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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (54 page)

Yunus cerró el cuaderno y lo guardó junto con los utensilios de escritura en una jarra de barro, que metió en un agujero cavado en el suelo de la choza de esteras en la que vivía con Ibn Eh. Luego volvió a colocar la alfombra de césped que ocultaba el agujero y la pisoteó para asegurarla. En el campamento, todo lo que no estaba cuidadosamente oculto o vigilado terminaba siendo robado. Los soldados también habían demostrado poseer un gran talento en este sentido.

Cuando salió de la choza, el sol estaba tan bajo que ya no cegaba la vista. Se sentó a la entrada de la choza y observó a Lope, que estaba ensillando el caballo del hidalgo. La silla que ponía al caballo era la de pelea, con el respaldo alto. Al parecer, también el hidalgo preparaba algo. Tal vez sabía más de lo que había dicho.

Ibn Eh venia de la puerta norte, por la ancha calle del campamento. Yunus salió a su encuentro. El comerciante se había marchado a primera hora de la mañana; esos últimos días había andado mucho por los distintos campamentos, donde, al parecer, había encontrado muchos comerciantes.

—Yo tenía razón —dijo Ibn Eh en hebreo sin esperar la pregunta—. Esto se pone en marcha. Mañana al amanecer.

Yunus sabía que Ibn Eh se había puesto en contacto con dos judíos de Barcelona que tenían negocios con el conde de Urgel y que se habían reunido en el campamento del conde hacía seis días. Ibn Eh siempre encontraba fuentes de información fiables.

—Un ataque al amanecer, sólo con escalas, ¿puede tener éxito? —preguntó Yunus, dudándolo—. ¿Acaso en el suburbio no saben también desde hace tiempo que se está cocinando un ataque?

—Supongo que lo saben —dijo Ibn Eh—. Pero, a pesar de ello, la gente con la que he hablado está convencida de que el suburbio caerá. Supongo que el conde de Urgel ha tomado sus precauciones. En el suburbio hay una gran comunidad cristiana, en la que probablemente se encuentran también algunas familias de Urgel. El conde les ha garantizado un trato indulgente; a cambio, un sector de la palizada, cuya defensa corresponde a los cristianos, se rendirá sin luchar. Más o menos así es como sucederá todo.

Siguieron caminando el uno al lado del otro, en silencio.

—¿Y después? —preguntó Yunus—. ¿Que ocurrirá después?

Ibn Eh vaciló antes de responder.

—Espero que después se dé por terminada la guerra —dijo finalmente—. Harán un muy buen botín, que alcanzará para todos aunque el conde de Urgel sólo ceda una parte. Y después no tardarán en decidir que la ciudad no es tan fácil de conquistar como el suburbio, y se retirarán. Ninguno de los hombres que rodean al conde creen posible tomar la ciudad.

Cuando llegaron a la puerta de su cabaña, parte del sol ya se había hundido en el horizonte. El hidalgo y su mozo pasaron junto a ellos. Ambos a caballo, ambos bien armados. El hidalgo los saludó:

—Pronto tendrá trabajo, hakim —gritó riendo.

Yunus e Ibn Eh los siguieron con la mirada.

—La noche de los saqueadores —dijo Ibn Eh en voz baja—. Pobre gente, la del suburbio. Que Dios los ampare.

Uno de los dos centinelas de la torre levantada junto a la puerta del campamento se inclinó sobre el pretil y gritó hacia abajo:

—¡Eh, viejo! ¿Cómo ha ido? ¿Una noche caliente? ¿Todavía la tienes tiesa?

El capitán no respondió. Iba sentado perezosamente en su silla de montar. Lope lo observaba desde su caballo, que mantenía medio cuerpo por detrás de la montura del capitán, como estaba prescrito. Eh capitán había pasado casi todo el día tumbado en su camastro, maltrecho y malhumorado. No había dejado de incordiar a Lope y al cabañero encomendándoles una tarea tras otra: que trajeran agua fresca, que lo abanicaran, que ahumaran la cabaña con enebro, que fueran a por el hakim. Había estado de tan mal humor como no lo estaba desde hacía mucho tiempo. Pero Lope lo había soportado con paciencia. Él se sentía bien. Por la mañana, cuando volvieron al campamento y descubrió que la maldita puta había conseguido arrebatarle el dinar de oro, Lope casi había llorado de rabia. Pero ahora aquello ya estaba olvidado, ya no le importaba. Se sentía mejor que nunca. Algo había cambiado. El capitán ya no era tan grande. Y él mismo ya no era tan pequeño ante el capitán. Llevaba la cabeza alta.

Se unieron a los otros, que ya estaban reunidos a las puertas del campamento. El sire había ordenado a la guardia aumentar al triple las fortificaciones de la torre de asedio. La palizada del lado posterior de la fortificación aún no estaba completamente cerrada, y se temía que los moros de la ciudad pudieran emprender un ataque para destruir la construcción. Todo el mundo sabía que algo sucedería esa noche. Los arqueros tenían orden de disparar a cualquiera que se alejara del campamento o de las fortificaciones sin permiso.

Lope se echó a dormir cerca de la torre en construcción, abrigado del viento por una pila de maderos, junto a los dos caballos. Cuando lo despertaron, al empezar la tercera guardia, seguía con sueño, pero el viento fresco de la noche no tardó en despejarlo. El cielo estaba poblado de estrellas. Desde el pasadizo de la palizada se veía toda Barbastro: las torres del al–Qasr, la línea dentada de las murallas, la esbelta silueta del minarete de la gran mezquita que se levantaba tras la puerta de la ciudad. Abajo, en el valle, el suburbio se desvanecía en la oscuridad. Tampoco se veía luz en el campamento del conde de Urgel, ni en los de los franceses. Ni un resplandor, ni un ruido que dieran indicios del esperado ataque.

La luz de la luna menguante salió lentamente de su escondite tras las crestas montañosas del este. Entretanto, la mayoría de las guardias se habían reunido en la esquina noreste de las fortificaciones, que era desde donde mejor se veían el valle y el suburbio, y, aunque seguía sin verse nada especial, subieron al pasadizo y a la plataforma de la torre varios hombres a los que no les correspondía esa guardia, todos presa de un tenso nerviosismo.

La luna perdió paulatinamente su frío y tenue resplandor, y el perfil de las montañas empezó a contrastar intensamente con el cielo. De pronto, llegó desde el suburbio el redoble inquieto de un tambor, que fue seguido poco después por señales de trompeta y el repique frenético de un gong de madera. Todos supieron que el ataque había comenzado.

El cielo clareaba rápidamente, y los ruidos del nuevo día ya empezaban a sonar. Canto de gallos, rebuznos, ladridos, el trinar matutino de los pájaros, y sobre todos estos pacíficos sonidos de la naturaleza que despierta se levantaba, cada vez con más violencia, un estruendo indeterminado, que se abría paso desde el fondo del valle: multitud de gritos, señales de trompeta y el sordo tronar de centenares de tambores. Y a través de la neblina que la suave brisa llevaba lentamente río arriba, poco a poco, Lope y los demás guardias vieron qué estaba ocurriendo allí abajo.

Vieron que los hombres del conde de Tolosa avanzaban hacia el suburbio por la orilla del río. Los días anteriores habían abierto allí un pasillo a través de las huertas, talando árboles frutales y derribando los muros que delimitaban las huertas. Por ese pasillo avanzaban ahora, llevando fajinas en asnos y carros cargados hasta el tope. A ochenta pasos de la palizada se había levantado una pared de piedra, donde descargaban los hatillos de ramas secas. Otros hombres llevaban estas fajinas hasta la palizada, sosteniéndolas contra su pecho para protegerse de las flechas, las arrojaban al foso paralelo a la palizada, corrían de regreso cubriéndose la espalda con un escudo largo, y cogían nuevas fajinas. En un punto, el foso ya estaba lleno, formando un acceso de diez o quince pasos de ancho, y el montón de ramas crecía ostensiblemente. Arqueros se habían apostado a mitad de camino entre la pared de piedra y la palizada, protegidos tras escudos fijos, y mantenían a los defensores del suburbio bajo una constante lluvia de flechas. Mucho más atrás, entre las huertas, los lanceros esperaban el momento de entrar en acción.

Lope observaba el ataque con nerviosa expectación. Veía que la gente de la ciudad formaba cadenas para llevar cubos de agua a la palizada y vaciarlos sobre los montones de fajinas; veía también que los franceses arrojaban antorchas encendidas a las fajinas, y que empezaba a levantarse una gran cantidad de humo negro amarillento, que envolvía la palizada y flotaba hacia el interior del suburbio en densos nubarrones. Era como un juego extrañamente irreal. Hombres diminutos corrían de aquí para allá; a veces uno caía al suelo y no volvía a levantarse, entonces venían otros y se lo llevaban a rastras. No se veían las flechas que volaban de un lado a otro, y el fragor del combate llegaba muy atenuado. Aquello no parecía una batalla, sino más bien un juego de niños. Tampoco parecían tomárselo en serio ni el capitán ni los normandos que estaban con él. Empezaron a acompañar los esfuerzos de los franceses con comentarios críticos. Que si el viento era demasiado débil como para avivar lo bastante el fuego, que si la gente del suburbio tenía suficiente agua para apagarlo, que si todo el ataque estaba condenado de antemano al fracaso. Se burlaban del joven conde de Tolosa, que al cabalgar llevaba siempre un halcón en el puño, se hacía acompañar por tres capellanes y cargaba consigo un pesado arcón lleno de reliquias, que al parecer debían ayudarlo en el sitio. Podían verlo desde allí, rezagado, a una distancia prudente de sus tropas, protegido entre unos árboles. Con él estaban su portaestandarte y los señores de su séquito; los tres capellanes, vestidos con blancas albas y rodeados por acólitos, estaban arrodillados ante el arcón.

—Deberían arrojar ese maldito arcón al fuego, a lo mejor así conseguirían seguir el avance —dijo uno de los normandos, y los otros soltaron sonoras carcajadas, como si hubiera hecho un buen chiste.

El cielo se acharaba rápidamente, y de pronto hubo en el aire un sonido nuevo, primero casi imperceptible, luego cada vez más fuerte, hasta convertirse en un ruido ensordecedor. Lope nunca había oído nada similar, aguzó el oído presa de una gran inquietud, ni siquiera podía determinar exactamente de dónde procedía aquel extraño fragor, hasta que uno de los normandos señaló con el brazo extendido la pendiente opuesta, al otro lado del río.

—Allí —dijo el normando—. ¡Allí vienen!

Y en ese mismo instante lo vio también Lope. Toda la pendiente se movía como un desprendimiento de tierra que cayese sobre el suburbio.

Montones de hombres alineados, provistos de escalas y fajinas, hachas y lanzas, de los cuales los más adelantados desaparecían ya tras la densa cortina de humo que flotaba sobre el suburbio. Centenares de hombres que bajaban por la pendiente lanzando gritos de guerra. Era la gente del conde de Urgel. Tenían frente a sí el río y la palizada, pero cargaban como si nada pudiera detenerlos.

Ahora todos observaban en silencio. El humo flotaba tan bajo sobre la ciudad que ya apenas podían verse el río y la palizada. Los primeros atacantes ya debían de estar muy cerca. Luego la cortina de humo se levantó por un breve instante y pudieron ver cómo llegaban los atacantes a la palizada, echaban las escalas y se dejaban caer en el interior; rebasaban la palizada como leche demasiado hervida que se derrama de la olla. Entonces los nubarrones de humo volvieron a interponerse, impidiendo la visibilidad. Pero todos lo habían visto, no cabía la menor duda: los hombres del conde de Urgel estaban dentro del suburbio; todo un sector de la palizada, delimitado por dos torres, parecía haber caído en sus manos.

El griterío se hizo aún más intenso, llenó todo el suburbio. Lope y los otros sabían qué estaba sucediendo ahora bajo esa cortina de humo. Se habían pasado semanas vigilando el suburbio. Habían visto la muchedumbre de personas que allí se hacinaban: miles de fugitivos que habían buscado protección tras las palizadas, llevando consigo todos sus enseres y pertenencias, además de los habitantes habituales con todas sus cosas. Y ahora todo parecía haber caído en manos del conde de Urgel y sus hombres. Lope casi veía cómo les subía la sangre a la cabeza a los hombres que estaban con él, cómo los embargaba la codicia.

En la palizada, junto al humeante montón de madera acumulado por los franceses, aparecieron los primeros fugitivos, que bajaban al foso con cuerdas, intentaban escabullirse por las huertas, y corrían como liebres cuando los lanceros del conde de Tolosa los descubrían y salían tras ellos. Luego, de repente, oyeron ruido de cascos y vieron salir del campamento una tropa de jinetes, quince o veinte caballos, que, a galope tendido, tomaron el camino del río. Los hombres de la guardia se miraron unos a otros. La pregunta ya no era si saldrían a cobrar su parte en el botín, sino quiénes de ellos se quedarían a vigilar las fortificaciones.

—¡Estáis locos! ¡No podéis hacer eso! —gritó uno de los más viejos; pero para entonces los dos normandos que habían estado fanfarroneando antes ya se encontraban en la escotilla y se disponían a bajar por la escala.

—¡Cierra el pico, viejo!

El capitán fue tras ellos. Lope quiso seguirlo, pero el viejo se interpuso ante la escotilla con la espada desenvainada y no dejó bajar a nadie más. Los mozos de los dos normandos también tuvieron que quedarse arriba. Y desde arriba vieron cómo el capitán y los otros montaban de un salto y salían a todo galope hacia la puerta posterior. Otros muchos querían salir también, venían de todos los rincones de la fortificación. Todo el que tenía un caballo quería salir, y hasta un par de arqueros que pretendían atacar a pie. Hicieron a un lado a los guardias de la puerta y salieron hacia el río envueltos en una nube de polvo; treinta hombres, como mínimo, la mitad de la guardia de las fortificaciones.

Eh viejo ordenó con estridentes voces a los guardias de la puerta que cerraran de una vez y mataran a todo el que pretendiera imitar a los otros, y, con angustiadas prisas, empezó a distribuir a los hombres que quedaban en los distintos bastiones y adarves. Puso en pie a todo el que tenía piernas, hasta a los carpinteros de la obra. A Lope lo envió a la torre cantonera que se levantaba justo frente a la puerta de la ciudad, encargándole que no perdiera de vista a los moros apostados en las murallas y que comunicara inmediatamente cualquier movimiento sospechoso.

El sol se levantó sobre las montañas del este. El suburbio continuaba sumido en una densa humareda, de modo que era imposible ver si la gente de Urgel ya se había apoderado de él o si aún estaban combatiendo. Seguían saliendo fugitivos por la palizada, pero Lope, desde su nueva perspectiva, no veía si luego eran atrapados. Tampoco veía a los hombres que habían salido en busca de un botín.

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