Fuera, cientos de hombres y mujeres infortunados de todas las edades estaban apelotonados en el patio, proclamando a gritos su inocencia y sus peticiones, o bien insultándose mutuamente. Muchos ofrecían lo que llevaban encima en aquel momento (joyas, anillos, prendas de ropa, incluso un mensaje ocasional garabateado en un fragmento de piedra) para intentar que los guardias los liberaran. Nadie les hacía caso. Serían retenidos de manera arbitraria tanto tiempo como fuera necesario. Los agentes de los medjay inmovilizaban de manera mecánica e implacable las muñecas y tobillos de cualquiera que no estuviera atado ya.
Atravesé la entrada baja y oscura que daba acceso al bloque de la prisión, y al instante percibí el hedor caliente del miedo. En pequeñas celdas, prisioneros inmovilizados con grilletes estaban siendo torturados, los pies y las manos retorcidos, o sometidos a crueles palizas, mientras sus interrogadores repetían una y otra vez en voz baja las mismas preguntas, como un padre que hablara a un niño mentiroso. Los desgarradores lamentos y súplicas de los prisioneros pasaban desapercibidos. Nadie podía soportar tanto dolor, y miedo al dolor. Por lo tanto, mucho antes de que enseñaran los cuchillos afilados a las víctimas, confesarían cualquier cosa que se les dictara.
La vi en la tercera celda. Estaba acuclillada en el fétido suelo, en una esquina oscura.
Entré en la celda. Los prisioneros me abrieron paso temerosos, como si fuera a patearlos. Ella mantuvo la cara escondida bajo el pelo negro. Me paré delante de ella.
—Mírame.
Había algo en su cara, cuando la levantó (tal vez su orgullo, tal vez su ira, tal vez su impresionante juventud), que me conmovió. Quería saber su historia. Tenía la intuición de que había caído sobre ella el tipo de injusticia que deforma toda una vida.
—¿Cómo te llamas?
Ella mantuvo su silencio.
—Tu familia te estará echando de menos.
Se derrumbó un poco. Me arrodillé a su lado.
—¿Por qué lo hiciste?
Silencio.
—¿Sabes que aquí hay hombres capaces de obligarte a decir lo que les venga en gana?
Estaba temblando. Sabía que debía denunciarla. Pero en
aquel
momento me di cuenta de que no podía hacerlo. No podía entregar viva esta muchacha a los torturadores. Mi conciencia me lo habría reprochado siempre.
Desvió la vista, a la espera de que decidiera su destino. La miré. ¿Qué debía hacer?
La puse de pie con rudeza y la saqué de la celda. Era lo bastante conocido para no tener que enseñar mis papeles de identidad a los guardias. Me limité a saludarlos con un cabeceo, como diciendo «es mía». Después, la hice avanzar a empujones por el apestoso pasadizo.
Doblamos una esquina, entramos en mi oficina y, temiendo lo peor, empezó a oponer resistencia.
—Cállate y estate quieta —susurré en tono apremiante.
Corté a toda prisa las ligaduras de sus manos y pies. Una mirada de estupor agradecido apareció en su cara. Se dispuso a hablar, pero le indiqué por gestos que guardara silencio. Limpié su cara lo mejor que pude, con un trapo empapado en agua de la jarra, y al mismo tiempo empecé a interrogarla.
—Habla en voz baja. ¿Quién ordenó esa acción?
—Nadie la ordenó. Actuamos por nuestra cuenta. Alguien ha de protestar contra la injusticia y la corrupción de este estado.
Sacudí la cabeza, asombrado por su ingenuidad.
—¿Crees que arrojar sangre al rey cambiará las cosas?
Ella me miró con desprecio.
—Pues claro que cambiará las cosas. ¿Quién ha osado alguna vez adoptar una postura? Nadie olvidará este gesto. Y solo es el principio.
—¿Y por esto estabas dispuesta a morir?
Ella asintió, convencida de sus ideales. Sacudí la cabeza.
—Créeme, vuestro auténtico objetivo no es ese chico de las prendas doradas. Hay otros, mucho más poderosos, que merecen vuestra atención.
—Sé lo que hombres con poder y riquezas hacen en este país en nombre de la justicia. ¿Y tú? Eres agente de los medjay. Tú eres parte del problema.
—Gracias. ¿Por qué haces esto?
—¿Por qué debo decirte algo?
—Porque si no me lo dices a mí, no haré lo que es mi intención, que es dejarte libre.
Ella me miró asombrada.
—Mi padre…
—Continúa.
—Mi padre era escriba en las oficinas del antiguo rey. En Ajtatón. Cuando yo era pequeña, nos trasladamos a la nueva ciudad. Dijo que el nuevo régimen le había ofrecido la oportunidad de ascender y una estabilidad. Y así parecía. Vivíamos bien. Teníamos las cosas bonitas que él había soñado proporcionarnos. Teníamos algunas tierras. Pero cuando todo se vino abajo, tuvimos que volver a Tebas sin nada. Le quitaron su trabajo, sus tierras y todas sus pertenencias. Eso lo destrozó. Después, una noche, alguien llamó a la puerta. Cuando la abrimos, unos soldados le estaban esperando. Le pusieron grilletes. Ni siquiera permitieron que se despidiera de nosotras. Se lo llevaron. Y nunca lo volvimos a ver.
Fue incapaz de continuar durante un momento, pero vi que era rabia, no dolor, lo que se había apoderado de ella.
—Mi madre aún le pone un plato en la mesa todas las noches. Dice que el día que deje de hacerlo, sabrá que ha muerto. Los hombres del rey nos hicieron eso. ¿Y aún te preguntas por qué le odio?
No era una historia nueva. Muchos hombres del antiguo régimen habían sufrido: trabajos forzados, desahucio y, en algunos casos, desaparición. Maridos, padres e hijos eran detenidos y sacados con grilletes, en silencio, y nunca más se los volvía a ver. También he oído historias acerca de extremidades corporales arrastradas por el Gran Río hacia el norte. De cadáveres hinchados sin ojos pescados en las redes, uñas desaparecidas, y dedos, y dientes, y lenguas.
—Lo siento.
—No tienes por qué.
Al menos, había adquirido un aspecto más o menos presentable. La conduje hasta el patio. El mayor peligro era que repararan en nosotros, pero aprovechando el caos general nos abrimos paso a toda prisa entre la multitud, pasamos bajo la entrada con su lobo tallado y desembocamos en la concurrida calle.
—Comprendo cómo te sientes. La injusticia es algo terrible, pero piensa un poco. Tu vida vale más que un simple gesto. La vida es breve. Tu madre ya ha perdido bastante. Vete a casa con ella y quédate allí —susurré.
Insistí en que me dijera su nombre y dirección, por si la necesitaba en el futuro. Y entonces, como si fuera un animal salvaje, la solté. Desapareció en la ciudad sin mirar ni una vez hacia atrás.
Era tarde cuando regresé a casa. Tot y yo atravesamos la puerta, pero en lugar de saltar a su cama del patio se quedó inmóvil, la cola levantada, escuchando con atención. Reinaba un silencio inusual en la casa. Tal vez Tanefert y los niños aún no habían vuelto de casa de Najt, pero la lámpara de aceite estaba encendida en la sala delantera, donde nunca nos sentábamos.
Me acerqué a la puerta de la cocina, la abrí con sigilo y crucé el umbral. Había otra lámpara encendida en el nicho de la pared, pero ni rastro de los niños. Me encaminé hacia la puerta que daba a la sala delantera. Tanefert estaba sentada en un taburete junto a las pinturas de la pared que todavía, después de tantos años, no habíamos podido terminar por falta de fondos. Aún no me había visto. Parecía tensa. Avancé más y vi otra sombra en el suelo. Entonces, el brazo de la sombra se movió, y yo entré a toda prisa en la sala y sujeté el brazo del hombre a su espalda.
Una copa cayó al suelo. El vino se derramó y formó un pequeño charco. Estaba contemplando el rostro condescendiente de un caballero de la élite, de edad avanzada, vestido con ropa cara, sorprendido pero sereno. Tanefert se puso de pie, como en posición de firmes. Por lo visto, mis nervios me habían traicionado.
—Buenas noches —dijo el hombre en tono irónico.
Le solté. Se reacomodó su impresionante Collar de la Alabanza dorado, de una belleza excepcional, y después observé que había caído vino sobre su túnica. Contempló la mancha roja decepcionado. Debía de ser lo peor que le había sucedido en años.
—Este caballero está esperando para verte… desde hace mucho rato.
Mi esposa parecía menos que complacida conmigo. Imaginé que no habría habido mucha conversación. Desapareció en la cocina para ir en busca de un paño y agua, y me fulminó con la mirada cuando pasó.
—Debería disculparme por aparecer así. Sin anunciarme. De manera inesperada… —dijo el hombre, con una voz baja y solemne.
—Sin más explicaciones… —añadí.
Paseó la vista por la sala. Lo que vio no le impresionó. Por fin, su mirada volvió hacia mí.
—¿Cómo continuaremos este diálogo? Me encuentro en un dilema. Un apuro…
—Un aprieto.
—Como gustes. Un aprieto. Y el aprieto es este: no puedo decirte por qué estoy aquí. Solo puedo pedirte que me acompañes a ver a alguien.
—Y no puedes decirme a quién.
—Ya veo que entiendes mi aprieto.
—Es un misterio.
—Pero he oído decir que eres un experto en misterios. Un «Buscador de Misterios». Jamás pensé que conocería a semejante persona, y sin embargo aquí estoy.
Y me dedicó su mirada más fulminante.
—Al menos, podrías decirme tu nombre y títulos —dije.
—Soy Khay. Escriba jefe, gobernador de la Casa Real. Bien, es todo cuanto puedo decirte de momento.
¿Qué estaba haciendo en mi salón un funcionario de altísimo rango, perteneciente a la aristocracia de la jerarquía de palacio, aquel día extraño de presagios y sangre? Estaba irritado conmigo mismo por sentirme tan intrigado. Serví a los dos una nueva copa de vino. Le echó un vistazo, muy poco impresionado por su calidad, pero no obstante lo bebió como si fuera agua.
—¿Me estás pidiendo que te acompañe ahora?
Asintió, casi como sin darle importancia, pero vi que me necesitaba mucho.
—Es tarde. ¿Por qué debo abandonar a mi familia, sin saber con certeza adonde voy, ni cuándo volveré?
—Puedo garantizarte tu seguridad, por supuesto. Bien, puedo garantizarte mi compromiso con tu seguridad, que supongo no es lo mismo. Y, desde luego, puedo garantizarte que volverás a casa antes de que amanezca, si así lo deseas.
—¿Y si me niego?
—Oh… Sería bastante difícil…
Su voz enmudeció.
Entonces, introdujo la mano en su vestimenta y extrajo un objeto de una bolsa de cuero.
—Mi cliente me pidió que te enseñara esto.
Era un juguete. Un hombre de madera y un perro de grandes ojos rojos, que se movían mediante hilos y poleas. Tenía una clavija. Sabía que, si girabas la clavija, los brazos del hombre se levantaban para defenderse, al tiempo que el perro se alzaba para atacarle. Lo sabía porque ya lo había visto antes, muchos años atrás, en el cuarto de los niños de la familia real. Cuando la joven reina, a la que hoy habían salpicado de sangre, era una niña.
Expliqué todo a Tanefert en la cocina. Las niñas salieron de puntillas de su habitación y se reunieron alrededor de la luz de la lámpara.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Thuyu.
—Un alto funcionario.
—¿Un alto funcionario de qué? —susurró Sejmet, emocionada por la llegada a nuestro hogar de un burócrata de verdad.
Tanefert acalló todas las preguntas y las convenció de que volvieran a sus habitaciones. Nechmet, la Dulce, se quedó quieta, sin ni siquiera mirarme. La levanté en brazos, le di un beso y prometí que llegaría a tiempo del desayuno.
—¿Adonde vas? Está oscuro.
—A ver a alguien.
—¿Por trabajo?
—Sí, por trabajo.
Asintió con seriedad, y yo se la pasé a Tanefert, quien me dirigió una de sus miradas.
—Dejaré a Tot de guardia.
Me besó con cautela y se retiró a nuestro cuarto.
Llegamos a los muelles, al punto donde cruzan los trasbordadores. De día está abarrotado de barcas y bajeles de todos los tamaños, desde pequeños botes de caña y trasbordadores de pasajeros, hasta los grandes buques comerciales del reino y los transportadores de piedra. La economía que mantiene a la ciudad floreciente y acaudalada, provista de lujos, materiales de construcción y alimentos, tiene su base aquí. Se cierran o traicionan acuerdos, y se importan o pasan de contrabando bienes de consumo. Pero de noche reina la tranquilidad. El comercio se paraliza durante las horas nocturnas, porque es muy peligroso navegar por el Gran Río después de oscurecer. Los cocodrilos surcan las aguas invisibles, disfrazan sus maniobras depredadoras en las corrientes y remolinos de las aguas negras.
Pero para volcar el bajel hermoso y perfeccionado que abordamos sería necesaria toda una horda de cocodrilos. Nos acomodamos en la privacidad del camarote, rodeado de cortinas, y guardamos silencio durante el breve trayecto. Khay me ofreció más vino, que yo rechacé. Se encogió de hombros, se sirvió una copa y se sentó a beber. Manipulé el juguete y giré la rueda para que el perro, con su pelaje erizado toscamente labrado y sus colmillos rojos, se lanzara una y otra vez sobre el hombre. Y pensé en la niña que tantos años antes me había dicho: ¡Mira! ¡Eres tú! Pero no pensaba abrir la caja cerrada de aquellos recuerdos. Todavía no. Contemplé los tejados bajos y las paredes blancas de Tebas iluminados por la luna, mientras navegábamos hacia la orilla oeste. Casi todos los habitantes de la ciudad estarían dormidos a esta hora, preparándose para regresar al día siguiente a sus perpetuas tareas. Solo aquellos que gozaban de riqueza y libertad seguirían levantados, en sus fiestas privadas de vino y placeres, cuchicheando acerca de los acontecimientos del día, la política y sus consecuencias.
No fondeamos directamente en la orilla oeste, sino que pasamos de largo de los puestos de guardia, y después enfilamos un largo y oscuro canal que corría entre los árboles y los campos, y que ahora bullía de vida. El canal, construido con las líneas rectas amadas por los ingenieros, se abría de repente a la gran cuenca en forma de T del lago Birket Habu. Bandadas de aves nocturnas disputaban sobre su superficie lisa e inmóvil. Rampas de roca labrada, que protegían el complejo circundante de edificios de las inundaciones, ocultaban a la vista el paisaje. Pero yo sabía lo que había detrás de aquellos terraplenes: el palacio de Malkata, un inmenso conjunto de edificios donde la familia real tenía sus aposentos, estrechamente vigilados, así como los de sus miles de funcionarios, autoridades y criados que trabajan para posibilitar su extraña vida. Era conocido como el «Palacio del Júbilo», pero era difícil deducir por qué aquella construcción oscura que empezaba a aparecer ante nuestra vista se había ganado un mote tan optimista. Era famosa por la complejidad y costes de su construcción, impulsada por el abuelo de Tutankhamón, y por su notable red de abastecimiento de agua potable que, según los rumores, alimentaba cuartos de baño, piscinas y jardines, incluso en el corazón del palacio. Decían que las camas estaban taraceadas de ébano, oro y plata; que los marcos de las puertas eran de oro macizo. Esas son las cosas que dice la gente acerca de los palacios de ensueño que nunca visitará.