—Hombres de Barbastro! ¡Oh, valerosos compañeros de armas y defensores de esta ciudad, escuchad lo que tengo que deciros! —gritó el qadi sobre las cabezas de la multitud. Su voz sonaba extrañamente fría, a pesar de que él se esforzaba en darle un tono apasionado—. Dios ha oído nuestras oraciones. Nos ha dado una señal de que se inclina de nuestro lado en la lucha; ha fulminado a nuestro enemigo. Esta noche, Ermengol, el conde de Urgel, el maldito rebelde que ha de pudrirse en el infierno, ha huido vergonzosamente. Según se nos ha informado, esta noche ha abandonado su campamento en secreto, muerto o moribundo, y con él sus malditos hombres, los pocos que escaparon a nuestra espada.
Brotó una ola de júbilo, que se duplicó cuando la noticia fue transmitida también a los hombres de las últimas hileras, quienes no habían llegado a oir las palabras del qadi. Fuertes aclamaciones y gritos. Todos se acercaron más al púlpito. Ya apenas podía entenderse lo que decía el qadi.
—El conde de Urgel es solamente el primero que abandona la lucha, hombres de Barbastro. Los otros lo seguirán y emprenderán la huida como el maldito Ermengol. ¡Dios es grande, Dios los aniquilará, y nosotros seremos el brazo que usará Dios para aniquilarlos!
Sus últimas palabras pasaron inadvertidas entre los gritos de júbilo. Cada vez entraban más hombres en la mezquita, dándose abrazos y agolpándose en un apretado ovillo alrededor del púlpito. Los hombres del qa'id habían formado un circulo alrededor de su señor, para protegerlo de la embestida de la multitud. De pronto, Ibn Ammar se encontró solo en un extremo de la gran nave; era el único que no tenía motivo de celebración, el único que quedaba excluido del entusiasmo general.
¿Qué le importaba a él la noticia de la retirada del conde? ¿Qué podía esperar de aquello? Lo habían puesto en libertad. Por lo visto, el qa'id ya no tenía nada que temer. Si él y el qadi tenían algún adversario político dentro de la ciudad, ya lo habían silenciado. La lucha común había unido a la ciudad. Si el enemigo realmente se retiraba, los dos hombres más influyentes de la ciudad serían inamovibles de sus cargos, y mucho más poderosos que antes. Los cálculos hechos por Abú'l–Fadl Hasdai, el visir judío del príncipe de Zaragoza, no habían sido acertados. El señor de Lérida no había enviado ejército alguno. La ciudad no estaba tan amenazada como para tener que pedir ayuda al príncipe de Zaragoza. Había rechazado el ataque con sus propios medios, había logrado conservar su independencia, y ahora estaba en situación de imponer sus condiciones, lo mismo si en un futuro reconocía la soberanía del señor de Lérida, como si reconocía la del príncipe de Zaragoza.
De regreso al al–Qasr se asignó a Ibn Ammar una habitación propia, situada en un antepatio lindante con la muralla que separaba el castillo de la parte alta de la ciudad. Ahora Ibn Ammar recibía el trato de un huésped, ya no el de un prisionero. Podía moverse libremente dentro de los limites del al–Qasr. Incluso estaba invitado a una recepción que daría el qa'id esa noche. Cuando expresó el deseo de ver las instalaciones defensivas del castillo, el sobrino del qa'id lo acompañó a hacer un recorrido.
Él cerco aún no se había levantado. Los campamentos enemigos seguían allí, y el espacio libre alrededor de las murallas estaba vacío. Nada parecía indicar una retirada. Hasta donde podía verse desde allí arriba, el suburbio parecía completamente desierto. Al parecer se había producido un gran incendio, pues la mayor parte de las casas habían quedado reducidas a cenizas. Sobre la torre que vigilaba el puente del Vero ondeaba una bandera extranjera. La ciudad ya no tenía acceso al río.
—¿Cómo tenéis el asunto del agua? —preguntó Ibn Ammar.
El sobrino del qa'id lo llevó al patio interior del castillo, un amplio patio empedrado rodeado por altos edificios. En el rincón que daba al sureste, al fondo, había un pozo cubierto por una cúpula que sostenían unas columnas de piedra.
—El pozo es de la época de los romanos —explicó el sobrino del qa'id—. Tiene sesenta varas de profundidad. Abajo hay un canal que lleva suficiente agua. No tenemos problemas de agua.
En torno al pozo se apilaban montones de rocalla, entre los cuales estaban trabajando unos cuantos picapedreros. Aguadores esperaban a que se llenaran sus odres. Alrededor del caño del pozo se había abierto una zanja de cuatro hombres de profundidad, encofrada con tablones de madera. Dos hombres hacían girar una manivela, con la que bajaron hasta el fondo y volvieron a subir un gran cangilón de cuero. El caño del pozo caía en vertical hasta el fondo. Estaba revestido de grandes sillares bien trabajados, y no medía más de una vara de diámetro.
—Desde que los francos destruyeron la rueda de cangilones que está junto al puente, y desde que el suburbio está en sus manos, tenemos que abastecer de agua a la gente de la ciudad con este pozo —dijo el sobrino del qa'id—. Mi tío ha ordenado ensanchar la abertura del pozo, para que podamos sacar más agua en menos tiempo. Hay la suficiente.
Por un instante cesó el ruido de las obras, y pudo escucharse el murmullo que subía del fondo. El pozo debía de estar provisto de una enorme noria.
Ibn Animar y el sobrino del qa'id siguieron a dos aguadores hacia el patio exterior del castillo. Otros aguadores, cargados de odres vacíos, hacían el camino contrario. El cielo estaba despejado y el sol quemaba. Ibn Ammar se retiró a su habitación para pasar las horas del mediodía bajo el frescor de la casa.
En algún momento, ya en la tarde, se despertó sobresaltado. Un extraño nerviosismo impregnaba el aire. Desde fuera llegaban gritos excitados, y en el patio algunos hombres corrían hacia la puerta interior. Ibn Ammar fue tras ellos, obedeciendo más a una intuición que a una idea clara. Al llegar al patio interior, vio que media guarnición se había reunido alrededor del pozo, entre ellos unos obreros gesticulantes. La zanja que habían abierto estaba rodeada de gente. Un hombre gritaba una y otra vez la misma jaculatoria:
—¡Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso!
Se oyó una voz hueca que parecía salir también del caño del pozo, y otras voces respondieron desde el fondo de la zanja. Por todas partes, rostros desconcertados, preguntas susurradas:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?
Nadie parecía conocer la respuesta, ni siquiera los que estaban al borde de la zanja, que sólo tenían explicaciones insuficientes. Al parecer, algo había caído en el pozo, tapando el caño. El cangilón colgaba vacío de la manivela.
Ibn Ammar vio que el qa'id venia de la torre en la que se encontraban sus habitaciones, escoltado por un enjambre de hombres. El circulo humano cerrado alrededor de la zanja se abrió. Los hombres hicieron sitio, en silencio, y en silencio observaron cómo el qa'id bajaba a la zanja por una pequeña escalinata. Ibn Ammar se alejó sin llamar la atención. Nuevamente, lo hizo siguiendo su instinto, no un razonamiento consciente.
El antepatio exterior estaba desierto. Junto a la puerta había un único centinela, que no hizo ninguna pregunta cuando Ibn Ammar dio el santo y seña, que conocía por haberlo oído durante su paseo con el sobrino del qa'id. Lo dejaron pasar sin problemas.
Ante la puerta se abría una pequeña plaza, de la que partían tres caminos: a izquierda y derecha, dos amplias calles de tierra paralelas a las murallas; en el centro, una calle empedrada que conducía a la ciudad. Ibn Ammar tomó la calle de la derecha y, cuarenta pasos más allá, giró por un estrecho pasaje que se bifurcaba entre la maraña de casas. Paredes blancas y sin ventanas, puertas significativamente cerradas. Unos cuantos adolescentes, dos ancianas sin velo, que lo miraron con curiosidad al verlo pasar apresurado. Ibn Ammar se obligó a andar más despacio, no quería llamar la atención. Su inteligencia empezó a trabajar de nuevo, despejada y perspicaz. En la ciudad sería posible encontrar personas que pudieran ayudarlo, hombres que estuvieran a favor del príncipe. Tenía en la cabeza los nombres que le había dado Abú'l–Fadl Hasdai, pero ¿cómo encontrar a esos hombres? No podía simplemente preguntar por ellos, pues cuando el qa'id enviara sus hombres por él, a éstos les resultaría muy sencillo seguirle el rastro. Un extranjero que pregunta por una dirección, y en una ciudad sitiada, siempre es sospechoso. Todo aquel a quien preguntara se acordaría de él.
Dos hombres se acercaban hacia él. Por el corte de la barba, podían ser judíos, pero Ibn Ammar no estaba completamente seguro. Si lograba encontrar el barrio de la ciudad en el que vivían los judíos, y la casa del nasí de la comunidad judía, entonces quizá pudiera hacer perder el rastro a los hombres del qa'id. Era de los judíos de quienes más podía fiarse, como le había dicho también el visir. En todas partes, los judíos eran los siervos más leales del príncipe, y en casi todas las ciudades vivían en casas cercanas al al–Qasr. ¿Por qué no también en Barbastro? Tal vez se encontraba ya en el barrio judío. En las puertas no había escritos versículos piadosos del Corán, habituales en las casas de los musulmanes.
Preguntó a dos muchachos dónde estaba la sinagoga. Los chicos señalaron una estrecha puerta en el extremo de la calle. Ibn Ammar pasó frente a la puerta de la sinagoga sin detenerse, dobló en la siguiente travesía y se detuvo ante la tercera casa, en la que había un balcón tallado con especial finura. Llamó a la puerta.
Un joven asomó por la pequeña mirilla abierta sobre la aldaba.
—Shalom —dijo Ibn Ammar. El muchacho devolvió el saludo. Era una casa judía, como Ibn Ammar había supuesto—. Déjame entrar —añadió rápidamente—. Vengo de Zaragoza. Soy un mensajero de Abú'l–Fadl Hasdai, el visir. Tengo noticias urgentes para el nasí de vuestra comunidad.
El muchacho cerró la mirilla sin decir nada. Ibn Ammar ya pensaba que lo habían rechazado cuando, de pronto, se abrió la pequeña puerta de entrada y el muchacho lo hizo pasar.
—Os ruego que esperéis aquí hasta que avise a mi padre —dijo cortésmente el muchacho. Con él había un hombre robusto que obstruyó el acceso al interior de la casa y no perdió de vista ni un momento a Ibn Ammar mientras esperaba en el pórtico.
El dueño de la casa era un hombre de aspecto poco común: más bien pequeño, casi enjuto, de hombros levantados, vestido con un sencillo traje de estar por casa. Contestó al saludo de Ibn Ammar con clara reserva, sin mencionar su nombre, sin hacer ninguna pregunta. Simplemente esperó a que el visitante desconocido se explicara.
Ibn Ammar explicó en pocas palabras lo que lo había llevado a Barbastro, relató su llegada la ciudad, la prisión en el al–Qasr, las circunstancias que lo habían llevado a esa casa cercana a la sinagoga. El dueño de la casa lo escuchó atentamente, sin interrumpir. Cuando Ibn Ammar terminó sus explicaciones, el hombre lo miró con ciertas dudas.
—¿Puedes demostrar lo que dices? —preguntó serenamente.
Ibn Ammar le devolvió la mirada.
—Entregué mis credenciales al qa'id; no tengo nada que me acredite —dijo—. Sólo puedo decir que el visir me aconsejó que acudiera al nasí de la comunidad judía en caso de verme en problemas. No exijo que me creáis, sólo os pido que me llevéis ante el nasí.
El dueño de la casa lo examinó con rostro imperturbable.
—Yo soy el nasí de la comunidad judía de Barbastro —dijo finalmente, sin dar un tono especial a sus palabras ni apartar la mirada de su inesperado visitante.
Ibn Ammar se inclinó ligeramente.
—En ese caso, debo transmitiros los saludos del visir e informaros de que, como deseabais, el visir ha entregado al hijo de vuestro hermano una carta de recomendación para el sabio rabino Musa ibn Meir, a fin de que pueda continuar sus estudios en Toledo.
El nasí inclinó la cabeza casi imperceptiblemente, se volvió hacia la puerta y la mantuvo abierta, invitando a Ibn Ammar a entrar.
—Disculpa mi desconfianza —dijo—, pero nos encontramos en una situación muy difícil. Somos leales al príncipe, y el visir, que Dios lo mantenga en su alto cargo, puede confiar plenamente en nuestra lealtad. Por otra parte, dependemos de la benevolencia del qa'id. Lo mismo vale para el qadi de la ciudad… También debemos lealtad al señor de la ciudad.
Ya sentados uno frente al otro en el madjlis de la casa, el nasí se expresó aún con mayor claridad:
—No estoy seguro de si el visir hizo bien enviándote a nosotros. No sé si puedo ayudarte. Temo que la gente del qa'id vendrá a buscarte en mi casa tan pronto como se enteren de que has sido visto en nuestro barrio. —Hablaba sin intentar en lo más mínimo ocultar su nerviosismo.
—¿Quién puede ayudarme, entonces? —preguntó Ibn Ammar—. ¿Acaso el qa'id ya no tiene ningún enemigo en Barbastro?
—Tenía muchos, pero la situación ha cambiado —respondió el nasí, cada vez más nervioso—. La mayoría de los grandes comerciantes de aquí van según sople el viento. Tras la campaña que el príncipe emprendió el año pasado contra el rey de Aragón, para ayudar a la fortaleza de Graus, los ánimos estaban muy caldeados. La ciudad tuvo grandes pérdidas, no sólo por el pillaje de los aragoneses, sino también por el alojamiento de las tropas de Zaragoza. Se esperaba que tras la victoria del príncipe se concedieran ventajas fiscales, pero el príncipe no has concedió. Debió de tener sus razones para no hacerlo, que Dios lo ampare, pero su decisión resultaba muy difícil de comprender, incluso para nosotros, que somos sus más fieles vasallos. Todas las familias influyentes de la ciudad tomaron partido entonces por el al–Qasr, incluido el qadi. Prácticamente toda la ciudad se unió contra el príncipe.
Una criada trajo almendras y sorbetes. El nasí esperó a que la muchacha se retirara; luego continuó:
—Apenas el qa'id empezó a negociar con el señor de Lérida, el ánimo general volvió a cambiar. Barbastro vive del comercio. Ganado, cuero, lana, pieles. Cuando el qa'id nos cerró los mercados de Zaragoza y las rutas comerciales a Toledo, quedamos incomunicados. Lérida no podía reemplazar los mercados perdidos. En consecuencia, la mayoría se volvió nuevamente hacia el príncipe… Hasta ayer mismo habría podido nombrar docenas de hombres que hubieran hecho cualquier cosa para agradar al príncipe y perjudicar al qa'id. Pero las cosas han cambiado desde ayer. Desde que se sabe que el conde de Urgel se ha retirado, todos están convencidos de que el qa'id simplemente ha estado practicando un juego muy arriesgado. La oferta al señor de Lérida no ha sido más que un farol. Cuando se levante el sitio, el qa'id se volverá nuevamente hacia el príncipe y planteará sus condiciones, condiciones aún más duras que las que planteó la ciudad el año pasado. Y el príncipe tendrá que aceptarlas. No podrá negar nada a un hombre que se presente como defensor victorioso de Barbastro. Ésa es la opinión general. Y ésa es también nuestra opinión. —Se encogió de hombros, miró a Ibn Ammar a los ojos y añadió con expresión preocupada—: Me temo que no ha sido una buena decisión abandonar el al–Qasr. Si quieres oir mi consejo, yo te diría que regresaras.