—El tiempo. Ay es viejo. Le duelen los huesos. Le duelen los dientes. El tiempo destructor le ha descubierto, y se está vengando. Pero nosotros somos jóvenes. El tiempo es nuestro aliado.
Estaba sentada en toda la sencilla belleza de su juventud, vestida con el oro del dios del Sol, sonriendo ante la idea.
—Pero el tiempo es también un famoso traidor. Nos tiene a todos a su merced.
Ella asintió.
—Eres sabio por decirlo, pero nuestro tiempo es ahora. Hemos de aprovechar el momento, por nuestro propio bien, y por el bien de las Dos Tierras. Si no, preveo una edad oscura en el futuro.
—¿Puedo hacer una última pregunta?
Ella sonrió.
—Me han dicho que te gusta preguntar. Veo que es verdad.
—¿Cuándo anunciará Tutankhamón su coronación?
—Sucederá dentro de los días siguientes. La inauguración ceremonial de la nueva Sala Hipóstila ha cambiado de fecha. Cuando corresponda, el rey entrará en el templo más recóndito. Es el momento más propicio para el cambio.
Era lista y rápida. El rey iba a visitar a los dioses. Un anuncio después de semejante acontecimiento sería el momento más adecuado. Conllevaría la autoridad de la sanción divina. Sentí una punzada de entusiasmo por la posibilidad del cambio, algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Tal vez saldría bien.
Pero
sabía que mi optimismo era peligroso, y podía conducirme al descuido. De momento, continuaríamos en el mundo de las sombras.
—Has dicho que tenías que enseñarme algo.
Era una pequeña talla de Ajnatón y Nefertiti, juntos con sus hijas mayores, adorando el Atón, el disco del sol, que había sido el gran símbolo de su revolución. Muchos rayos de luz descendían del disco, y terminaban en las manos divinas que ofrecían anjs, el símbolo sagrado de la vida, a las extrañas figurillas humanas que tenían los brazos alzados para recibir las bendiciones divinas. Pese al flexible y extraño alargamiento de sus miembros, típico del estilo del período, se reconocía un retrato de familia. La piedra no era muy antigua, pues no había sido raspada ni erosionada en los bordes por el viento y el tiempo. Solo podía proceder de la ciudad de Ajtatón.
Presentaba varios aspectos notables. En primer lugar, habían borrado los signos del nombre de Atón. Esto era significativo, pues los nombres son poderes, y esta profanación significaba una amenaza para el alma del mismísimo Ra. En segundo, el disco del sol, el gran círculo, la señal de la vida, también había sido borrado. Pero ninguna de ambas cosas resultaba inesperada, pues desde la abolición de la religión tal iconoclastia era habitual. Lo más importante era que habían arrancado los ojos y la nariz de todos los miembros de la familia real, para que no tuvieran vista ni olfato en el Otro Mundo. Y observé también que habían eliminado los nombres reales de Anjesenamón. Era una profanación muy personal.
La talla se había descubierto en una caja a poco de amanecer, dentro de los aposentos reales, durante las horas de las festividades. Llevaba una etiqueta que ofrecía el contenido como regalo al rey y la reina. Nadie recordaba su llegada, y no existía documentación sobre su presentación en la puerta de las oficinas reales. Daba la impresión de haberse materializado de la nada. La caja en sí era vulgar: un cofre tallado, probablemente de madera de acacia, de diseño y artesanía tebanos. Rebusqué en la paja en la que estaba empaquetada. Ninguna nota. Ningún mensaje. La talla profanada era el mensaje. Habría sido necesario cierto esfuerzo para adquirirla, pues Ajtatón, la Ciudad del Horizonte, aunque no estaba desierta del todo, estaba regresando poco a poco al polvo de su creación, y ya casi nadie la visitaba. Tenía fama de ser en la actualidad un lugar maldito y abandonado. Junto con Khay nos dedicamos a reflexionar sobre aquel objeto enigmático.
—¿Y tú crees que esta piedra está relacionada con lo sucedido hoy en el templo, y que ambos sucesos constituyen una amenaza contra vuestras vidas? —pregunté.
—Por separado, cada suceso puede considerarse alarmante. Pero los dos en el mismo día… —contestó ella.
—Lo que ha ocurrido hoy, y la apariencia de esta piedra, no están necesariamente relacionados —dije.
—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó al punto Anjesenamón.
—El suceso público fue un acto político de disentimiento. Pero esto es más personal, más privado.
—Eso suena un poco vago —dijo Khay como sin darle importancia.
—El primero fue un gesto grosero efectuado por un grupo que no tenía otros medios de expresar su oposición y furia. No tenían otra forma de acercarse a los poderes que arrojando algo al rey durante la ceremonia. Pese al dramatismo de su efecto, no se trata de una acción de gente poderosa. Son intrusos, carentes de influencia real, en los márgenes de la sociedad. Esto es diferente: es más potente, más significativo y más complejo. Implica conocimiento de la escritura, del poder de los nombres y del efecto de la iconoclastia. Han sido precisos considerables preparativos, así como conocimiento interno de la seguridad de los aposentos reales. Por consiguiente, podemos asumir que este acto ha sido cometido por un miembro de la élite, probablemente por alguien de las jerarquías.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Khay, tirante.
—Que fue entregado desde el interior del palacio.
—Eso es imposible. Los aposentos reales están fuertemente custodiados en todo momento.
—Pero aquí está, no obstante —dije.
El hombre había alzado su barbilla estrecha. Hervía de santa indignación, como un pájaro enfurecido. Pero antes de que me pudiera interrumpir, continué.
—Además, el culpable está muy seguro de lo que hace, pues su intención es provocar miedo donde más duele. En la mente del rey y de sus íntimos.
Ambos me miraron desconcertados. Quizá había hablado demasiado, al imputar al rey una especie de debilidad humana. Pero ya era demasiado tarde para el protocolo y la corrección.
—… o eso parece esperar el culpable. ¿Puedo suponer que nadie sabe nada de esto?
Khay tenía aspecto de haberse tragado una fruta acida.
—Ay ha sido informado. Exige estar informado de todo cuanto acontece en los aposentos reales.
Nadie habló durante un momento.
—Sabes lo que te voy a pedir —dijo Anjesenamón en voz baja.
Yo asentí.
—Deseas que descubra al responsable de enviar este objeto, y de su hostil profanación.
—Un malvado tiene acceso a los aposentos reales. Ha de ser descubierto. Pero necesito algo más que eso: quiero que trabajes para mi marido y para mí como… protector privado. Nuestro guardián. Alguien que nos vigile. Alguien invisible para los demás…
—Tienes a la guardia de palacio —aduje.
—No puedo confiar en la guardia de palacio.
Era como si cada frase de la conversación me estuviera conduciendo cada vez más hacia una trampa.
—Soy un solo hombre.
—Tú eres el único hombre. Por eso te he llamado.
Ahora, las últimas puertas que tal vez me habrían podido sacar de allí para regresar a la vida que había elegido se cerraron en silencio.
—¿Cuál es tu respuesta?
Muchas respuestas se apelotonaban en mi mente.
—Será un honor para mí cumplir la promesa que hice a tu madre —respondí por fin. Las consecuencias de aquellas palabras estrujaron mi corazón.
Sonrió aliviada.
—Pero al mismo tiempo, no puedo abandonar a mi familia…
—Tal vez sea para bien. Esto ha de quedar entre nosotros. Deberías seguir tu vida normal y…
—Pero Ay me conoce. Otros me reconocerán. No puedo vivir aquí en secreto. Imposibilitaría mi tarea. Deberías decir que me tienes a tu servicio, además de la guardia de palacio, debido a las amenazas que has recibido. Di que soy un asesor independiente de seguridad interna.
Miró a Khay, quien meditó sobre las opciones, y después asintió.
—Lo aceptamos —dijo ella.
Pensar en la doble vida que me aguardaba consiguió que me angustiara. Y me exaltara, debo confesar. Había prometido a Tanefert que no renunciaría a mi familia, pero razoné que no iba a incumplir la promesa, pues no necesitaría abandonar la ciudad para desvelar este misterio. Tampoco tenía mucho trabajo en el cuartel general de los medjay, avasallado por Nebamun. Me pregunté por qué me estaba convenciendo a mí mismo.
Khay estaba emitiendo el tipo de sonidos indicadores de que había llegado el momento de marcharse. Nos despedimos. Anjesenamón retuvo mis manos entre las de ella, como si deseara encerrar entre ellas los secretos de los que habíamos hablado.
—Gracias —dijo, con los ojos henchidos de sinceridad. Y después, sonrió, con más franqueza y calidez que antes, y al punto vislumbré el rostro de su madre. No la hermosa máscara pública, sino la mujer cálida y viva.
Y entonces, las grandes puertas dobles se abrieron en silencio a nuestra espalda, y retrocedimos caminando hacia atrás con la cabeza gacha, hasta que las puertas se cerraron de nuevo y nos encontramos en aquel interminable corredor silencioso, con sus numerosas puertas idénticas, como una escena de pesadilla.
Necesitaba orinar, y quería saber si los rumores sobre el abastecimiento de agua eran ciertos. Khay me guió por un pasillo lateral.
—Tercera puerta a la izquierda —resopló—. Te esperaré delante de las puertas de la cámara de la reina.
Dio media vuelta.
Entré. El espacio era largo y estrecho, con suelo de piedra en el que estaban pintados charcos de agua, en los que nadaban peces dorados. Una ventana de celosía dejaba entrar los aromas frescos de la noche. Algunas velas oscilaron en la brisa de mi aparición. Hice lo que debía. Sonó demasiado alto, en el silencioso espantoso, casi religioso. Tuve la impresión de estar orinando en un templo. Me lavé las manos en la jofaina, con agua del jarro. Allí no había milagros de cañerías. Me estaba secando las manos, cuando intuí algo (se me erizó el vello de la nuca, la insinuación de algo en la pulida superficie del espejo de cobre), y me volví al punto.
La mujer me miraba con aire de complicidad. Sus ojos inteligentes brillaban a la tenue luz, el pelo negro ceñido con severidad en la nuca, el rostro anguloso y extrañamente demacrado, sus ropas como un vestido de sombras.
—¿Me conoces? —preguntó en voz baja.
—¿Debería?
Meneó la cabeza, decepcionada.
—He venido a decirte mi nombre.
—¿Al lavabo?
—Me llamo Maia.
—Tu nombre no significa nada para mí.
Ella chasqueó la lengua en señal de irritación. Terminé de secarme las manos.
—Yo era la nodriza del rey. Le di de mamar desde el día que nació. Ahora, me preocupo de él como nadie más.
Debía de haber vivido en la ciudad de Ajtatón. Debía de haber sido testigo de la vida de Ajnatón y de la familia real, una testigo muy cercana. Todo el mundo sabía que la madre del rey era Kiya, quien había sido esposa real rival de Nefertiti. Pero Kiya había desaparecido. Y después, Tutankhamón, hijo de Kiya, se había casado con Anjesenamón, hija de Nefertiti. Los hijos de los enemigos, ambos engendrados por Ajnatón, últimos supervivientes de sus linajes, casados mutuamente. Desde un punto de vista político, se trataba de una gran alianza. Desde el punto de vista de ellos debía de haber significado un infierno, pues los hermanastros raras veces se amaban, sobre todo cuando había en juego grandes poderes y riquezas.
Ella asintió como si me hubiera visto deducir todo esto.
—¿Qué deseas decirme?
Paseó la vista a su alrededor, cautelosa incluso aquí.
—No confíes en esa chica. Lleva la sangre de su madre.
—Es la reina. Igual que su madre. ¿Por qué no debo confiar en ella?
—Pese a todo tu poder, no sabes nada. No ves lo que hay delante de tus narices. Estás deslumbrado como un idiota ante el oro.
Sentí que la ira se agolpaba en mi garganta.
—Hombre orgulloso. Hombre vanidoso. ¡Piensa! Su madre eliminó a su rival, Kiya, la madre de mi rey. No hay que olvidar eso. No hay que perdonarlo. Debería ser vengado. No obstante, tú vienes como un perro a esperar ante su puerta.
—Hablas como una contadora de historias de mercado. Y no tienes pruebas de nada de lo que dices. Incluso si estás en lo cierto, eso sucedió hace mucho tiempo.
—Tengo la prueba de mis ojos. La veo como es en realidad. Es la hija de su dinastía. Nada cambia. Por eso he venido a advertirte. Ella no se preocupa de su marido. Solo se preocupa de ella.
Me acerqué más a la mujer. Se arrebujó en sus ropajes.
—Podría detenerte por esto.
—¿Detener a Maia? El rey no lo permitiría. Es mi hijo, y hablo movida por el amor que me inspira. Porque nadie más le quiere. Sin mí, estaría solo en este palacio. Además, sé sus nombres. Sé los nombres de las sombras.
—¿Qué quieres decir?
—Las sombras tienen poderes —replicó la mujer, y con aquellas enigmáticas palabras se alejó pegada a la pared oscura y desapareció.
En el malecón, Khay me dio un papiro de autoridad que me permitiría entrar de nuevo en el palacio de Malkata, así como solicitar audiencia con él en cualquier momento. Me dijo que vivía en los aposentos reales. Podía solicitar su ayuda siempre
que
la necesitara. Todo cuanto dijo dejó claro que él era la llave que abría todas las puertas, el hombre cuya palabra era ley, de quien el oído del poder escuchaba hasta el último susurro. Cuando di media vuelta, me tendió una bolsa de piel.
—¿Qué es esto?
—Considéralo un pequeño adelanto.
Miré en el interior. Contenía un anillo de oro de buena calidad.
—¿Por qué pequeño?
—Confío en que sea adecuado.
Su voz molía las palabras como arenilla bajo una rueda de molino. Se volvió y se marchó sin esperar mi respuesta.
Me quedé en la popa de la barca, mirando hacia atrás mientras se alejaba, hasta que el palacio, que albergaba a su solitaria reina y a su extraño rey clandestino, desapareció detrás de las murallas defensivas del gran lago.
La barca me dejó con discreción al final de los muelles, y yo regresé dejando atrás cientos de barcas amarradas, todas con sus ojos pintados, que entrechocaban en la superficie de las oscuras corrientes del río, con las velas dobladas y estibadas, y las tripulaciones y algunos trabajadores portuarios dormidos en los muelles y a la sombra de pilas de mercancías, aovillados en sus sueños como cuerdas enrolladas. En el otro extremo del muelle, en la oscuridad, observé sorprendido dos barcas que estaban bajando su carga. No había antorchas encendidas para iluminar la actividad, pero la luz de la luna era casi suficiente. Los hombres trabajaban en silencio, trasladaban con eficacia cierto número de recipientes de arcilla de las barcas a una hilera de carros. Vi a un hombre alto y delgado caminar entre ellos, dando órdenes. Contrabandistas, probablemente, pues nadie más se atrevería a navegar por el peligroso río en la oscuridad. Bien, eso no era asunto mío. Otras preocupaciones me embargaban.