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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (52 page)

El capitán tenía suficiente. Con su parte del oro de los moros en el bolsillo, era un hombre rico, un rey en el pueblo. Lope no tuvo que preguntar mucho por él; ya en la primera taberna estaban enterados: el capitán había hecho una ronda por todas las tabernas, y ahora estaba con la negra Doda.

La negra Doda vivía en la segunda casa más grande, de las cinco de piedra que había en el poblado, apartada de la ancha calle de chozas en la que se divertía el pueblo llano de los sargentos y pequeños hidalgos. La negra Doda era la mejor puta que podía encontrarse en la ciudad; la más cara, pues sólo podían conseguirse sus atenciones a cambio de oro, y la más codiciada, pues seleccionaba a sus clientes y sólo dejaba entrar a quienes llegaban a caballo. La hermosa Doda, de cuyos servicios disfrutaban también los grandes señores, mantenía una corte, como una dama; tenía un criado, dos criadas y dos guardias. Era la mujer, o la hermana, o la amante de un matarife de Carcasona, un individuo fuerte como un oso que había llegado en el séquito del conde de Tolosa. Todos los hombres del ejército conocían a la negra Doda, todos soñaban con ella. Eh capitán había estado ya dos veces con ella.

Cuando Lope llegó a la casa, uno de los guardias le cerró el paso.

—¡Lárgate, chico! ¡Esfúmate!

Sólo cuando Lope explicó que era el mozo del capitán, el guardia se mostró más apacible y lo dejó entrar en el establo, donde se encontraba el caballo del capitán. La oscuridad era casi total: el cielo estaba nublado, no había luna, y tampoco salía luz de la casa, pues las ventanas estaban cerradas con postigos de madera. Lope se sentó a las puertas del establo, se acurrucó y metió la cabeza entre las rodillas. El capitán no salía de juerga desde hacía varias semanas, pues había estado escaso de dinero. Ésta sería una noche larga.

Lope estaba dormitando. A veces oía la voz del capitán salir de la casa. Maldiciones a voz en cuello y roncas risotadas. Otras veces oía la voz de la mujer, que podía ser suave y profunda, con un tono gutural similar al arrullo de una paloma, o aguda y entrecortada cuando reía, o sonora y enérgica cuando llamaba a la criada:

—¡Mira! ¡Mira!

Lope se levantaba de golpe cada vez que oía ese grito, como si lo llamaran a él.

Luego se quedó dormido, pero algún ruido lo volvió a despertar. Oyó que la voz del capitán se hacía cada vez más ronca y quebradiza, hasta que ya no se entendía lo que decía; ya era sólo un jactancioso balbuceo, una serie de gritos inarticulados e inconexos. Lope sabía que el capitán no tardaría en callar, lo conocía bastante bien. Ya había presenciado muchas borracheras suyas. Podía verlo frente a él, con la cabeza balanceándose, la mirada fija, los ojos apenas entreabiertos, la barba surcada por hilos de saliva. No debía de faltar mucho para que perdiera el equilibrio y se pusiera a roncar.

Sin embargo, de pronto, Lope lo vio salir por la puerta. El capitán caminó a tientas junto a la pared, llegó al establo cruzando el pequeño patio de la entrada, tambaleándose, con los brazos extendidos en un intento por mantener el equilibrio. Se colocó de cara a la pared del establo para orinar, apoyando las dos manos contra la pared y mascullando para sí.

Cuando Lope se levantó para dejarse ver, el capitán retrocedió, se llevó la mano al cinturón y maldijo por no encontrar su cuchillo.

—¿Quién está ahí? —preguntó, gruñendo.

—Soy yo, señor —se apresuró a decir Lope—. Sólo quería deciros que estoy aquí, por si me necesitáis.

El capitán se le acerco.

—¡Lope! ¡Condenado! ¿Qué demonios haces aquí? —Su voz ya sólo era un ronco bramido, y Lope se preparó para recibir un golpe al ver que el capitán había levantado el brazo. Pero dejó caer la mano sobre su hombro y dijo—: ¡Qué bien que estés aquí! ¡Bien hecho, muchacho! —Y, agarrando firmemente a Lope, lo llevó consigo hacia la casa—. Ven conmigo, muchacho, ven a la casa. Muchacho, ya va siendo hora de que te enseñe cómo ataca un hombre con su propia lanza. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

El hombre que montaba guardia a la puerta les cerró el paso.

—No, sire, el chico no puede entrar en la casa —dijo con voz cordial pero, al mismo tiempo, enérgica—. El chico, no.

—¡Apártate! —dijo el capitán, retirando el brazo del hombro de Lope y caminando hacia el guardia—. ¡Apártate, imbécil! —rugió, e inesperadamente, antes incluso de terminar la frase, lo golpeó con el puño derecho en la boca del estómago, a tal velocidad que el propio Lope quedó sorprendido. Luego hizo un movimiento apenas perceptible con la pierna izquierda y el guardia cayó al suelo, rodó hasta quedar tumbado de lado, apretándose las manos contra el estómago y jadeando con la boca muy abierta, como un pez al que le han dado un golpe justo debajo de la cabeza. El capitán pasó por encima del guardia, abrió la puerta de un empujón y metió a Lope en una gran habitación iluminada sólo por un débil fogón que ardía en la pared opuesta. Lope vio de reojo que había una muchacha junto al fogón, pero el capitán ya lo estaba llevando hacia una pesada cortina que limitaba la habitación por el lado izquierdo.

—¡Vamos, muchacho, ahí adentro! ¡Ahí estaremos bien! —dijo el capitán apartando la cortina y metiendo a Lope a empellones en la habitación que se abría detrás de ésta: una habitación enorme y decorada con gran derroche, tan iluminada que Lope tuvo que cerrar los ojos, cegado por el resplandor. Un perfume penetrante y resinoso le subió por la nariz, cortándole casi la respiración. Y en ese mismo instante escuchó la voz de la mujer, chillona y furiosa:

—¡Qué pasa! ¿Qué hace ese chico aquí? ¡Fuera con él, fuera!

Lope sintió sobre su espalda la pesada mano del capitán.

—¡Cierra la boca! —oyó decir al capitán.

—¡Saca a ese chico de aquí! ¡Estás borracho! —chilló la mujer.

—¿Por qué no cierras esa boquita impertinente? —dijo el capitán en tono conciliador.

Lope sólo conocía a la bella Doda por las historias que contaban de ella los hombres del campamento. Nunca la había visto con sus propios ojos. Estaba recostada entre cojines moros, y en la mano izquierda sostenía una tela amarilla con la que ocultaba su desnudez. Lope podía verle los hombros desnudos, unos hombros suaves, redondeados. Piel blanca, tan blanca como Lope jamás había visto en una mujer. Su cabello negro y rizado caía de su cabeza como las crines de una yegua.

La mujer siseó como una serpiente, gritó regañando al capitán y le arrojó una bandeja, sin dar en el blanco. El capitán contestó a sus gritos, apagó sus gritos:

—¡Escúchame, pedazo de mierda, estate tranquila! ¡Que pares de una vez, te he dicho!

El capitán estaba de pie frente a Doda, inclinado hacia delante. De pronto, dio a Lope un empujón que acabó con él en los cojines, junto a la mujer.

—¡Maldita sea! —gritó el capitán señalando a Lope con el brazo extendido—. ¡Éste es mi mozo! ¿Has oído? ¡Mi mozo! Yo lo he formado, yo le he enseñado cómo tiene que pelear un hombre. Algún día será un luchador, un al–Barraz, como yo, algún día será mi sucesor. —Estaba de pie sobre ella, grande y peligroso, sin tambalearse, sin rastro de inseguridad, la voz tan firme como si no hubiera bebido una sola gota—. Es mi mozo, ¿entendido? ¡Así que sé amable con él! —Se sentó esparrancado en el colchón, al lado de la mujer, cogió la jarra de vino y echó un largo trago.

Lope no dejaba de mirar a la mujer. Elia parecía furiosa por dentro, mientras el capitán la observaba con ojos negros y centelleantes. Doda apretó los dientes y los labios le temblaron, pero no dijo nada.

—Necesitamos vino —dijo el capitán en tono alegre—. Vino para mí y para mi mozo, ¿me has oído? Di a tu pequeña fierecilla que traiga vino! —Su voz ya no sonaba tan firme como poco antes y, al dejar la jarra, tuvo que apoyarse para no caer. Sin embargo, un instante después volvió a levantarse y sacudió la cabeza, como si quisiera quitarse de encima la borrachera. Una amplia sonrisa iluminó su rostro y, con mano ágil como una serpiente, cogió la tela amarilla con la que se cubría la mujer y se la arrebató de las manos tan rápida e inesperadamente como antes había caído sobre el guardia de la puerta.

Lope miró a la mujer. Estaba desnuda hasta la cintura. Lope vio sus pechos, macizos y blancos, de los que los hombres del campamento habían hablado a menudo, describiendo con las manos sus amplias redondeces. Lope no apartó la mirada, se había quedado como petrificado, incapaz de moverse, hasta que de pronto la mujer se echó a gritar y saltó sobre el capitán como un gallo de pelea, clavándole las garras y cubriéndolo de insultos y maldiciones:

—¡Cabrón de mierda! ¡Maldito borracho! ¡Puerco inmundo! ¡Ojalá se te pudra la polla! ¡Que te cosan el culo, a ver si te ahogas en tu propia mierda!

El capitán interceptó sus golpes sonriendo, se cubrió la cabeza con los dos brazos, le tiró del cabello, intentó cogerle los pechos mientras ella trataba por todos los medios de ponerse otra vez la parte superior del vestido.

—¡Mira esto, Lope! —gritó el capitán—. ¡Mira qué tetas! ¡Así es como debe estar formada una mujer! ¡Fíjate bien, Lope! —dijo, intentando impedir que la mujer se cubriera el pecho con el vestido—. ¡Deja, condenada! Deja que el chico vea lo que puedes ofrecer. Quiero que seas amable con él, ¿has oído? Es mi mozo, yo pagaré por él. ¡Así que sé amable! ¡Enséñale las tetas, maldita zorra!

Lope contemplaba a la mujer. La veía resistirse y rechazar al capitán. De pronto se soltó y le dio al capitán una sonora bofetada que casi lo hizo caer.

—¡Borracho, hijo de puta! —resopló la mujer—. ¡Yo no soy una de esas furcias, de esas campesinas, que se abren de piernas ante cualquier cabrero! ¡Recuérdalo bien! ¡Y lárgate enseguida con este pequeño bastardo! ¡Vete! —gritó—. ¡Vete, y se acabó!

Estaba de pie, mirando con ojos parpadeantes al capitán, arrodillado con la mano en la mejilla. Ella temblaba de rabia, pero el capitán no parecía tomarla en serio. En su rostro seguía la misma sonrisa de antes, aunque un poco más fría, un poco más rígida. Y la sonrisa se hizo aún más honda cuando cogió a la mujer de las rodillas, la hizo caer de un rápido tirón y, apenas volvió a levantarse, le dio dos golpes secos en la cara con el dorso de la mano.

Ella recibió los golpes en silencio, ni siquiera se llevó las manos a la cara, como si no hubiese sentido dolor alguno. Sus ojos eran tan sólo delgadas ranuras negras en la blancura de su rostro.

El capitán rebuscó en su cinturón y sacó una moneda de oro que lanzó al aire, la volvió a atrapar en la palma de su mano y se la arrojó a Lope. La mujer siguió la moneda con los ojos, sin mover la cabeza.

—Ya te he dicho que es mi mozo —dijo el capitán. Sonaba conciliador, casi dulce. Y en el mismo tono, continuó—: Y como es mi mozo, puede tener a la mejor puta. A la mejor de todas, ¿entendido?

Ella mostró los dientes. En sus pómulos empezaban a aparecer las huellas de los golpes. Estaba callada, pero su mirada oscilaba entre el capitán, Lope y la mano de Lope, cerrada alrededor de la moneda. Luego una sonrisa se formó en su rostro, se recostó en los cojines y echó la cabeza hacia atrás, dejando volar su cabello. Con su voz profunda, arrullante, que no había dejado de resonar en los oídos de Lope desde que la había escuchado un rato antes en el establo, dijo:

—¿Qué quieres, viejo amigo? No tengo nada contra este granujilla. Pero tú has pagado por toda la noche. Ésta es tu noche. ¿Quieres compartirla con un chiquillo?

La mujer cogió la jarra de vino, miró dentro, volvió la cabeza hacia la pared de cortinas y gritó:

—¡Mira! —El grito fue tan fuerte que Lope se sobresaltó. Doda, volviéndose hacia el capitán, añadió, nuevamente con su voz profunda e insinuante—: La muchacha sigue allí. Si este joven gallo quiere saltar, déjalo que salte sobre la pollita.

El capitán rezongó algo incomprensible, entornando los ojos. La mujer volvió a gritar, con voz aún más penetrante que antes:

—¡Mira!

En ese mismo instante la muchacha apareció entre las cortinas. De pie, con la cabeza gacha, esperó las órdenes de su ama. Llevaba puesta una sencilla blusa azul que le llegaba hasta las rodillas. Su cabello era tan negro como el de su señora, pero no tan rizado, y su piel no era tan clara. Y era más joven, mucho más joven; era casi una niña, y delgada como una ninfa.

—Necesitamos vino, pequeña —dijo la mujer. Esta vez, su voz no sonó poco amable.

La muchacha se acercó. Iba descalza, y sus pies no hacían el menor ruido. Se inclinó para recoger la jarra, sin levantar la mirada del suelo.

—Y llévate contigo a este chico —agregó la mujer—. Es el mozo de este señor, ¿has entendido? Ocúpate de que el chico lo pase bien en mi casa.

La muchacha se había quedado quieta, con la jarra en la mano, y, a pesar de que seguía con la cabeza gacha, Lope notó que le echaba miradas furtivas. El apenas se atrevía a respirar. Miró al capitán en busca de ayuda, pero el capitán tenía los ojos cerrados y parecía no haber oído a la mujer.

—Venga, chico, ve con ella —lo instigó la mujer—. Ve con ella. Es una muchacha muy bonita, mírala bien.

Lope no se movió. La muchacha seguía inmóvil, esperando y examinando a Lope con la mirada. Y Lope creyó ver en su boca el esbozo de una sonrisa. Nadie decía nada, hasta que de pronto el capitán interrumpió el silencio.

—¡Bien, ve! ¡Ve! ¡Coge a esa muchacha, atiéndela! ¡No me hagas quedar mal! —dijo con voz ronca y haciendo un amplio movimiento con el brazo. Ya estaba otra vez como en otro mundo; apenas podía abrir los ojos.

Lope se levantó y siguió a la muchacha a la parte anterior de la casa, separada de esa habitación por la cortina. El fuego se había consumido. Lope apenas si podía ver nada. Siguió a la muchacha a tropezones, se sentó junto al fogón, en un banco que le señaló la chica, y observó en silencio cómo levantaba una trampilla del suelo y se sumergía con la jarra de vino en la bodega. Reinaba tal silencio que Lope oía los latidos de su propio corazón.

Miró la moneda, que aún tenía en la mano, y la guardó cuidadosamente en su cinturón. No estaba dispuesto a entregar esa moneda por una muchacha, por ninguna muchacha del mundo. Esa moneda era para él mucho más que un pedazo de oro cualquiera, era la primera paga que recibía en toda su vida. El capitán nunca le había pagado nada, ni medio penique, por sus muchos servicios. No era dueño de nada, ni de las armas que manejaba ni del caballo que montaba, ni siquiera de la ropa que llevaba puesta. Todo pertenecía al capitán. Hasta lo que conseguía luchando tenía que entregárselo a su señor. No era dueño de nada, a excepción de ese dinar de oro que el capitán le había dado ahora. Ese dinar de oro le pertenecía a él solo, era como un tesoro, una prueba de que el capitán lo reconocía verdaderamente como su mozo. Ya no era un insignificante mozo de cuadra que podía darse por contento si su señor no lo despedía; ahora era un valioso escudero remunerado por sus servicios. Sentía la moneda a través del cuero del cinturón, redonda y dura. Jamás se separaría de esa moneda, por nada del mundo.

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