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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (57 page)

Se hizo silencio y todos miraron a Yunus; todos, salvo el joven médico. Yunus comprendió que la decisión ya había sido tomada. No sabía si tendría sentido decir algo en contra.

—Señor —dijo—, estoy de acuerdo con mi joven colega de Salerno en que se ha formado un tumor en vuestra herida, una pústula localizada dentro de vuestro cuerpo. Puede suceder que ese tumor se abra y que la pus envenene todo el cuerpo, y que Dios ponga así fin a vuestra vida. Pero también puede ocurrir que la tumefacción involucione o se encapsule, y que dentro de tres semanas podáis estar de pie como un hombre completamente sano. Nosotros, los médicos, no podemos hacer más que reforzar las energías de vuestro cuerpo con una alimentación y unos medicamentos tonificadores, y con compresas de médula espinal y sebo de vaca. No podemos extirpar el tumor. Todos los maestros de la medicina están de acuerdo en que en ningún caso es aconsejable operar cuando se trata de una tumefacción situada muy en el interior del cuerpo.

El griego echó a Yunus una mirada cargada de fría arrogancia.

—Si he propuesto el experimento es precisamente porque conozco los riesgos de una intervención semejante. Nos será de ayuda incluso en caso de extrema necesidad, cuando Dios haya tomado su decisión y nos quede la única posibilidad de una operación.

Yunus observó al conde y a los hombres de su séquito, callados y sombríos al otro lado de la cama. Era inútil enfrascarse ante ellos en una discusión médica.

—Señor —dijo en voz baja—, pensad también que Dios podría desaprobar que se asesine a un gentil que algún día podría hallar el camino hacia Cristo.

—Yo he propuesto elegir a un pagano incorregible —respondió rápidamente el griego, y por primera vez pudo oírse en su voz un ligero nerviosismo—. ¡Un pagano incorregible! —repitió dando un mayor énfasis a sus palabras.

—También un pagano incorregible podría aceptar algún día el bautismo, para salvar su alma —dijo Yunus serenamente, sin quitar los ojos del conde—. Pensad, señor, que, el Día del Juicio, Dios podría reclamaros su alma. —Calló y por unos instantes volvió a reinar el silencio. Pero esta vez eran las palabras de Yunus las que habían calado hondo.

El conde miró en busca de ayuda a su capellán, que se encontraba de pie a la cabecera de la cama.

—Ya has oído lo que ha dicho. ¿Y bien? ¿Es cierto lo que afirma?

Eh capellán hizo rápidamente la señal de la cruz. Era un anciano al que ya no le hacía falta afeitarse la tonsura y cuyas mejillas colgaban fláccidas bajo unos ojos brillantes de mirada extrañamente infantil.

—Sólo Dios sabe… —empezó a decir, vacilante.

—No quiero saber lo que Dios sabe, quiero conocer tu opinión —lo interrumpió bruscamente el conde. Estaba inseguro. Era evidente que temía por su vida, pero también temía por la salvación de su alma.

El capellán se inclinó sobre su oído y le susurró algo. Yunus no pudo entender lo que dijo. Esperó a que el capellán volviera a enderezarse y añadió rápidamente:

—Señor, yo puedo haceros una propuesta que os evitará tomar una decisión que quizá pueda atentar contra la gracia de Dios. Os propongo que hagáis el experimento con un animal, en lugar de con una persona.

—¿Con un animal? —le salió al paso el griego, en manifiesto desacuerdo—. ¿Cómo podría utilizar un animal, que tiene una estructura corporal completamente distinta…?

—Obviamente, habría que elegir un animal que se parezca en cierta medida al ser humano —interrumpió Yunus. Pensó febrilmente qué tipo de animal podía proponer. Tenía que ser un animal que pudiera conseguirse con facilidad. Pensó en los monos disfrazados que llevaban consigo algunos juglares, pero la idea no le pareció buena. El conde podía sentirse ofendido. Un animal doméstico tampoco serviría. Yunus sintió que todas las miradas se dirigían hacia él, y estaba a punto de proponer a los monos, cuando pensar en los juglares le dio la idea salvadora—: Podríamos utilizar un oso. —Hacía poco había visto en el campamento a un domador con dos osos bailarines amaestrados—. El oso no sólo tiene un tamaño similar al de un hombre, sino que, además, tiene la capacidad de andar erguido, como el ser humano.

El griego abarcó de una rápida ojeada al conde y a los señores de su séquito. Sabía que había perdido.

—La propuesta es aceptable —dijo finalmente el joven médico, inclinándose ligeramente ante Yunus.

El conde estaba visiblemente aliviado. Como despedida, hizo entregar a Yunus un gran jamón de cerdo. El pequeño país que gobernaba estaba en lo alto de las montañas, al norte de Lérida, y lo componían unos pocos valles de alta montaña habitados por pastores y pequeños campesinos. Como probaba aquel regalo, tampoco él, al parecer, había viajado hasta mucho más allá de las fronteras de su pequeño condado.

Aún era de día cuando Yunus regresó al campamento. Pero ahora empezaba ya a anochecer. Los carpinteros habían construido una tribuna en el espacio libre que se extendía ante la tienda del sire, y ahora estaban atando antorchas a los postes levantados en las esquinas. Al legado le encantaba hacer sus discursos al anochecer. Por lo visto, era consciente de que su aspecto físico era menos impresionante que su voz. Yunus se apresuró a llegar a su choza.

Más tarde, cuando Yunus e Ibn Eh se habían sentado a comer, empezó a llegar hasta ellos la voz sonora y plena del legado. La dirección del viento les permitía escuchar cada palabra. Sonaba como si el legado se encontrara al lado de su choza.

Su sermón era fustigante y guerrero. Llamaba a sus oyentes «soldados de San Pedro», «soldados de Nuestro Señor Jesucristo», hablaba de «guerra santa contra los impíos» y afirmaba que cada uno de cuantos dejaran la vida luchando contra los sarracenos sería un «mártir en Cristo». Luego, elevando la voz, anunció un mensaje de su señor, el obispo de Roma, según el cual todo aquel que tomara parte en la lucha contra los impíos se haría merecedor de un indulto, que lo absolvería de todos sus pecados.

—¡Dejad que Cristo sea vuestro abanderado! —gritó—. ¡Permitid que Cristo marche frente a vosotros y venceréis a los paganos!

Yunus recordó una larga charla que había mantenido con el infirmarius en Conques. El joven monje le había hablado, lleno de radiante esperanza, sobre los esfuerzos que hacía la Iglesia para abolir las guerras. Abades y obispos se habían unido para obligar a la nobleza guerrera a mantener la paz. Según el infirmarius, ya se había promulgado una Paz de Dios, que protegía de cualquier ataque a mujeres y niños, campesinos y clérigos, y que prohibía a los nobles amantes de la guerra empuñar las armas desde el inicio del Adviento hasta la Epifanía y desde el inicio de la Cuaresma hasta la Pascua. Y el resto del año sólo estaba permitido emplear las armas desde el amanecer del lunes hasta la puesta de sol del miércoles, esto es, no más de noventa días al año. La profecía de Isaías se había cumplido, las espadas serían refundidas para fabricar rejas de arado; las puntas de lanza, para fabricar podaderas. El reino de Dios estaba cerca, paz en la Tierra.

Yunus le había preguntado qué pasaría si los señores laicos desoían el mandato de paz de la Iglesia. En ese caso, ¿no tendría la propia Iglesia que empuñar las armas para obligar a las fuerzas en guerra a mantener sus armas en paz? ¿No tendrían que emprender la guerra esos mismos abades y obispos que predicaban la paz?

Tendrían que hacerlo, había concedido el infirmarius. Lamentable y necesariamente, durante un periodo de transición, hasta que todas las regiones estuvieran en paz, hasta que todas las armas reposaran. Pero entonces se habría alcanzado la última victoria, el hermano ya no lucharía contra el hermano, el criado ya no se enfrentaría al amo, el vecino no atacaría al vecino. El campesino podría trabajar sus tierras sin ser molestado, peregrinos y comerciantes podrían viajar sin temor, los que vivían en ciudades ya no necesitarían esconderse detrás de murallas. Habría paz entre los hombres; muy pronto, ellos mismos serian testigos.

El joven monje había pintado con sincero entusiasmo la imagen de un mundo en paz. Aquella vez, Yunus no había tenido corazón para destruir sus ilusiones, y se había guardado para si sus reservas.

No, no habría paz en la Tierra. Tampoco la Iglesia cristiana vencería a la guerra, al menos no mientras ella misma guerreara contra la guerra. La guerra era más antigua que la Iglesia, era una parte maligna de la herencia humana, una enfermedad que atacaba a los poderosos y a los ávidos de poder, y contra la cual no existía medicamento alguno. Los abades y obispos lo sabían bien, como lo sabían igualmente el Papa y su legado, que ahora anunciaba su mensaje desde el púlpito. No predicaban contra la guerra en sí, sino únicamente contra la guerra entre cristianos. Dejaban una vía de escape a los señores amantes de la guerra. Decían: seguid guerreando en paz, pero no luchéis entre vosotros, cristianos contra cristianos, sino contra los enemigos de Cristo, contra los otros, los paganos, los sarracenos impíos.

En Francia, Yunus se había enterado, con gran sorpresa, que la Iglesia cristiana exigía a los señores que hacían la guerra y a sus vasallos que hicieran penitencia tras cada combate. El que había matado a un enemigo en el campo de batalla tenía que guardar un año de ayuno, y cuarenta días de ayuno por cada herido. Un arquero, que no podía saber si había matado al enemigo o si sólo lo había herido, tenía que ayunar tres veces cuarenta días. A un mercenario que luchaba únicamente por dinero le correspondía la misma penitencia que a un vulgar asesino: tenía que hacer una peregrinación a Roma, Santiago o Jerusalén para expiar el pecado mortal que representaba el asesinato cometido. Naturalmente, no siempre se cumplían estas penitencias, como habían reconocido ante Yunus. Los vasallos hacían caso omiso, los señores compraban la exención con un donativo al monasterio correspondiente y dejaban que los monjes ayunaran en su lugar. Pero la Iglesia reivindicaba una y otra vez estas penitencias, condenaba las acciones violentas de la guerra y las gravaba con distintas penas.

Ahora, en la lucha contra los impíos, todo aquello había perdido su validez. Había guerras y guerras, y no todas debían medirse con el mismo rasero. La guerra contra los sarracenos era más bien una obra piadosa, grata a los ojos de Dios, santa. Los propios sacerdotes convocaban a esta guerra santa, y en esto no se diferenciaban de los imanes musulmanes, que antes de la batalla prometían a los soldados que si caían se habrían ganado el paraíso. Ahora, allí afuera, el legado del Papa estaba prometiendo exactamente lo mismo:

—A quien toque en suerte morir en la lucha contra los impíos, con el rostro vuelto hacia el enemigo, a ése le serán perdonados sus pecados, será acogido por Dios y le serán abiertas las puertas del paraíso.

Yunus todavía recordaba bien cuán hondamente lo había impresionado el mensaje de paz de Jesús de Nazaret cuando leyó por primera vez los Evangelios, hacía ya muchos años. Ahora, un sacerdote cristiano estaba presentando a ese mismo Jesús como abanderado, como un caudillo que guía a sus soldados a la batalla. Eso era lo malo de esa religión, que exigía demasiado a los hombres. Elevaba pretensiones mucho más altas de las que el hombre podía satisfacer, condenándolo con ello al hábito de mentir, haciendo de él, inevitablemente, un pecador.

El legado terminó su discurso con una oración en la que sus oyentes respondían de tanto en tanto con un sordo estribillo. Hacia mucho rato que ya era de noche. Ibn Eh se retiró a dormir. Yunus se quedó sentado afuera, solo, mirando en silencio la oscuridad. Mientras rezaba la oración de la noche, le parecía tener aún en los oídos las palabras del legado, y al pronunciar el antiguo lamento por la pérdida de Jerusalén y el desfallecimiento de su pueblo, sintió no sólo tristeza, sino también consuelo. Quizá su pueblo era débil y estaba disperso por todo el mundo, pero precisamente esa debilidad lo protegía de aquella enfermedad que era la guerra.

Al día siguiente, cuando Yunus llegó al campamento del conde, junto a la tienda de éste había una armazón de madera toscamente construida. Sobre esta armazón habían atado firmemente a un oso, tumbado de espaldas y con las patas delanteras extendidas. Era un animal del tamaño de un hombre. El oso movía la cabeza con la misma infatigable torpeza con que los osos bailarines adelantaban una pata tras otra al son del tambor de su domador. Intentaba en vano llegar con el hocico a la herida que le habían abierto. Un grillo asegurado alrededor de su cuello se lo impedía. Con cada movimiento de su cabeza pesada e hirsuta soltaba un profundo gruñido que le nacía en el pecho, y que no parecía tanto un grito de dolor, como un rugido de impotente furia.

27
BARBASTRO

VIERNES 21 DE RADJAB, 456

22 DE AB, 4824 / 9 DE JULIO, 1064

La gran mezquita estaba rebosante de gente, cuarenta hileras de cincuenta hombres cada una. Toda la ciudad parecía haberse reunido allí. En la primera hilera, frente a la pared de Quibla, habían dejado unos sitios libres para el qa'id y su séquito. Cuando éste ocupó su lugar, se formó un ligero barullo, y los hombres de las últimas hileras alargaron el pescuezo, pero ello era más bien un gesto de curiosidad que un síntoma de malestar. No se habían tomado medidas de precaución de ningún tipo; los hombres del qa'id no llevaban armas bajo sus capotes. En caso de que el comandante del castillo tuviera enemigos dentro de la ciudad, no necesitaba, al parecer, preocuparse de ellos.

Ibn Ammar se sentía obnubilado cuando entró en la gran nave. La visión de tanta gente, el sordo y burbujeante murmullo de voces, le parecían misteriosamente amenazantes, le producían casi pánico tras las largas semanas de soledad en su prisión. Se alegró de que empezara la oración.

Todavía no sabía a qué circunstancias debía agradecer su sorprendente puesta en libertad. Esa mañana había sido despertado antes del amanecer, contra lo habitual. El criado le había traído una segunda jarra de agua y una esponja, de modo que había podido lavarse por primera vez, al menos lo imprescindible. Luego, un barbero le había recortado el cabello y la barba y lo había peinado, y hacia el mediodía se había presentado el sobrino del qa'id con ropa limpia y lo había llevado al patio del castillo, donde se había reunido el séquito del qa'id para ir a la mezquita.

Ibn Ammar había intentado averiguar algo de boca de aquel joven, pero éste no había contestado a ninguna de sus preguntas. Ni siquiera sabía qué había pasado con el sitio de la ciudad. Sólo una vez había podido escuchar una conversación entre dos guardias, por la que se había enterado de que el suburbio había caído. Intentó dirigir sus pensamientos hacia alguna otra cosa; era absurdo perderse en suposiciones, y ya había cavilado demasiado sin llegar a ninguna conclusión. Un hombre subió al púlpito, e Ibn Ammar necesitó un rato para darse cuenta de que se trataba del qadi de Barbastro, a quien ya había visto una vez en el madjlis del comandante del castillo.

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