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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (122 page)

Hacía dos semanas el khádim había aparecido por sorpresa con un alto funcionario de palacio, un joven que no mencionó ningún nombre, pero que se presentó como el ghulam de una importante personalidad de la corte del príncipe. El khádim se quedó arriba, en la plataforma de la torre, al parecer con la misión de vigilar atentamente la entrada. El propio ghulam estaba muy nervioso, como si hubiera aceptado sólo por obligación el encargo de hacer esa visita. Iba provisto de papel y utensilios de escritura, una concesión que Ibn Ammar había pedido una y otra vez al khádim, hasta ahora siempre en vano.

—Un regalo de mi señor —explicó el joven, para añadir apresuradamente—: Si oís ruidos extraños en la torre, arrojadlo enseguida por la ventana.

—¿El príncipe ha prohibido expresamente que escriba? —preguntó Ibn Ammar.

—Mi señor no lo ha preguntado —contestó el ghulam, y cuando Ibn Ammar quiso saber si le estaba permitido agradecer por escrito a su mecenas desconocido, el ghulam se lo desaconsejó rotundamente. Acto seguido, fue al grano sin más rodeos.

Hacía una semana el príncipe había viajado a Córdoba para recibir a una embajada del rey de León. Hasta entonces Ibn Ammar no había oído nada ni de aquel viaje ni de la embajada española, pero no tardó en comprender qué se estaba cociendo. El armisticio de cinco años entre Sevilla y León pactado por el propio Ibn Ammar estaba a punto de expirar. La conquista de Toledo había colocado al rey español en posición de plantear mayores exigencias que cinco años atrás, y al parecer había decidido aprovechar la ocasión antes de lo esperado.

—¿Se sabe algo de la cuantía de la suma exigida? —preguntó Ibn Ammar.

—No hay cifras —respondió el ghulam—. Sólo se dice que han pedido una suma desvergonzadamente elevada.

—¿Sólo desvergonzada, o también impagable?

—Una suma tan elevada que el embajador tuvo la osadía de proponer que una parte se saldara mediante la entrega de algunos castillos.

—¿Qué castillos?

—Algunos castillos del Guadiana.

—¿Almodóvar?

—También Almodóvar.

—¡El príncipe no habrá aceptado!

—Claro que no.

—¿También se ha negado a pagar?

—Está dispuesto a pagar las mismas sumas que en los últimos años.

—¿El embajador se negó?

—El embajador se mostró dispuesto a aceptar aquello como un primer pago, pero luego rechazó las monedas que le entregaron.

—¿Porque contenían muy poco oro?

—Exacto.

—¿En presencia del príncipe?

—En presencia del príncipe y de toda la corte. Además, el rey de León ha tenido la insultante idea de poner al frente de la embajada a un judío de Toledo.

Había sido una conversación desalentadora, durante la cual Ibn Ammar se había sentido como el señor del criado Ma'mun, que al volver de un largo viaje se topó en la puerta de la ciudad con éste, muy afligido, quien en un primer momento le dijo únicamente que había muerto su perro favorito. Hasta que el señor siguió preguntando y, poco a poco, se enteró de que el perro había muerto aplastado por su mula, que se había roto una pata en la calle. Que su mula se había roto una pata porque se había espantado. Que se había espantado porque su hijo se había caído del tejado y se había roto el cuello. Que su hijo había sufrido esa caída porque la casa se había incendiado. Que la casa se había incendiado porque su mujer había tenido un repentino ataque al corazón y había dejado caer la vela. Cada noticia, por terrible que fuera, había sido superada por la siguiente.

El rudo comportamiento mostrado por el embajador judío en Córdoba había desembocado en un escándalo sin parangón. El príncipe se había arrojado sobre el judío y le había hundido los ojos con sus propias manos. Acto seguido, lo había hecho clavar a la puerta de la ciudad junto con un perro y había mandado apresar a todo su séquito. Unos hechos a los que el rey de León sólo podía responder con una campaña contra Sevilla. Incluso era posible que esa campaña hubiera estado planeada de antemano y que el rey hubiera provocado conscientemente al príncipe por tener un pretexto para atacar. Los arranques de cólera de al–Mutamid eran bien conocidos en todas partes.

Pero también era posible que la facción almorávide de la corte hubiera incitado este estallido del príncipe para ganarse definitivamente a al–Mutamid. Tras estos sucesos, al príncipe no le quedaba más remedio que volverse en busca de ayuda hacia el emir de los almorávides.

—¿Ha decidido ya el príncipe enviar una embajada a Ceuta? —preguntó Ibn Ammar.

—No se sabe nada —respondió el ghulam.

—Pero ¿en la corte están seguros de que se tomará esa decisión? —insistió Ibn Ammar, y esta pregunta llevó al ghulam por fin a hablar del verdadero motivo de su visita.

—Mi señor está seguro de que la decisión aún no ha sido tomada, y desea que vos le deis algunos argumentos con los que convencer al príncipe de que recapacite antes de enviar una embajada a Ceuta.

Aquello había sido casi una orden, y el ghulam le había puesto plazo para su cumplimiento:

—Mi señor espera tener vuestras propuestas por escrito mañana al mediodía.

Ibn Ammar se había puesto a trabajar de inmediato.

La encrucijada política en que se encontraba el príncipe debido a su carácter irritable no le dejaba mucho margen de acción. Si se llegaba a la guerra con León, el príncipe dependía de la ayuda almorávide. Si querían impedir que los almorávides entraran en el país, tenía que hacer algo para evitar la guerra con León. Sólo había dos bazas con cuya ayuda podía conseguirse que los españoles desistieran de emprender una campaña. Por una parte, los infanzones a los que el príncipe tenía prisioneros en Córdoba. Por otra, la amenaza de los almorávides.

A los infanzones podía utilizárselos para obligar a los españoles a entablar negociaciones. Además, había que buscar una buena base legal que diera una justificación creíble al ajusticiamiento del embajador enviado por los españoles a Córdoba, para darle al rey la posibilidad de entrar en esas negociaciones sin menoscabo de su honor. Una vez que se sentaran a negociar, se pondría sobre el tapete la amenaza de los almorávides. Para ello, primero habría que trabar contacto con los almorávides. De momento era absurdo cerrar esa puerta.

El príncipe debía escapar de algún modo de los ortodoxos, que entre tanto ya veían en el emir almorávide Yusuf ibn Tashfin algo así como un nuevo imam, un renovador de la religión. En cualquier caso, enviar una embajada a la corte del emir no significaba que le estuvieran abriendo las puertas de Andalucía, pero haría más creíble la amenaza a los españoles. Y si la guerra contra León se posponía, se podía reemprender la política de unificación de Andalucía, única política que podía salvar a Andalucía a largo plazo.

Se podía adoptar la idea, retomada por los almorávides, de los castillos fronterizos ocupados por soldados capaces de luchar hasta la muerte por su religión, y enviar contra los españoles a los fanáticos más contumaces de la facción ortodoxa, para así desembarazarse de ellos. O se podía incluso traer una pequeña tropa almorávide, para mostrar al rey de León el peligro de luchar contra esos fanáticos guerreros del desierto. Quedaban aún bastantes posibilidades, si el príncipe se dirigía hacia el objetivo correcto y estaba dispuesto a tomar decisiones.

Ibn Ammar se había visto obligado a exponer sus propuestas de la forma más escueta posible, pues el ghulam sólo le había dado un trozo de papel del tamaño de una mano, y él todavía lo había cortado en dos, para quedarse al menos con un trocito.

El khádim había ido a recoger el papel al día siguiente. El ghulam no había vuelto a aparecer. Ibn Ammar lo esperó en vano dos langas semanas. Desde hacía nueve días ya tampoco iba el khádim.

Ese día volvió a presentarse el khádim, pero no bajó. Se quedó junto a la trampilla y arrojó un diminuto rollo de papel a Ibn Ammar.

—Traigo una carta para vos. Destruidla cuando la hayáis leído —dijo, y volvió a cerrar la trampilla.

La carta contenía unas pocas líneas, escritas con una letra que Ibn Ammar no pudo reconocer:

El príncipe ha aceptado nombrar al juez supremo del reino jefe de una embajada que ha de cruzar el estrecho y honrar a Yusuf el emir bereber. El príncipe ha expuesto como motivo de su decisión el siguiente: dice que prefiere ser arriero de asnos en el desierto a pastor de cerdos en León.

En la carta no figuraba ni el título del remitente ni su nombre; pero Ibn Ammar, tras releerla varias veces, descubrió que el remitente había omitido en todo el texto, sin duda con intención, la letra «A». Aquél era un juego literario que, hacía cinco años, había practicado con ar–Rashid, el hijo de al–Mutamid, que por entonces tenía sólo quince años.

Haber descubierto que aún podía contar entre sus amigos al príncipe ar–Rashid, era el único consuelo que le quedaba tras las descorazonadoras noticias de las últimas dos semanas.

57
TOLEDO

VIERNES 1 DE AGOSTO, 1085

8 DE AB, 4845 / 6 DE RABI II, 478

Encontrar al condestable del conde Henri de Borgoña había sido sencillo. Más esfuerzo había costado a Lope acercarse a él.

Su señor, el conde, era uno de los más estrechos colaboradores del rey. Era sobrino de la reina Constance, y había venido de Borgoña con ella hacía seis años. Don Alfonso, el rey, lo había convertido en su yerno, prometiéndolo en matrimonio a su hija Teresa, quien, a pesar de ser hija de una concubina, era vista en la corte como una princesa legítima. El conde procedía de una casa regia, y era uno de los señores más distinguidos de la corte. Lo protegían tanto como al propio rey.

Lope pasó medio año en León intentando en vano conseguir introducirse en la mesnada del conde. A principios de la primavera, cuando el conde Henri partió hacia el campamento militar de Toledo con el séquito del rey, Lope lo siguió, y logró ser aceptado en el ejército que sitiaba la ciudad. Había sido reclutado como un simple hidalgo, pero ya había tenido ocasión de lucirse dos veces en presencia del rey, la segunda después de la toma de la ciudad, cuando ganó un premio en una competición de arqueros. El rey le concedió una casa en la ciudad y una participación en los impuestos del mercado de grano, a cambio de que se encargara de la defensa de una torre de las fortificaciones de la ciudad y de que cada año dedicara cuatro semanas a acompañar al rey en sus cacerías.

Así, se había convertido en vasallo del rey, y este ascenso le había permitido por fin acercarse al hombre al que buscaba.

El rey era un gran cazador. Años atrás, cuando al–Qasir aún era príncipe de Toledo, había exigido a éste que le entregara un castillo situado a dos días de viaje al norte de la ciudad, entre los grandes bosques que se extendían en la ladera meridional de la sierra, y había hecho de este castillo su residencia de verano y la base desde la cual emprendía sus cacerías. Los últimos años, el rey había visitado con frecuencia ese castillo, no sólo para cazar, sino también para dirigir desde allí los prolegómenos de la conquista de Toledo.

A finales de la primera semana de julio, cuando la toma de la ciudad era ya definitiva, el rey había vuelto a retirarse a aquel castillo. Lope había viajado en su séquito. Un par de días más tarde había llegado al castillo el conde Henri de Borgoña, y lo acompañaba sire Hugues, su condestable. Los señores de la mesnada del conde se habían alojado en el mismo edificio que Lope, y éste no tardó muchos días en conocer al condestable.

Sire Hugues era considerado un individuo extravagante. Tenía algo más de cincuenta años. Dios lo había hecho tan bajo que ni siquiera unas botas con grandes tacones le permitían alcanzar una estatura mediana. Su escasa talla la compensaba con una valentía rayana en la temeridad. Se decía que, en un torneo celebrado en Borgoña, había derribado a seis hombres en un solo día; y también que él solo había abatido con su espada a una osa adulta que atacó a su señor. Su gente lo llamaba Cuatrobrazos, porque, efectivamente, cuando luchaba parecía tener cuatro brazos. Vivía como un monje; no prestaba la menor atención a las mujeres y ni siquiera comía manzanas, en recuerdo de la tentación del Paraíso. No bebía vino, despreciaba la música y el juego, y se apartaba de todos los otros placeres de la corte. Era un hombre solitario, entregado al servicio de su señor, y que no conocía más que sus deberes para con su señor, las armas de su señor, los caballos, perros y halcones de su señor, y los hombres a quienes instruía para proteger a su señor.

El contacto de Lope con el condestable también se limitó a formalidades: algún saludo ocasional, una breve charla en los establos. El condestable lo había visto usar el arco, y no tenía ningún interés particular en seguir tratando con él. Consideraba que el arco no era un arma caballeresca, y no lo utilizaba ni siquiera en las cacerías. Entre sus principios se encontraba el de no alejarse nunca tanto de su señor que no pudiera oír su llamada. Cuando el conde estaba en el castillo, él no daba un paso fuera de la puerta. Cuando el conde salía a caballo, él no se apartaba un paso de su lado. Lope no encontró ninguna ocasión para quedarse a solas con él. Hasta que, a las tres semanas, finalmente el azar acudió en su ayuda.

Era buena época para cazar venados. Había empezado agosto, el mes en que los venados están más gordos y su carne sabe mejor. Uno de los cazadores del rey había vuelto al castillo al atardecer, y había hablado de un animal enorme cuyo territorio se encontraba en un espeso monte a orillas del cauce superior del río Guadarrama. El cazador no había visto al venado, pero había podido calcular su tamaño a partir de las ramas quebradas y de la amplitud y profundidad de sus huellas. Y como prueba había recogido en su cuerno un poco de estiércol: firme, no demasiado graso, limpio, como el que caracteriza a los venados adultos y extraordinariamente pesados. Era un venado para el rey.

Pero don Alfonso mostró poco interés en el asunto. Se sentía agobiado por el calor, que en esa época era intenso también en las montañas. Perseguir a un venado a caballo, yendo tras una jauría de perros, era un arte de montería agotador y no carente de riesgos. Además, el territorio de aquel venado se encontraba a más de medio día de viaje; había que prever, como mínimo, una excursión de tres días, más todo tipo de incomodidades. Así, finalmente el rey renunció al venado y se lo cedió al conde Henri de Borgoña.

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