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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El retorno de los Dragones (35 page)

BOOK: El retorno de los Dragones
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—Bien, Caramon. Magnífico —susurró Raistlin cuando pudo hablar. Volvió a tenderse en el suelo y cerró los ojos—. Ahora déjame descansar, debo estar preparado.

Caramon se puso en pie, miró a su hermano durante unos segundos y luego se volvió, casi tropezando con Bupu que le miraba con los ojos abiertos de par en par.

—¿De qué hablabais? —preguntó Sturm cuando Caramon se reunió con el grupo.

—Oh, de nada.

Sturm miró alarmado a Tanis.

—¿Qué ocurre, Caramon? —preguntó Tanis mirándole a los ojos tras enrollar el mapa y colocárselo en el cinturón—. ¿Algo va mal?

—N-no... —titubeó Caramon—. No es nada. Bueno, hum, he intentado convencer a Raistlin de que me dejara ir con él, eso es todo. Pero dijo que lo único que haría sería estorbarle.

Tanis observó a Caramon. Sabía que decía la verdad, pero no
toda
la verdad. Sabía que Caramon perdería gustoso hasta la última gota de su sangre por cualquiera de ellos, pero también, que era capaz de traicionarlos a todos si Raistlin se lo pedía. El gigante miró a Tanis, suplicándole en silencio que no le hiciese más preguntas.

—Raistlin tiene razón —dijo finalmente el semielfo—. Bupu estará con él y no correrá ningún peligro. Ella le traerá de vuelta aquí más tarde. Sólo tiene que crear alguno de esos efectos pirotécnicos, algo que distraiga al dragón y lo saque de su cubil. Cuando el dragón llegue a la plaza, él ya no estará allí.

—Claro —dijo Caramon forzando la sonrisa— De todas formas, vosotros me necesitáis.

—Así es —dijo Tanis con seriedad—. Bien, ¿estáis preparados?

Todos se pusieron en pie silenciosamente. Raistlin se incorporó con la capucha puesta y las manos metidas dentro de las mangas de su túnica. Alrededor suyo se percibía un halo que resultaba indefinible y terrorífico: un halo de poder que emanaba de su interior. Tanis carraspeó.

—Contaremos hasta quinientos —le dijo a Raistlin—, después nos pondremos en marcha. Por lo que dice tu pequeña amiga, al «lugar secreto» marcado en el mapa se llega por un escotillón que hay en un edificio cercano. Allí encontraremos un túnel subterráneo que nos conducirá hasta la guarida del dragón, cerca de donde le vimos esta mañana. Lo mejor es que tú organices la
función
en la plaza y luego regreses aquí a esperarnos. Le entregaremos el tesoro al Gran Bulp y descansaremos hasta la noche. Cuando oscurezca escaparemos.

—Entiendo... —dijo Raistlin reposadamente.

Me gustaría tenerlo tan claro como tú, pensó Tanis con amargura. Me gustaría saber qué es lo que está maquinando esa mente tuya. Pero el semielfo no dijo nada.

—¿Ahora irnos? —preguntó Bupu mirando ansiosamente a Tanis.

—Ahora irnos —respondió Tanis.

Raistlin salió del sombrío callejón y tomó una calle en dirección sur. No se veía ningún signo de vida. Era como si a los enanos gully se los hubiese tragado la niebla. Esta idea le preocupó, por lo que intentó caminar por el lado más sombrío. Cuando era necesario, el frágil mago era capaz de moverse muy silenciosamente. Esperaba poder controlar la tos. Su congestión de pecho se había aliviado con la poción de hierbas que se había preparado según la receta que, en su día, le había facilitado Par-Salian —una especie de disculpa del gran hechicero por el trauma que Raistlin había tenido que sufrir a cambio de obtener sus grandes poderes mágicos. Pero el efecto de la poción no duraría mucho.

Bupu, que caminaba tras él, se asomó para vigilar. Sus ojos, pequeños y redondos, examinaron la calle que desembocaba en la Plaza Grande.

—Nadie —dijo tirando de la túnica del mago—. Seguir adelante.

Nadie, pensó Raistlin preocupado. No era normal. ¿Dónde se habrían metido todos los enanos gully? Tenía la sensación de que algo iba mal, pero ya no podía retroceder: Tanis y los demás debían estar ya camino del túnel. De pronto pensó que todos podían morir en esa funesta ciudad.

Bupu tiró de su túnica de nuevo. Encogiéndose de hombros y colocándose la capucha sobre la cabeza, el mago se deslizó por la neblinosa calle, seguido de la enana gully.

De repente, de una puerta oscura surgieron dos figuras que se apresuraron a seguir a Raistlin y a Bupu.

—Aquí es —dijo Tanis en voz baja. Abriendo una puerta enmohecida, asomó la cabeza—. Está muy oscuro, necesitaremos una luz.

Restregando dos pedazos de metal, Caramon encendió una de las antorchas que les había prestado el Gran Bulp, se la pasó a Tanis y después encendió otra para él y para Riverwind. Tanis entró en el edificio y lo encontró inundado de agua. Sostuvo la antorcha en alto y vio que por las paredes de la ruinosa habitación descendían varias chorreras de agua que serpenteaban hacia el centro de la habitación, filtrándose al mismo tiempo por unas grietas. Tanis chapoteó hacia el centro, iluminándolo todo con la antorcha.

—Ahí está. Puedo verla —dijo mientras el resto se acercaba. Señaló el escotillón en el suelo. En la parte central podía distinguirse una anilla de metal.

—¡Caramon, ocúpate tú! —Tanis se apartó.

—¡Bah! —resopló Flint—. Si un enano gully puede abrirlo, yo también puedo. Apartaos.—El enano metió la mano en el agua y tiró. Hubo un momento de silencio. Flint gruñó, su rostro empezó a enrojecer. Se detuvo, se irguió jadeando y luego volvió a agacharse, intentándolo de nuevo. No se oyó ni un crujido. La puerta permaneció cerrada.

Tanis posó su mano sobre el hombro del enano.

—Flint, Bupu dice que sólo viene aquí durante la estación seca. Aquí abajo está el Nuevo Mar, así que para abrir el escotillón debes vencer además la presión del agua.

—¡Vaya! ¿Por qué no lo dijiste antes? Dejaremos que lo intente el gran buey.

Caramon se acercó, metió la mano en el agua y tiró. Se le hincharon los músculos de los hombros y las venas del cuello. Se oyó un sonido aspirado y la puerta cedió tan repentinamente que el guerrero estuvo a punto de caer hacia atrás. Cuando retiró el escotillón, la habitación comenzó a vaciarse de agua. Tanis acercó la antorcha para ver mejor. En el suelo se abría un pasadizo cuadrado de unos cuatro pies de ancho; una estrecha escalera de piedra, hecha por los enanos, descendía por el pasaje.

—¿Por qué número va la cuenta? —preguntó Tanis.

—Cuatrocientos tres —respondió la grave voz de Sturm—. Cuatrocientos cuatro.

Los compañeros esperaron alrededor del escotillón, temblando de frío y escuchando únicamente el sonido del agua que fluía hacia el pasadizo.

—Cuatrocientos cincuenta y uno —apuntó con calma el caballero.

Tanis se atusó la barba. Caramon tosió dos veces, como si quisiera recordarles a su hermano ausente. A Flint, que se agitaba nervioso, se le cayó el hacha al agua. Tasslehoff mordía distraídamente el extremo de su coleta. Goldmoon, pálida pero recuperada, se acercó a Riverwind con la Vara en la mano. El la rodeó con sus brazos. Lo más molesto era tener que esperar.

—Quinientos —dijo Sturm.

—¡Por fin! ¡Ya era hora! —Tasslehoff se descolgó por la escalera. Tanis lo siguió, sosteniendo en alto la antorcha para alumbrar a Goldmoon. Los demás los siguieron, descendiendo lentamente por aquel conducto que formaba parte del sistema de alcantarillado de la ciudad. El pasadizo bajaba unos veinte pies y luego desembocaba en un túnel de unos cinco pies de ancho que corría de norte a sur.

—Comprueba la profundidad del agua —le advirtió Tanis al kender cuando Tasslehoff se disponía a soltarse de la escalera. El kender, sujetándose al último peldaño, metió su vara jupak en las oscuras aguas que se arremolinaban debajo. La vara se hundió aproximadamente hasta la mitad.

—Dos pies —dijo Tasslehoff. Se lanzó al agua con confianza, le llegaba a las caderas. Alzó la vista y miró a Tanis interrogativamente.

—Hacia allá. En dirección sur.

Levantando su vara, Tasslehoff dejó que la corriente le arrastrara.

—¿Cómo es que no se oye nada de la
función?
—preguntó Sturm. El eco de su voz resonó en el túnel.

Tanis estaba pensando lo mismo.

—Seguramente desde aquí no se oirá nada —respondió, confiando que fuese verdad.

—No te preocupes, seguro que Raistlin la ha preparado bien —dijo Caramon.

—¡Tanis! —Tasslehoff tropezó con el semielfo. ¡Hay algo aquí, en el agua! He notado como algo pasaba entre mis piernas.

—Sigamos caminando —dijo Tanis —, y confiemos en que ese algo no esté hambriento...

Siguieron vadeando en silencio. La luz de las antorchas se reflejaba en las paredes creando imágenes fantasmagóricas. Más de una vez Tanis sintió que algo extraño lo amenazaba, comprendiendo segundos después que se trataba de las sombras proyectadas por el casco de Caramon o la vara de Tasslehoff.

El túnel se dirigía directamente hacia el sur a lo largo de unos doscientos pies, luego giraba hacia el este. Los compañeros se detuvieron. Al fondo relucían débilmente unas luces que se filtraban desde arriba. De acuerdo con la explicación de Bupu, aquello significaba que estaban bajo el cubil del dragón.

—¡Apagad las antorchas! —siseó Tanis hundiendo la suya en el agua. Tanteando la lodosa pared, siguió al kender. El contorno rojizo de éste, que Tanis podía distinguir claramente con sus ojos de elfo, le servía de guía. El semielfo oía a Flint refunfuñar sobre los efectos del agua en su reumatismo.

—¡Shhhhhh...! —susurró Tanis cuando se acercaron a la luz, intentando mantener el silencio a pesar del sonido producido por sus pies al andar por el agua. Pronto llegaron a una escalera que subía hasta una reja de hierro.

—La gente nunca se molesta en cerrar las rejillas del suelo, pero aunque ésta lo estuviese, estoy seguro de poder abrirla —susurró Tasslehoff al oído de Tanis.

El semielfo asintió, sin comentar que Bupu también había sido capaz de abrirla. Para el kender el arte de abrir cerraduras era una cuestión de orgullo, tan importante como para Sturm lo eran sus bigotes. Con el agua hasta las rodillas, todos observaron cómo el kender trepaba por la escalera y examinaba el enrejado.

—Ahí arriba aún no se oye nada —musitó Sturm.

—¡Shhhh! —le respondió secamente Caramon.

La verja tenía una cerradura muy sencilla que el kender abrió en un momento. Levantándola, se asomó. Le envolvió una repentina oscuridad, tan espesa e impenetrable que se sobresaltó
y
casi soltó la verja de golpe. Rápidamente, sin hacer ruido, colocó el enrejado en su lugar
y
se deslizó por la escalera tropezando con Tanis.

—¿Tasslehoff? —Tanis lo sujetó—. ¿Eres tú? No puedo ver nada. ¿Qué sucede?

—No lo sé. Está todo muy oscuro.

—¿Quieres decir que no puedes ver? —le preguntó Sturm a Tanis —. ¿Qué pasa con tu vista de elfo?

—La he perdido —dijo Tanis secamente—, como en el Bosque Oscuro, o allí afuera, en el pozo....

Todos se acurrucaron en el túnel
y
se quedaron callados. No oían nada, tan sólo el sonido de su propia respiración y del agua que caía por las paredes. Pero el dragón estaba ahí arriba, esperándolos.

21

El sacrificio.

La ciudad que murió dos veces.

Para Tanis, la desesperación era aún más cegadora que la oscuridad. El plan era mío, era la única oportunidad que teníamos de salir vivos de aquí, pensó. Estaba bien organizado, ¡debería haber funcionando! ¿Qué era lo que había ido mal? ¿Los habría traicionado Raistlin...? ¡No! Tanis apretó los puños. No, maldita sea. El mago era frío, desagradable, difícil de comprender, pues Tanis hubiera jurado que les era leal. ¿Dónde estaría? Quizás muerto. Tampoco es que importara mucho, pues pronto todos morirían.

—Tanis —el semielfo, notó que alguien le agarraba fuertemente el brazo y reconoció la voz grave de Sturm—. Sé lo que estás pensando, no podemos quedarnos aquí. Se nos acaba el tiempo y es nuestra única oportunidad de conseguir los Discos.

—Voy a mirar—dijo Tanis, y pasando delante del kender, asomó la cabeza por la verja. Estaba oscuro, mágicamente oscuro. Tanis se llevó la mano a la cabeza e intentó pensar. Sturm tenía razón: el tiempo iba pasando, no obstante, ¿cómo saber si el caballero estaba en lo cierto? ¡Sturm quería luchar contra el dragón! Tanis descendió unos peldaños.

—Subid —dijo. De pronto su único deseo fue que todo aquello terminase para poder regresar a casa, a Solace—. No. Tasslehoff, espera —sujetó al kender e hizo que bajase por la escalera—. Primero los guerreros, Sturm y Caramon. Después los demás.

—¡Siempre somos los últimos! —protestó Tasslehoff mientras empujaba al enano. Flint subió lentamente por la escalera, los huesos de sus rodillas crujieron.

—¡Apresúrate! Espero que no ocurra nada antes de que lleguemos. Nunca he hablado con un dragón.

—¡Apostaría a que el dragón tampoco ha hablado nunca con un kender! Te das cuenta, cabeza hueca, de que seguramente nos matará. Tanis lo sabe, lo noté en el tono de su voz.

Tasslehoff se detuvo mientras Sturm apartaba lentamente la verja.

—Sabes, Flint —dijo el kender con seriedad—, mi gente no le teme a la muerte. De alguna manera, casi la deseamos... la última gran aventura. Pero creo que me apenaría tener que dejar esta vida. Echaría de menos mis cosas —palpó sus bolsas y bolsillos—, mis mapas, a ti, y a Tanis. A menos —añadió esperanzado—, que al morir todos vayamos a parar al mismo lugar.

Flint tuvo una leve visión del feliz y alegre kender tendido en el suelo, muerto, frío. Conmovido se alegró de que Tas no pudiera ver su expresión. Carraspeando, dijo roncamente:

—Si crees que voy a compartir mi próxima vida con un pedazo de kender, es que estás más loco que Raistlin. ¡Vamos!

Cuidadosamente, Sturm levantó la verja y la apartó a un lado, arrastrándola por el suelo y provocando un chirrido que hizo que los dientes le rechinasen. Ascendió con facilidad y luego se volvió, agachándose para ayudar a Caramon, quien, debido a su inmenso volumen y al arsenal de armas que llevaba, que resonaba, además, estrepitosamente, tenía serios problemas para pasar por la abertura.

—¡En nombre de Istar, no hagas ruido! —le susurró Sturm.

—No puedo evitarlo —murmuró Caramon consiguiendo al fin salir del agujero. Sturm le tendió la mano a Goldmoon. El último en salir fue Tas, encantado de que no hubiese sucedido nada excitante en su ausencia.

—Necesitamos una luz —dijo Sturm.

—¿Una luz? —respondió una voz tan gélida y oscura como una noche de invierno—. Está bien, que haya luz.

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