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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (118 page)

Esa misma mañana pidió al Don seis días libres y permiso para viajar a Zaragoza. El Don le concedió ambas cosas, pero cuando expuso sus planes a Karima, ésta se negó a ir a Zaragoza.

—No voy a permitir que te libres de mi tan fácilmente —dijo—. No ahora.

Lope no halló palabras para convencerla.

La noche siguiente, una hora después de la última llamada del almuecim, se oyeron en la calle unos estremecedores gritos de dolor, y poco después llegó a la casa una multitud de mujeres exaltadas gritando el nombre de Karima. Traían a la Provenzal, Alienor, la mujer del capitán. La traían sobre una manta, cargada entre cuatro. Estaba desnuda, tumbada boca abajo sobre la manta, y gritaba como una condenada. El capitán le había clavado dos veces el cuchillo en las nalgas. La sangre le manaba como zumo de un melón maduro.

Karima hizo que llevaran a la mujer a su habitación y cosió las heridas. Cuando salió, estaba pálida de rabia. Pero ese incidente no podía convencerla de ir a Zaragoza. Lope estaba solo, y Karima sabía que esa soledad lo llevaría a replantearse sus decisiones. El tiempo trabajaba contra Lope. La vida ya había recobrado su curso normal, y los juramentos de venganza de Lope se hacían más cuestionables con cada día que pasaba.

El capitán trajo regalos para Alienor. La Provenzal lo hizo esperar tres días. Después lo perdonó.

—Dice que el capitán no es un ángel, pero tampoco es un demonio; es simplemente un hombre, y ella lo ama —informó Karima, encogiéndose de hombros.

Lope intentaba convencer a Karima de ir a Zaragoza, pero ella no transigía. Karima actuaba con la misma amabilidad de siempre, hacía como si nunca hubieran mantenido aquella charla sobre el capitán.

El capitán regaló a Karima un palafrén, una gran yegua alazana que le había correspondido en el reparto del botín obtenido en la finca de Valencia. El regalo era una muestra de agradecimiento por los servicios médicos de Karima, y ésta lo aceptó. Al llevarle el animal, el capitán anunció que partiría hacia Zaragoza al día siguiente.

Lope no dijo nada. Pero al día siguiente salió a su habitual paseo matutino con armadura y llevando todas sus armas. Cabalgó hacia el noroeste, y sólo cuando perdió de vista el pueblo giró en dirección al suroeste para coger la carretera de Zaragoza. Siguió las huellas del capitán y su mozo y los alcanzó poco más tarde, en un valle surcado por un río seco.

El capitán lo saludó entusiasmado y cabalgó hacia él. Cuando estaban a sólo cuatro pasos de distancia, Lope sacó el arco de la aljaba y colocó una flecha en la cuerda.

—¡No te acerques! —gritó.

El capitán sofrenó su caballo.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —contestó, mostrando los dientes en una sonrisa.

—Prepárate para una buena lid, Baudry Fiz Nicolas —dijo Lope. Había preparado las palabras, pero ahora le salían a borbotones.

—¿Qué dices? —respondió el capitán, todavía sonriente—. ¿Qué se te ha metido en la cabeza, condenado?

—¡Haz lo que te he dicho! —replicó Lope, casi gritando.

El capitán se puso de pie apoyándose en los estribos de su caballo.

—Escucha, hermano —dijo serenamente—, como broma ya está bien.

—¡Haz lo que te he dicho! —repitió Lope.

—Maldito hijo de puta, ¡dime qué quieres de mí! —gritó el capitán, excitado—. Yo no peleo sin motivo. ¡Dime por qué quienes pelea!

—Por una mujer que tus hombres arrojaron del puente de Alcántara hace dos años —dijo Lope, y su voz sonó tan dura que él mismo se sorprendió.

El capitán volvió a sentarse. Se quedó un rato en silencio.

—¿Tu mujer? —preguntó luego.

—Si —dijo Lope—. Mi mujer.

El caballo del capitán bailaba nervioso sobre el sitio, sacudiendo la cabeza, hasta que el capitán volvió a aquietarlo con un brusco tirón.

—Lo siento —dijo.

Lope no respondió.

—Escucha, amigo —continuó el capitán—. Digo que lo siento. Aquella vez nos hablaron sólo de una princesa mora que iba a casarse con un conde. Yo me opuse a matar a todo el séquito. Aquello era vil; no es mi estilo. Sólo puedo decir que lo siento por tu mujer. —Su voz dejaba ver cuánto trabajo le costaba pronunciar esta frase.

—¡Coge tus armas! —gritó Lope—. ¡Coge tus condenadas armas!

El capitán hizo dar media vuelta a su caballo, sin decir nada, cabalgó hacia donde se encontraba su mozo y desmontó. Lope observó cómo el mozo lo ayudaba a ponerse el segundo peto y le sujetaba el yelmo; luego avanzó un trecho por el cauce seco del río, clavó su lanza en un arbusto y cogió el látigo, que colgaba del pomo de la silla.

El capitán había colocado su lanza, adornada con un largo pendón verde brillante, en posición vertical, y la sostenía ligeramente inclinada con el brazo extendido, como en un desfile. Su mozo estaba detrás, sin armas. Cuando estuvieron a sesenta pasos, el capitán hizo una seña a su mozo para que se quedara atrás, y avanzó solo un par de cuerpos de caballo más.

—Escucha, Lope —dijo con voz serena—. Nunca he rehuido un combate, y tampoco lo haré ahora. Pero me resulta muy difícil…

—¡Ésta es mi arma! —lo interrumpió Lope, levantando el látigo en— rollado—. Si tienes algo en contra, dilo.

El capitán sacó la lanza de su posición de descanso.

—¡Tanto me da el arma que uses! —gritó, y ahora su voz estaba cargada de ira—. ¡Que te lleve el diablo! ¡Vaya perro cabezudo has resultado ser! Han pasado dos años desde lo de Alcántara, y la mujer que tienes ahora es mejor que todas las que he visto en mi vida. ¿Quieres hacerla desgraciada? ¿Por qué arriesgas tu vida por una muerta?

Lope volvió su caballo y avanzó un trecho río abajo, para ganar distancia y evitar que el sol le diera en los ojos. Oía que el capitán seguía gritando a su espalda, pero el crujido de los cascos de su caballo sobre la grava le impedían entender lo que decía. No quería entenderlo. Cuando se detuvo, vio que el capitán también estaba preparado para el duelo.

—¡De modo que fuiste tú quien mató al viejo Enneg y a su hijo! —gritó el capitán.

—Si —respondió Lope—. ¡Y tú serás el siguiente!

Hizo que el caballo sintiera sus talones y salió a todo galope, levantando el látigo sobre su cabeza. Hasta entonces sólo había utilizado dos veces ese arma, en cuyo manejo lo iniciara su viejo maestro, el capitán. Las dos veces había derribado a sus adversarios casi sin esfuerzo. El látigo era tan efectivo porque nadie estaba preparado para luchar contra un arma así. El capitán tampoco sabría defenderse de él.

Cuando sacó a su caballo de la dirección de ataque, simulando que había decidido en el último instante evitar el choque, Lope vio que el capitán relajaba un tanto la empuñadura de la lanza y abría sus defensas. Entonces extendió el látigo por encima de su cabeza, y en el bravísimo instante del golpe, cuando ambos caballos se cruzaron y el extremo de plomo del látigo se enrolló en la cabeza del capitán, a la altura de la nariz, creyó oír un grito, mezcla de rabia y espanto. Sintió al instante el violento tirón de la tira de cuero, sujeta al pomo de la silla, que obligó a su caballo a doblar las patas traseras, y escuchó el ruido sordo con que el capitán chocaba contra el suelo. Sofrenó su caballo, sin aflojar la tensión del látigo. El capitán yacía boca arriba, los brazos y las piernas estirados, inmóvil, como muerto.

Lope desató el lazo corredizo del pomo de la silla y cabalgó en arco alrededor del capitán, levantó del suelo la lanza de éste, espantó a su caballo hacia el lecho del río y se volvió nuevamente hacia el Normando, con la lanza lista para atacar. Actuó en todo momento ciñéndose celosamente a las medidas de precaución que un día le enseñó el viejo capitán, pero no tardó en advertir que esta vez ya no hacían falta más precauciones.

El Normado aún estaba vivo. Tenía la boca muy abierta y una expresión vacía y aterrorizada en los ojos, como si ya hubiese visto a la muerte.

Lope percibió un ligero movimiento por el rabillo del ojo y vio a dos jinetes que salían del bosque. Venían por el mismo camino por el que él había llegado. Estaban demasiado lejos como para poder reconocerlos, pero distinguía un rostro negro y otro blanco, de modo que pensó que debía de tratarse de Karima y Lu'lu. Pero de repente, antes de que pudiera darse cuenta de nada, vio que el mozo del capitán se dirigía a su caballo y salía a todo galope por el lecho del río. Vio que Karima y Lu'lu se detenían en la linde del bosque, y emprendió la persecución. El mozo estaba ya a más de sesenta cuerpos de caballo; tenía que cogerlo, pues de lo contrario echaría sobre él a toda la tropa del Don.

Espoleó su caballo al máximo, pero la distancia que lo separaba del mozo parecía incluso agrandarse. Sacó el arco de la aljaba. La distancia era demasiado grande como para disparar con precisión, pero confiaba en acertar al caballo y obligarlo así a bajar el ritmo de su galope. Disparó varias flechas hacia el mozo, pero no llegaba a distinguir si acertaba o no; en cualquier caso, el caballo no había perdido el paso y mantenía el mismo ritmo de galope. Cabalgaron dos millas río abajo, hasta que Lope notó que su propio caballo empezaba a ir más despacio. Disparó tres flechas más y, de pronto, vio que el caballo de delante se encabritaba, arrojaba a su jinete por los aires y salía desbocado, arrastrando detrás de sí al mozo, que aún tenía un pie cogido del estribo. Vio cómo rebotaba el cuerpo del muchacho una y otra vez sobre el duro suelo, hasta que, finalmente, el caballo se detuvo, resoplando con recelo.

Lope se acercó y desmontó a una cierta distancia, ocultándose detrás de su propio caballo para no inquietar aún más al nervioso animal. El mozo estaba tan muerto como un trozo de carne en el matadero. El caballo lo había arrastrado unos trescientos pasos. La flecha de Lope se había clavado en el ano del animal.

Lope soltó el pie del mozo del estribo, arrancó la flecha al caballo, puso el cadáver sobre la silla y regresó al lugar donde se había realizado el duelo.

Cuando llegó, Karima y Lu'lu estaban agachados junto al capitán. Lo miraron mientras se acercaba, también el capitán. Seguía tumbado sobre la espalda. Tenía los músculos de la cara muy tensos, como si estuviera apretando los dientes, pero no parecía sufrir ningún dolor. Le habían desabrochado el yelmo y quitado el protector de la boca.

—¿Qué arma es esa que empleas? —preguntó cuando Lope se inclinó sobre él.

—Un látigo —dijo Lope.

El capitán achinó los ojos.

—¡Un látigo! —dijo en tono despectivo—. ¿Es arma para un hombre de honor?

—Te he dado más oportunidad que la que vosotros disteis a las mujeres en el puente de Alcántara —dijo Lope.

El capitán miró más allá de Lope.

—Entonces termina de una vez —dijo—. ¡Vamos, termina!

—Quiero saber quién más estuvo allí —dijo Lope, con dureza—. Quiero los nombres de los otros. Quiero saber quién os dio las órdenes. Quiero saber de quién venía la orden.

El capitán le devolvió la mirada sin temor.

—No lo sabrás por mi —contestó.

Lope le puso el cuchillo en el ojo.

—¡Los nombres! —dijo.

—Ya no puedes amenazarme. ¿Es que no lo comprendes? —respondió el capitán.

Karima levantó el brazo izquierdo del capitán y lo dejó caer. Estaba tan laxo como el brazo de un muerto.

—¿No ves que está paralítico? —dijo ella, indignada—. Se ha roto el cuello. No puede mover ni los brazos ni las piernas.

Lope se levantó y contempló aquel cuerpo inerte con ojos incrédulos. Vio el cuchillo en su mano y lo arrojó lejos, como si se avergonzara de él.

—¡Quiero esos malditos nombres! —dijo, obstinado, para luego callar.

Karima lo cogió del brazo y se lo llevó a un lado.

—Deja que yo hable con él —dijo en voz muy baja.

—¿De qué servirá? —respondió Lope.

—Déjame intentarlo —insistió ella.

Lope se encogió de hombros, recogió el látigo del suelo y empezó a enrollarlo, al tiempo que caminaba hacia su caballo. Las manos le temblaban del esfuerzo a que había estado sometido. Cuando llegó a su caballo, le temblaba todo el cuerpo, y tuvo que agarrarse con fuerza de la silla para que los otros no lo notaran.

Karima vio los ojos del capitán dirigidos hacia ella y creyó descubrir en ellos una sonrisa burlona.

—¿Tienes dolores? —preguntó.

—No —respondió el capitán.

Se quedaron un rato mirándose en silencio. La sonrisa creció en el rostro del capitán.

—Tendrías que haber venido conmigo. Habríamos hecho una buena pareja —dijo, enseñando los dientes—. ¡Qué esperas de ese loco!

—Lo amo, ¿qué puedo hacer? —respondió ella.

El Normando torció el gesto en una mueca de dolor.

—Es un buen hombre, pero está loco. Todos esos españoles están locos, con su maldito honor. ¡Vaya absurdo! —apartó la mirada, y sus ojos se endurecieron—. Me ha derribado con un látigo para arrear bueyes. ¡Dios sabe que yo merecía una muerte mejor!

—Ahora estás hablando igual que él —dijo Karima con un suave tono de reproche—. ¿Qué te diferencia de él?

—Tienes razón —dijo el capitán, volviendo a dirigir los ojos hacia Karima y mirándola fijamente, como si quisiera grabarse su rostro para la eternidad—. ¿Qué quieres de mi? —preguntó.

—Lo mismo que te ha pedido él —dijo Karima—. Los nombres.

—¿Por qué? —preguntó el capitán, sorprendido.

—A lo mejor yo también estoy loca —dijo sonriendo. Y recobrando la seriedad, añadió—: Porque él no hallará paz mientras no los haya encontrado a todos. Y porque yo me quedaré con él y no quiero desperdiciar toda mi vida en esa busca.

El Normando le dirigió una mirada entre compasiva y burlona.

—Vaya vida —dijo. Y mirando al vacío con una sonrisa ausente, añadió con voz ronca—: Coge mi cuchillo y córtame la vena de la muñeca. Entonces te diré lo que quieres saber.

Karima retrocedió espantada, sacudiendo violentamente la cabeza.

—¡Coge el cuchillo! —ordenó el Normando—. ¿O quieres que las cornejas se encarguen de mi? —Sonrió al ver el rostro asustado de Karima—. ¡Coge el cuchillo! ¡Cógelo!

Karima cogió el cuchillo que el capitán llevaba al cinto y le quitó el guante guarnecido en hierro. Ella seguía temerosa de hacer el corte, pero entonces cayó en la cuenta de que la ruptura de la vértebra cervical debía de haberlo dejado insensible al dolor, y, curiosamente, este pensamiento la tranquilizó y le infundió valor. El cuchillo estaba tan afilado que sólo necesitó apoyarlo al brazo para cortarle la vena. Hizo un segundo corte en diagonal, para asegurarse, y dejó caer el cuchillo.

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