busca de mi criada!

El anciano subió lentamente tras ellos y Ginebra alargó el brazo para apoyarse en él. Meleagrant no parecía muy complacido. Cuando llegaron arriba, abrió la puerta de la alcoba que había ocupado Alienor, junto a la de Ginebra, una habitación trasera, más pequeña. El interior olía a aire viciado y húmedo. Meleagrant la empujó dentro y cerró tras ella, con un fuerte portazo. Mientras caía de rodillas, la reina oyó el ruido de la tranca al descender. Cuando pudo levantarse estaba sola en la habitación. Por más que aporreó la puerta no se oyó ningún sonido.

Morgana había acertado. ¿Habrían matado a toda su escolta, a Héctor, a Lucano? La habitación de Alienor estaba fría y húmeda; sólo quedaban unas sábanas harapientas en el gran lecho y la paja olía mal. Allí continuaba el viejo arcón tallado, pero vacío y con las tallas grasientas. El hogar estaba lleno de cenizas, como si no lo hubieran encendido en muchos años.

Ginebra llamó a la puerta y gritó hasta que le dolieron las manos y la garganta. Estaba hambrienta, exhausta y asqueada por el olor y la suciedad del ambiente. Pero la puerta no cedía. Y la ventana era demasiado pequeña para escapar; además, la distancia hasta el suelo superaba las tres varas y media. Estaba prisionera. Por la ventana sólo se veía un patio de establo, por donde se paseaba una solitaria vaca que mugía de vez en cuando.

Las horas pasaron lentamente. Ginebra tuvo que aceptar que no podría salir de allí por sus propios medios y tampoco atraer a nadie que pudiera liberarla. Sus acompañantes habían desaparecido, muertos o hechos prisioneros; en todo caso, les era imposible acudir en su auxilio. Se encontraba sola a merced de un hombre que, probablemente, la utilizaría como rehén para obtener de Arturo alguna concesión.

Probablemente, no corría peligro. Tal como había dicho Morgana, su reclamación se basaba en el hecho de ser el único hijo varón superviviente, aunque bastardo. No obstante, la aterrorizaba pensar en su sonrisa rapaz y su físico enorme. Bien podía abusar de ella o tratar de obligarla a reconocerlo corno regente del país.

El día pasó con lentitud. El sol que entraba por la estrecha ventana cruzó la habitación hasta desaparecer; empezaba a caer la oscuridad. Ginebra entró en la pequeña alcoba interior que había ocupado cuando era niña. El espacio oscuro, no mayor que un armario, le pareció reconfortante y seguro, aunque estaba sucio, con la paja del lecho enmohecida. Allí se acostó, envuelta en su capa y con el pesado arcón de Alienor apoyado contra la puerta. Había descubierto que Meleagrant le inspiraba mucho miedo y sus soldados, aún más.

No le haría daño, sin duda, pues su único poder de negociación radicaba en mantenerla sana y salva. Arturo lo mataría si le hiciera el menor rasguño. Pero en su angustia se preguntó si realmente sería así. Aunque durante todos aquellos años la había tratado con bondad y amor, tal vez no lamentara liberarse de una esposa que no podía darle un hijo y que, por añadidura, estaba enamorada de otro hombre. Y Meleagrant, ¿qué planeaba? Muerta ella, nadie reclamaría el trono. Tal vez pensaba matarla o dejarla morir de hambre.

La noche pasó lentamente. Oyó ruido de hombres y caballos en el patio del establo, pero desde la ventana sólo se veían una o dos antorchas. Pese a sus gritos, nadie levantó la vista ni le prestó la menor atención. Más tarde, mientras dormitaba acosada por las pesadillas, despertó sobresaltada: había creído oír que Morgana la llamaba por su nombre. Pero estaba sola.

«Morgana, Morgana, si puedes verme con tus brujerías, di a mi señor que Meleagrant es falso, que era una trampa.» Luego, pensando que Dios no se enfadaría con ella por buscar ayuda en la hechicería de su cuñada, empezó a rezar en murmullos hasta que la monotonía de sus oraciones la hizo dormir otra vez.

Entonces durmió pesadamente, sin soñar. Al despertar, con la boca seca, cayó en la cuenta de que ya era pleno día y que seguía prisionera en aquellas habitaciones desiertas y mugrientas. Tenía hambre y sed, aunque le asqueaba el olor, no sólo de la paja mohosa, sino del rincón que había tenido que usar como letrina. ¿Cuánto tiempo la retendrían?

Pasó la mañana. Ginebra ya no tenía fuerzas ni valor para rezar. ¿Era ése el castigo por su culpa, por no haber sabido apreciar lo que tenía? Aunque había sido una esposa fiel, había deseado a otro hombre. Había recurrido a los encantamientos de su cuñada.

Y aun si Morgana pudiera saberla prisionera, gracias a su magia, ¿se molestaría en ayudarla? No tenía motivos para amarla en realidad, casi seguro que la despreciaba. ¿Había alguien a quién le importara la suerte que corriera?

Pasado el mediodía oyó, por fin, pisadas en la escalera. Se levantó de un salto para alejarse de la puerta, envolviéndose apretadamente en el manto. Quien entró fue Meleagrant. Al verlo, retrocedió aún más.

—¿Por qué me habéis hecho esto? —acusó—. ¿Dónde están mi doncella, mi paje y mi chambelán? ¿Qué ha sido de mi escolta? ¿Creéis que Arturo os permitirá gobernar esta región después de haber ofendido a su reina?

—No seréis su reina —respondió en voz baja—. Cuando haya terminado con vos ya no os querrá. En los viejos tiempos, señora, el rey de un país era el consorte de la reina; si os retengo hasta que me deis un hijo varón nadie discutirá mi derecho a gobernar.

—De mi no tendréis ningún hijo —respondió Ginebra, con una risa amarga—. Soy estéril.

—¡Bah! Os casasteis con un muchacho imberbe —replicó Meleagrant.

Y añadió algo más, una obscenidad que Ginebra no comprendió del todo.

—Arturo os matará.

—Que lo intente. Atacar una isla es más difícil de lo que creéis. Y quizá ya no le interese intentarlo, puesto que tendría que aceptaros nuevamente.

—No puedo casarme con vos —adujo ella—. Tengo marido.

—En mi reino a nadie le importará —aseveró Meleagrant—. Había mucha gente irritada por la autoridad de los curas, y yo les he librado de ellos expulsando a todos esos malditos. Gobierno según las leyes antiguas, según las cuales aquí reina vuestro hombre.

—No —susurró Ginebra, retrocediendo.

Pero Meleagrant la sujetó para acercarla.

—No eres de mi agrado —dijo brutalmente—. No me gusten las mujeres flacas, pálidas y feas. ¡Prefiero las que tienen carne sobre los huesos! Pero eres la hija del anciano Leodegranz, a menos que tu madre tuviera más agallas de las que yo le suponía. Por lo tanto…

Ginebra se debatió hasta liberar un brazo y lo golpeo con fuerza en la cara.

Él gritó, alcanzado por un codazo en la nariz, y la sacudió violentamente. Luego la golpeó en la mandíbula con el puño cerrado. Ginebra sintió que algo se rompía y notó gusto a sangre Meleagrant la golpeó una y otra vez con los puños, mientras ella levantaba los brazos para protegerse, aterrorizada.

—¡Basta ya! —chilló Meleagrant—. Ahora aprenderás quién manda.

Y la apretó con fuerza por la cintura.

—Oh, no… No, por favor… Por favor, no me hagáis daño, Arturo os matará…

La única respuesta fue una obscenidad. Meleagrant la aferró por la muñeca para arrojarla a la paja sucia de la cama y se arrodilló junto a ella, tirando de su ropa. Ginebra se retorcía y gritaba, un golpe más la dejó inmóvil, acurrucada en un rincón de la cama.

—¡Quítate la túnica! —le ordenó.

—¡No!

Se ciñó la ropa al cuerpo, pero el hombre le retorció la muñeca mientras le desgarraba deliberadamente el vestido hasta la cintura.

—¿Te lo quitas o quieres que lo haga jirones?

Estremecida, sollozando, con dedos temblorosos, Ginebra se quitó el vestido por la cabeza. Sin duda tendría que haber luchado, pero estaba muy asustada por los golpes. Meleagrant la tiró de un empujón y le abrió las piernas con mano brusca. Ginebra apenas se resistió, asqueada por el mal aliento y el grueso cuerpo velludo, y el gran falo carnoso se clavó dolorosamente en ella, empujando y empujando hasta hacerle pensar que la partiría en dos.

—¡No te apartes así, maldita! —gritó él, embistiendo violentamente.

Ginebra gritó de dolor y recibió otro golpe. Entonces permaneció inmóvil y, entre sollozos, le permitió hacer su voluntad. Aquello pareció durar una eternidad. Por fin, sintió que él se estremecía y empujaba con torturadora fuerza. Luego se echó a un lado, mientras ella trataba de respirar y de cubrirse con su ropa.

Meleagrant se levantó, tirando del cinturón, y le hizo un gesto.

—¿No me dejaréis en libertad? —suplicó Ginebra—. Prometo… Os prometo…

—¿Para qué? —inquirió con una sonrisa feroz—. Aquí estás y aquí te quedarás. ¿Necesitas algo? ¿Una túnica para reemplazar ésa?

Ginebra se puso de pie, compungida, exhausta, avergonzada descompuesta. Por fin dijo, trémula:

—Yo… ¿Podéis enviarme un poco de agua… y algo de comer? Y… —Ahora lloraba de vergüenza—. Y una bacinilla.

—Lo que mi señora desee —respondió Meleagrant, sarcástico. Y al salir volvió a dejarla encerrada.

Mas tarde una anciana encorvada le llevó un poco de carne asada grasienta, un trozo de pan de cebada y sendas jarras de agua y cerveza. También llevaba algunas mantas y una bacinilla. Ginebra le dijo:

—Si llevas un mensaje a mi señor Arturo te daré esto.

Le enseñó la peineta de oro que se había sacado del cabello. A la anciana se le iluminó la cara, pero luego apartó la vista, asustada, y salió del cuarto caminando de lado. Ginebra volvió a estallar en lágrimas.

Por fin recobró algo de calma. Después de comer y beber, trató de lavarse un poco. Se encontraba descompuesta y dolorida, pero lo peor era la sensación de haber sido utilizada, irrevocablemente mancillada. ¿Sería cierto lo que Meleagrant decía, que Arturo no volvería a recibirla? Era posible; de ser hombre, ella no habría aceptado nada que él hubiera utilizado.

Pero eso no era justo. No tenía ninguna culpa. La habían engañado, atrapándola contra su voluntad.

«Ah, pero es tan sólo lo que merezco, por no ser una esposa fiel, por amar a otro…» Se sentía enferma de culpa y vergüenza. Pero al cabo de un rato empezó a recobrar la compostura y a analizar su problema.

Estaba en el castillo de Meleagrant, el antiguo castillo de su padre. Había sido violada y se la retenía cautiva, y aquel hombre proclamaba su intención de reinar corno su consorte. Arturo no podía permitírselo; al margen de lo que pensara de ella, por su honor de gran rey tendría que declararle la guerra.

Y entonces tendría que enfrentarse a él y explicarle lo que había sucedido allí. Tal vez fuera más fácil matarse. «Tendría que haber resistido más. Arturo ha recibido grandes heridas en combate y yo…, por unos golpes dejé de pelear…» Le hubiera gustado ser hechicera, como Morgana, para convertirlo en cerdo. Pero ella no habría caído en sus manos, pues previo la trampa, y en todo caso habría usado su pequeño puñal, si no Para matarlo, quizá para hacerle perder el deseo y hasta la facultad de violar.

Después de comer y beber lo que pudo, se lavó y cepilló su vestido para limpiarlo. Una vez más empezaba a oscurecer.

No había esperanzas de que fueran a buscarla hasta que Meleagrant comenzara a jactarse de su obra, proclamándose consorte de la hija de Leodegranz. Sólo cuando Arturo regresar de las costas del sur comenzaría a sospechar que algo iba mal.

«¿Por qué no te escuché, Morgana? Tú me advertiste de que era un villano.» Por un momento creyó ver la cara pálida y desapasionada, serena y algo burlona, con tanta claridad que se frotó los ojos. ¿Morgana, riéndose de ella? No: era un efecto de la luz; ya había desaparecido.

«Ojalá pudiera verme con su magia; tal vez enviara a alguien… Pero no, no lo haría, me odia, se reiría de mi mala suerte.» De inmediato recordó que, aunque Morgana riera y se burlara, era bondadosa como nadie cuando había un problema grave. Tal vez no la odiara, después de todo.

El crepúsculo empezaba a oscurecer la habitación. Tendría que haber pedido algún tipo de luz. Iba a pasar su segunda noche prisionera y podía ser que Meleagrant regresara… La idea la aterrorizó; aún estaba dolorida por el brutal tratamiento: tenía la boca hinchada, moraduras en los hombros y, probablemente, también en la cara. Aunque cuando estaba sola podía pensar con mucha serenidad, buscando la manera de resistirse, quizá de ahuyentarlo, tenía la certeza de que, en cuanto la tocara, se acurrucaría de miedo, permitiéndole hacer su voluntad, sólo para evitar nuevos golpes.

¿Y cómo podría Arturo perdonarle que hubiera cedido como una cobarde, tras unas cuantas bofetadas? ¿Cómo podría honrarla como reina, seguir amándola, si se había dejado poseer por otro hombre?

No le había molestado con Lanzarote…, pero era su primo y su amigo más querido…

En el patio se produjo un alboroto. Ginebra se acercó a la ventana, pero sólo veía una esquina del patio, la misma vaca. En algún lugar oyó gritos, alaridos y entrechocar de armas, apagados por el grosor de los muros. Tal vez fueran sólo esos villanos de Meleagrant, que reñían allá abajo o… ¡Oh, Dios no lo quisiera! Podían estar matando a su escolta. Trató de alargar el cuello, pero no se veía nada.

Oyó un ruido y la puerta se abrió de par en par. Ginebra se volvió alarmada y vio a Meleagrant en el umbral, con la espada en la mano.

—Entrad —señaló con el acero—. Al cuarto interior. Adentro. Y ni un ruido, señora, o será peor para vos.

«¿Significa esto que han venido a rescatarme?» Parecía desesperado. Ginebra comprendió que no podría obtener ninguna información de él. Retrocedió lentamente hacia la pequeña habitación. Él la siguió con la espada en la mano. Ginebra encogió todo el cuerpo, esperando el golpe. ¿Iba a matarla o pensaba utilizarla como rehén para escapar?

Jamás conocería su plan. Súbitamente, la cabeza del hombre estalló en una lluvia de sangre y sesos. Se derrumbó con extraña lentitud, mientras Ginebra también caía, medio desmayada. Pero antes de llegar al suelo se encontró en los brazos de Lanzarote.

—Mi señora, mi reina… Ah, amada mía…

La estrechó contra sí. Y al cabo de un momento, aún medio inconsciente, Ginebra sintió que le cubría la cara de besos. No protestó. Era como un sueño. Meleagrant yacía sobre un charco de sangre, aferrado a la espada. Lanzarote tuvo que alzarla para pasar por encima del cadáver antes de poder ponerla de pie.

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