Read El retorno de los Dragones Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El retorno de los Dragones (38 page)

—¡El mecanismo! —señaló el mago. Pendía a unos dos pies del suelo y estaba comenzando a ascender otra vez. La otra marmita comenzaba a descender repleta de enanos gully.

—¡Detenedla! —chilló Sturm. Tasslehoff salió del lugar donde se hallaba escondido e intentó alcanzarla. Se quedó colgado, su cuerpo balanceándose, intentando desesperadamente evitar que la olla vacía siguiera subiendo.

—¡Caramon! ¡Ayúdale! —le ordenó Sturm al guerrero—. ¡Yo traeré a Tanis!

—Puedo retenerla, pero no por mucho tiempo —gruñó el gigante agarrando el borde de la marmita e intentando clavar sus pies en el suelo. Consiguió que el mecanismo se detuviese. Tasslehoff se metió en la marmita, esperando que su pequeño cuerpo ayudara a hacer contrapeso.

Sturm corrió hacia donde estaba Tanis. Flint estaba a su lado, hacha en mano.

—¡Está vivo! —gritó el enano cuando vio que el caballero se acercaba.

Sturm hizo una breve pausa para agradecérselo a los dioses y luego, junto con el enano, levantaron el cuerpo inerte del semielfo y lo transportaron a la marmita. Lo depositaron en el interior y se dirigieron hacia donde estaba Riverwind. Fue necesaria la fuerza de cuatro de ellos para levantar el pesado y sangriento cuerpo del bárbaro y llevarlo hacia el elevador. Tas intentaba, sin mucho éxito, detenerle la hemorragia con uno de sus pañuelos.

—¡Apresuraos! —urgió Caramon. A pesar de todos sus esfuerzos, la marmita se iba elevando lentamente.

—¡Sube a ella! —le ordenó Sturm a Raistlin.

El mago le miró con frialdad y, dándose la vuelta, volvió a internarse en la niebla. En pocos segundos reapareció, llevando a Bupu en sus brazos. El caballero agarró a la encogida enana gully y la metió en la olla. Bupu, gimoteando, se acurrucó en un rincón, apretando contra su pecho la bolsa que llevaba. Raistlin trepó al interior y la marmita siguió elevándose.

—Tu turno —le ordenó Sturm a Caramon, pues el caballero, como de costumbre, sería el último en abandonar el campo de batalla. Caramon lo sabía y no discutió. Tomando impulso, saltó y se encaramó en la marmita, casi derribándola. Flint y Raistlin lo ayudaron a subir. Al dejar de sujetarla, la olla comenzó a ascender rápidamente. Sturm se agarró a ella con ambas manos y se quedó colgado mientras iban subiendo. Después de dos o tres intentos, consiguió subir una pierna y luego trepar con la ayuda de Caramon.

El caballero se arrodilló junto a Tanis y se sintió aliviado al ver que el semielfo se desperezaba y bostezaba. Abrazándolo afectuosamente le dijo:

—No sabes lo feliz que me siento de que estés aquí.

—Riverwind... —murmuró Tanis atontado.

—Está aquí. Salvó tu vida, salvó las vidas de todos nosotros —Sturm hablaba rápidamente, casi incoherentemente—. Estamos en la marmita, subiendo. La ciudad está destruida. ¿Dónde estás herido?

—Siento como si tuviese las costillas rotas —encogiéndose de dolor, Tanis miró a Riverwind, quien seguía consciente a pesar de sus heridas.

—¡Pobre hombre! —dijo Tanis en voz baja—. Pobre Goldmoon. La vi morir, Sturm. No pude hacer nada para evitarlo.

Sturm ayudó al semielfo a ponerse de pie.

—Tenemos los Discos —dijo con firmeza—.Esto es lo que ella anhelaba, por lo que ella luchó. Los he guardado con mis cosas. ¿Estás seguro de que te puedes poner en pie?

—Sí —respondió Tanis respirando con dificultad—. Tenemos los Discos, ya veremos si eso nos trae algún bien.

Unos agudos chillidos los interrumpieron cuando la segunda marmita, repleta de enanos gully, se cruzó con la suya. Los gully agitaron los puños y maldijeron a los compañeros. Bupu se rió, pero luego su expresión se tornó seria y preocupada. Miró al mago, quien, agotado, se recostó contra uno de los lados de la marmita y comenzó a mover los labios en silencio, murmurando las palabras de un nuevo encantamiento.

Sturm intentó mirar a través de la neblina.

—Me gustaría saber cuántos habrá arriba —dijo.

Tanis siguió su mirada.

—Espero que la mayoría haya huido —dijo conteniendo la respiración y llevándose las manos al dolorido pecho.

De pronto la marmita dio un bandazo, descendió un poco, volvió a sacudirse y luego, lentamente, continuó ascendiendo. Los compañeros se miraron preocupados.

—El mecanismo...

—O está empezando a fallar, o los draconianos nos han reconocido y están intentando destruirlo —dijo Tanis.

—No podemos hacer nada —dijo Sturm en tono de amargura e impotencia, bajando la mirada hacia la bolsa en la que estaban los Discos—, excepto rezarle a los dioses...

La marmita se estremeció una vez más y descendió un poco. Durante unos segundos volvió a detenerse, oscilando en medio de la neblina. Luego ,comenzó a subir de nuevo, lentamente, a trompicones. Los compañeros ya podían divisar el borde del saliente de roca y la abertura que se les aproximaba. La marmita ascendió pulgada a pulgada, chirriando, mientras los compañeros observaban cada eslabón de la cadena de la que pendía la gran olla que les llevaba.

—¡Draconianos! —chilló Tas señalando hacia arriba.

Dos draconianos los observaban agachados, dispuestos a saltar sobre la marmita en cuanto ésta estuviera más cerca.

—¡Van a saltar! ¡La cadena no aguantará! —rugió Flint—. ¡Nos estrellaremos!

—Seguramente es lo que quieren conseguir,
ellos
tienen alas.

—Dejadme sitio —dijo Raistlin poniéndose en pie.

—¡Raistlin, no lo hagas! —su hermano lo agarró por el brazo—. Estás demasiado débil.

—Creo que me queda fuerza para un encantamiento más, pero quizás no funcione. Si se dan cuenta de que soy mago, tal vez sean capaces de resistir mis poderes.

—Escóndete detrás del escudo de Caramon —le dijo Tanis rápidamente. El guerrero colocó el escudo delante de su hermano.

La niebla se arremolinaba a su alrededor, ocultándolos de los draconianos, pero evitando también que ellos pudiesen ver a sus enemigos. La marmita subía, pulgada a pulgada, la cadena chirriaba pero seguía funcionando. Raistlin seguía escondido detrás del escudo de Caramon, observando con sus extraños ojos y esperando que la niebla se disipase.

Tanis sintió que un aire fresco le acariciaba las mejillas. Por un instante, un soplo de brisa despejó la neblina. ¡Los draconianos se hallaban tan cerca que alargando el brazo podrían tocarlos! Las criaturas también los vieron; una de ellas desplegó las alas y descendió hacia la marmita, blandiendo su espada y aullando triunfante.

Raistlin habló. Caramon retiró su escudo y el mago extendió sus dedos. Una bola blanca salió despedida de sus manos golpeando al draconiano en el pecho. La bola explotó y envolvió a la criatura en una sustancia pegajosa. Su grito de triunfo se convirtió en un alarido terrorífico cuando comprendió que la sustancia había paralizado sus alas. Cayó en picado, rozando la marmita en su caída. La olla comenzó a moverse, tambaleándose.

—¡Aún queda otro!—jadeó Raistlin cayendo de rodillas.

—Caramon ayúdame a levantarme, ¡ayúdame a levantarme! —El mago comenzó a toser violentamente, escupiendo sangre.

—¡Raistlin —le rogó su hermano, soltando el escudo e intentando sostenerlo.

—¡Detente! No puedes hacer nada más. ¡Si lo intentas morirás!

Una severa mirada del mago fue suficiente. El guerrero sujetó a su hermano mientras éste comenzaba a hablar de nuevo en el misterioso lenguaje de la magia.

El draconiano que quedaba titubeó, oyendo aún los alaridos de su compañero al caer. Sabía que el humano era un hechicero, pero no creía poder resistirse a su magia. Aquel humano no era como ninguno de los hechiceros con los que se había enfrentado anteriormente; aunque su cuerpo pareciera débil, casi moribundo, de él emanaba un halo de poder inmenso.

El mago levantó la mano en dirección a la criatura. El draconiano les dirigió una última y perversa mirada, luego dio media vuelta y huyó. Raistlin se desplomó inconsciente en los brazos de su hermano y la marmita llegó finalmente a la abertura.

22

El regalo de Bupu.

Un mal presagio.

En el preciso momento en que acababan de descender de la marmita, un súbito temblor sacudió la Cámara de los Antepasados. Los compañeros, arrastrando a Riverwind, se apartaron de la abertura. El suelo se resquebrajó y se hundió, llevándose con él la inmensa rueda y las marmitas, que desaparecieron entre la niebla.

—¡Toda la ciudad se está hundiendo! —exclamó Caramon asustado, sosteniendo a Raistlin.

—¡Corred ! ¡Hacia el templo de Mishakal! —gritó Tanis sintiendo una punzada de dolor.

Sturm agarró a Riverwind por los brazos intentando ayudarlo a levantarse, pero el bárbaro sacudió la cabeza, rechazándolo.

—Mis heridas no son graves, ya me las arreglaré solo. Déjame —permaneció tendido en el suelo. Tanis miró a Sturm interrogativamente, pero el caballero se encogió de hombros; los Caballeros de Solamnia consideraban el suicidio como algo noble y honorable, mientras que los elfos lo juzgaban una blasfemia.

El semielfo agarró al bárbaro por su oscuro cabello para mirarle directamente a los ojos.

—Está bien, ¡quédate aquí tendido y muérete! ¡Avergüenza a tu compañera! ¡Ella por lo menos tuvo el coraje de luchar!

Los ojos de Riverwind centellearon. Agarró a Tanis por la muñeca y lo lanzó contra la pared con tal fuerza, que el semielfo soltó un gemido de dolor. El bárbaro se puso en pie y miró a Tanis con odio, después se volvió y se dirigió al corredor, caminando con la cabeza gacha, dando traspiés.

Sturm ayudó a Tanis a levantarse y, aunque el semielfo estaba aturdido por el golpe, siguieron a los otros tan rápido como pudieron. El suelo temblaba peligrosamente. Sturm resbaló, y Tanis, estremecido, cayó de rodillas, temiendo desmayarse.

—Sigue adelante —intentó decirle a Sturm, pero le fue imposible pronunciar una sola palabra. El caballero lo levantó y continuaron caminando por el polvoriento corredor hasta que llegaron al pie de las escaleras denominadas Los Caminos de la Muerte, donde Tasslehoff los aguardaba.

—¿Y los demás? —le preguntó Sturm tosiendo a causa del polvo.

—Han comenzado a subir hacia el templo. Caramon me dijo que os esperara aquí. Flint dice que en el templo estaremos a salvo, que está construido por enanos. También Raistlin, que a vuelto en sí, dice que es un lugar seguro, dijo algo así como que estaba protegido por la diosa. Riverwind también está allí, al pasar me ha mirado fijamente, creo que si hubiera podido me hubiera matado, pero ha subido por las escaleras y...

—¡Ya está bien! —dijo Tanis interrumpiendo el parloteo—. ¡Ya es suficiente! Suéltame Sturm. He de descansar un minuto o me desmayaré. Sube con Tas, me encontraré con vosotros arriba. ¡Iros, maldita sea!

Sturm agarró a Tasslehoff por el cuello de la túnica y lo arrastró por las escaleras. Tanis se dejó caer empapado de sudor; sentía un dolor punzante al respirar. De pronto, el suelo que quedaba de la Cámara de los Antepasados se derrumbó con un tremendo estallido y el Templo de Mishakal tembló. Tanis se puso en pie rápidamente pero aguardó unos segundos al escuchar el sonido de un estruendoso torbellino de agua. El Nuevo Mar reclamaba a Xak Tsaroth. La ciudad muerta quedaría enterrada bajo sus aguas.

Tanis subió el último peldaño de la escalera y llegó a una de las habitaciones circulares que había en el templo. La ascensión había sido una pesadilla, cada nuevo paso un milagro. En la habitación reinaba la calma, el único sonido que podía oírse era la pesada respiración de sus compañeros que al llegar allí y sentirse a salvo, se habían desplomado exhaustos. Tanis tampoco se sentía con fuerzas para seguir adelante.

El semielfo miró a su alrededor para asegurarse de que los demás estuvieran bien. Sturm había dejado a su lado el paquete que contenía los Discos y se había recostado contra una pared. Raistlin yacía sobre un banco con los ojos cerrados y la respiración agitada, y Caramon se había sentado a su lado con el rostro ensombrecido por la ansiedad. Tasslehoff, sentado bajo el pedestal, observaba con curiosidad la parte superior y Flint se había apoyado en la doble puerta, demasiado cansado para refunfuñar.

—¿Dónde está Riverwind? —preguntó Tanis. Caramon y Sturm intercambiaron una extraña mirada y luego bajaron los ojos. El semielfo se puso en pie, acuciado por una rabia aún mayor que el dolor y la fatiga que sentía. Sturm se levantó y le impidió el paso.

—Es su voluntad Tanis. Es la costumbre de su pueblo como también lo es del mío.

Tanis empujó al caballero a un lado y caminó hacia la doble puerta. Al verle llegar, Flint no se movió.

—Sal de mi camino —al semielfo le temblaba la voz. Flint miró hacia arriba; las líneas de tristeza y pesadumbre que se habían ido grabando en su rostro a lo largo de más de cien años suavizaban su expresión ceñuda. En los ojos de Flint se reflejaba la misma prudencia que en su día había impulsado a un infeliz niño —medio humano, medio elfo— a iniciar una extraña y duradera amistad con un enano.

—Siéntate muchacho —le dijo Flint con voz amable, como si también él recordase sus orígenes —. Si con tu cabeza de elfo no puedes comprenderlo, escucha, por una vez en tu vida, a tu corazón de hombre.

Tanis cerró los ojos, por sus mejillas corrían lágrimas. Entonces oyó un grito dentro del templo... Riverwind. Tanis apartó al enano de un empujón, abrió la inmensa puerta doble y olvidando su dolor, caminó rápidamente hacia el segundo par de puertas. Tras abrirlas, entró en la Cámara de Mishakal, sintiendo una vez más que le invadía una sensación de paz y tranquilidad, aunque ahora, esos sentimientos se mezclaban con la rabia que le producía lo ocurrido.

—¡No puedo creer en vosotros! —gritó Tanis —. ¿Qué clase de dioses sois que exigís un sacrificio humano? Sois los mismos dioses que provocaron el Cataclismo. Está bien, ¡ya habéis demostrado vuestro poder! ¡Ahora dejadnos solos! ¡No os necesitamos! —El semielfo sollozó. Entre lágrimas, podía ver a Riverwind, espada en mano, arrodillado frente a la estatua. Tanis corrió hacia él, dispuesto a impedir aquel acto autodestructivo, pero al dar la vuelta a la base sobre la que se erguía la figura, se detuvo atónito. Por unos segundos se negó a creer lo que veían sus ojos; tal vez el sufrimiento y la tristeza le estaban jugando una mala pasada. Intentando sosegar sus alterados sentidos, levantó la mirada hacia el bello y sereno rostro de la estatua, y tras contemplarla unos segundos, miró de nuevo hacia abajo.

Other books

Regency Rumours by Louise Allen
La ramera errante by Iny Lorentz
Wet by Ruth Clampett
The War of the Ember by Kathryn Lasky
The Frog Earl by Carola Dunn
This Body by Laurel Doud
Wynne's War by Aaron Gwyn


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024