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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (113 page)

Por fin llegaron al fondo del valle. Karima se volvió y lo miró con los ojos entornados y expresión de furia. Temblaba de rabia; estaba tan furiosa que Lope se apartó un paso sin pensar.

—¡Tú! ¡Tú! ¡Siempre tú! —le gritó a la cara—. ¡Tu honor, tu venganza, tu estúpida promesa! ¡En lo único que piensas es en ti! ¡Lo único que tienes en la cabeza eres tú! ¡Todo gira únicamente en torno a ti! ¡A ti! ¡A ti!

Lope estaba convencido de que ella no tardaría en arrojarse sobre él, y levantó las manos en un gesto espontáneo de defensa.

—¿Has pensado alguna vez en mí durante todo este tiempo? —continuó con voz vibrante de rabia—. ¿Has desperdiciado aunque sea un solo pensamiento en mí? ¿En cómo lo he pasado, cómo me he sentido? ¿Se te ha ocurrido alguna vez ponerte en mi lugar? ¿Has pensado en mi alguna vez? ¡Dímelo! ¿Has pensado alguna vez en mi en todos estos meses?

Lope no sabía qué responder. Se quedó mirándola, completamente amilanado. No estaba preparado para semejante estallido. Nunca hubiera creído que Karima pudiera mostrarse tan fuerte.

—Me dejas aquí, entre esas mujeres que se rompen la boca hablando de mi, porque no saben si soy tu mujer, tu hermana o simplemente una puta judía. Me arrastras a la casa de ese presuntuoso capitán y ni siquiera te das cuenta de que me está haciendo la corte, y yo todavía tengo que estar agradecida, porque al menos así los demás hombres me dejan en paz. Me tratas como si tuviera lepra, y después te sorprendes de que la gente hable. Ni siquiera te dignas a darme la mano cuando me saludas. Te sientas allí, inmóvil como un palo, no hablas, ni tan sólo guardas las apariencias, y después aún tienes la desfachatez de quejarte de los rumores que circulan. Tienes la desfachatez de hacerme reproches, mientras yo he de resignarme a que un fulano cualquiera envíe a su lacayo para hacerme propuestas indecentes. ¡Hasta ahí hemos llegado! ¡No pienso aguantar más!

Lope era incapaz de producir un solo sonido. Estaba tan afectado, tan indefenso, que en ese momento Karima hubiera podido tirarlo al suelo con la punta del dedo meñique.

—¿Qué propuestas? ¿Qué lacayo? ¿Qué fulano? —balbuceó.

—¡Sí! —dijo Karima, fuera de sí—. Eso es lo que te gustaría saber. ¡Quién! ¡Qué hombres! Porque eso empaña tu honor, tu sensible honor. Voy a decirte lo que pienso de tu honor. ¡Me cago en él! ¡Me cago en tu honor!

Estaba de pie junto a él, ebria de rabia, como en espera de que Lope se atreviera a mover un solo dedo para arrojársele encima. Pero, como Lope callaba, se quitó de un tirón la faja de la cabeza, que se había soltado. Por un instante Lope creyó ver en sus ojos una sonrisa burlona, aunque no estaba seguro, y ella no le dio tiempo a comprobarlo, pues pasó a su lado sacudiendo la cabeza para desenredarse el pelo y volvió a subir el sendero con paso enérgico, al tiempo que se colocaba nuevamente la faja.

Cuando estaba ya a mitad de la cuesta, se volvió una vez mas.

— Ya era hora de que habláramos —gritó hacia abajo.

Lope no supo qué contestar.

Partieron un día. Un largo convoy: bestias de carga; carros sobrecargados a los que iban atadas cabras, ovejas y vacas; jinetes delante y a los lados, como perros ovejeros manteniendo unido el rebaño; mujeres y niños a pie. Los más lentos marcaban el ritmo de la mancha. El capitán había calculado tres días para el viaje.

Levantaron su primer campamento nocturno en el valle del Cinca. Acababan de acomodar las cosas, reunir los carros y alimentar a los caballos cuando los primeros relámpagos cruzaron el cielo. De pronto hubo un extraño ruido en el aire, un inquietante zumbido apenas audible, que se oía sólo porque todos los demás sonidos se apagaron. Ya no se oía el murmullo de las hojas ni el canto de los pájaros ni el crujir de la hierba seca. No se sentía una sola ráfaga de aire. Absoluto silencio, como si la naturaleza contuviera la respiración. Sólo ese zumbido en el aire, cada vez más intenso, atemorizando a los animales y haciendo llorar a los niños. Y luego todo se precipitó: el rayo desatándose sobre el horizonte, el interminable rugido cada vez más fuente y amenazante del trueno, y una colosal pared de nubes levantándose en el cielo.

Tuvieron que salir del valle, porque temían que el río se desbordara. Engancharon los caballos y empacaron las cosas lo más rápidamente posible, pero aún no habían terminado cuando la primera ráfaga de viento azotó los árboles y avivó las hogueras, y dos caballos se espantaron, huyendo a todo galope y pisoteando los bultos de equipaje. Entonces cundió el pánico. Todos intentaron ponerse a salvo a toda costa, salir del valle, subir, alejarse del río.

Lope había cabalgado en la parte delantera del convoy, con Karima y Lu'lu, y habían acampado cerca del brazo principal del río, en un terraplén circular poblado de árboles. Al acercarse la tormenta, Lope los había incitado a partir inmediatamente, pero mientras todos los demás huyeron hacia atrás, ellos tres cruzaron el río, intentando llegar a tiempo a la orilla oriental. Llegaron justo a tiempo. Un instante después se desató el infierno, con sus relámpagos cegadores y el estrépito vibrante de los truenos, y luego cayó el agua, como si un gigante hubiera abierto con su cuchillo el monstruoso odre de nubes negras que pendía sobre ellos.

Sólo un instante después estaban empapados hasta los huesos, con las botas llenas de agua hasta el borde, las alforjas caladas hasta las capas más internas. Nada resistía al agua. Avanzaron tirando de las riendas de los caballos a través del ralo bosquecillo. Pequeños arroyos empezaban a formarse por todas partes. La noche era oscura como boca de lobo, pero los rayos se sucedían con tal rapidez que podían moverse sin peligro por entre los árboles. Por fin, Lope encontró a una cierta distancia del camino un lugar más o menos protegido, abrigado del viento por una gran encina inclinada, a cuyo tronco ató un toldo que por lo menos protegería a Karima. A la entrada de esta tienda improvisada amontonó las sillas de montar y las alforjas, para protegerla aún más del viento, y arrancó un par de ramas para cubrir el suelo, mientras Lu'lu se ocupaba de mantener tranquilos a los caballos.

Cuando el refugio estuvo listo y Karima por fin pudo tumbarse, se dieron cuenta de que todo su trabajo había sido en vano, pues en cuanto se aleló la tormenta y dejó de llover, empezó a gotear de las ramas de los árboles, de modo que habrían estado mejor en un lugar al descubierto. Pero ya era demasiado tarde; estaba tan oscuro que uno apenas podía ver sus propias manos.

Lope se acuclilló a cierta distancia del refugio, bajo el tronco de un árbol, abrazándose las piernas y tensando los músculos para reprimir el temblor que lo atacaba cada vez con mayor frecuencia. La noche no era fría, pero la humedad lo helaba; cada ráfaga de viento parecía penetrar en su piel y cada gota que le caía encima parecía bañarlo de pies a cabeza. Hubiera podido buscar un lugar seco, pero mientras Karima estuviera bajo el toldo sobre el que chapoteaban sin descanso las gotas que caían de las copas de los árboles, él, pensaba, tendría que quedarse debajo de su árbol. Como mínimo quería esperar hasta que se quedase dormida. Prestó atención y le pareció oír que a Karima le castañeteaban los dientes, y aquel sonido le oprimió la conciencia, como si él solo fuera responsable de la tormenta, la humedad y el frío que ella tenía que padecer. Más tarde, se quedó dormido. Cuando despertó seguía oscuro. No oía ningún ruido procedente de la tienda. Tampoco oía a los caballos. Estaba atenido de frío. Un rato después, se dijo que debía ir a ver los caballos. Se levantó silenciosamente y caminó a tientas entre los árboles hasta llegar a donde estaba Lu'lu. El criado negro yacía boca abajo encima del caballo de reserva, los pies cruzados sobre la grupa del animal, las manos abrazando el pescuezo y la cabeza apoyada sobre éste. Dormía plácidamente; parecía estar caliente sobre el lomo tibio del animal.

Lope retrocedió unos pasos, prestó atención una vez más a la respiración de Karima, buscó un claro que estuviera seco y se acostó allí. Negros nubarrones cruzaban el cielo, y entre los jirones de nubes empezaban a asomar las primeras estrellas. Lope seguía congelado como un gato mojado, pero volvió a quedarse dormido antes de que despuntara el alba.

Una escalofrío sacudió a Karima, despertándola de un profundo sueño. Yacía en el suelo como petrificada; tenía la sensación de que todo su cuerpo se hubiera encogido para aprovechar el último e ínfimo resto de calor que se conservaba dentro de ella como por milagro. Yacía aovillada con ropas húmedas bajo una manta húmeda, y un temblor convulsivo la estremecía a intervalos regulares. De pronto oyó el canto de un pájaro, alegre y fuerte; abrió los ojos y vio que fuera ya era de día. Una luz tibia y dorada se filtraba a través del follaje de los árboles. Presintiendo la calidez exterior, se quitó de encima la manta sin pensar y se arrastró hacia fuera.

Le dolían todas las articulaciones, como si las tuviera atrofiadas. Se frotó los brazos y las piernas hasta sentir que les volvía la vida. Era de mañana, y el sol ya calentaba allí donde los árboles le permitían llegar. Buscó a Lope con la mirada, pero no lo vio, ni tampoco a Lu'lu.

Corrió hacia un claro, bañado completamente por el sol. El suelo estaba blando y la hierba se extendía como una alfombra de seda verde; los colores relucían como lavados por la lluvia. Al salir de la sombra de los árboles a la luz, cerró los ojos, cegada, y echó la cabeza hacia atrás. Notó el calor sobre su piel y se quedó inmóvil, sintiendo cómo iba entrando en su cuerpo. Se estiró placenteramente, y en ese mismo instante se estremeció al advertir que algo se movía entre sus pies. Era Lope, que se levantó de un salto y la miró desconcertado, como alguien que acaba de despertar de un profundo sueño y aún no sabe si lo que ve es real o sigue siendo parte de ese sueño.

—No te había visto —dijo Karima con una sonrisa—. El sol me cegaba. —Estaba de pie, frente a ella, con los hombros recogidos y expresión de asombro, aún medio dormido. Estaba muy cerca de ella.

—Hay un sol hermoso, y tibio —dijo ella—. Nunca en mi vida había disfrutado tanto del sol como hoy. —Mantenía la mirada fija en los ojos de Lope. Dios mío, pensaba, cómo se atormenta con su estúpido orgullo masculino, con su honor, con sus juramentos. ¿Por qué se aferra a ello tanto como un cojo a su muleta? ¿Por qué se toma todo tan a pecho? ¿Por qué tiene tan poca fantasía? ¿No oye cantar a los pájaros? ¿No siente el sol sobre su piel? ¿No siente que lo amo?

Qué indefenso es, pensaba Karima, y qué estúpido, qué terriblemente estúpido, con ese orgullo masculino. Nunca aprenderá. Si no lo ayudo, nunca aprenderá.

Dio un paso hacia él, el paso que los separaba, y lo abrazó.

52
ZARAGOZA

VIERNES, 20 DE SAFAR, 477

21 DE TAMÚS, 4844 / 28 DE JUNIO, 1084

El hecho de que al–Mutamin, el príncipe de Zaragoza, tomara él mismo todas las decisiones políticas importantes, sin consultar apenas a su primer ministro, Abú'l–Fadl Hasdai, a quien muchas veces ya ni siquiera informaba, tuvo entre otros el peculiar efecto de desarrollar en el hadjib una avaricia enfermiza. El año anterior, cuando lo visitó Ibn Ammar, solían sentarse a comer en el madjlis de Abú'l–Fadl Hasdai diez, quince, hasta veinte hombres. Ahora el hadjib casi siempre comía solo.

—Ya no puedo ver a otra gente comiendo en mi casa —dijo—. Cada mordisco me hace pensar que es mi pan el que se están comiendo. Eso le quita el apetito a cualquiera.

Cuando paseaba con Ibn Ammar por el parque de su palacio, no le importaba ir recogiendo las ramas secas caídas de los árboles para llevarlas luego al depósito de leña. Incluso golpeaba con su bastón las ramas secas que aún colgaban del árbol, para hacerlas caer.

—Las ramas pequeñas también dan fuego —solía decir.

Ibn Ammar aún mantenía estrechos contactos con él, si bien entre tanto se había procurado acceso al madjlis del príncipe y ya no dependía de la protección del hadjib. Su tacto, que era su mejor arma en el trato con los poderosos, le había allanado el camino a la corte también en Zaragoza.

Al–Mutamin de Zaragoza era justamente lo contrario a al–Mutamid, el príncipe de Sevilla. Era riguroso, ascético, muy culto; parecía más un erudito que el soberano de un poderoso reino. Ambos príncipes tenían solo una cosa en común: su fe desmedida en los horóscopos y los cálculos astrológicos. Sin embargo, esta peculiaridad se expresaba de manera muy distinta en cada uno de ellos.

Al–Mutamid de Sevilla sólo consultaba a los astros cuando se sentía deprimido, cuando tenía miedo o cuando, por cobardía, ignorancia o mala conciencia, no se atrevía a tomar una decisión. Apenas recobraba el ánimo, dejaba de prestar atención a las estrellas o cualquier otro signo.

Al–Mutamin de Zaragoza, por el contrario, ejercía la astrología como ciencia, y subordinaba todos sus actos a las constelaciones astrales. Para sus cálculos astrológicos utilizaba los instrumentos astronómicos instalados en la torre más alta de la al–Djafenia, que su padre empleara para la observación científica de los astros. El mismo hacía sus horóscopos, asistido por dos astrólogos muy bien pagados. Con ellos pasaba noches entenas sobre el tejado del palacio.

A esta fe en las estrellas se debía también su debilidad por el aventurero castellano Rodrigo Díaz, quien estaba a su servicio y de cuyo carácter peligroso e imprevisible no cesaba de advertirle Abú'l–Fadl Hasdai. El príncipe había elaborado una carta astral del comandante de mercenarios, y había averiguado que su vida estaba determinada por una conjunción de Marte y Mercurio al inicio de la décima casa, es decir, en el centro del cielo, lo cual indicaba que, por una parte, alcanzaría una fama inimaginable que dejaría en las sombras a todos sus predecesores, pero que, por otra parte, lo predestinaba a una muerte violenta.

El príncipe estaba convencido de que podía participar sin perjuicio en la fama del castellano, y que gracias al examen constante de la situación astrológica sería capaz de predecir cuándo se produciría esa muerte violenta que vaticinaban las estrellas, lo cual le permitiría separarse de él a tiempo. Estaba convencido de que tenía al castellano completamente en sus manos.

Por si fuera poco, el castellano también creía en la predicción del destino, y orientaba sus actos según todos los posibles presagios, que observaba con gran detenimiento. Creía poder leer la suerte o la desgracia en el vuelo de los cuervos o las cornejas, en si graznaban o no al pasar, y en cuántas aves eran y en qué dirección volaban. Creía que su destino dependía de hechos fortuitos, como si su caballo pisaba el umbral del establo primero con la pata derecha o con la izquierda, o si se topaba antes del mediodía con una mujer que bostezaba.

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