—Mierda, ¡tienen un Kalashnikov! —gritó—. Agárrate fuerte.
El helicóptero descendió y se colocó delante de ellos, para luego desaparecer de la vista tras un grupo de árboles.
—¿Están aterrizando? —preguntó Ángela, completamente desesperada.
—Probablemente no. El piloto intentará posicionar el helicóptero de modo que bloquee el sendero que conduce a la carretera, para que el hombre pueda disparar a nuestro motor.
—¿Qué podemos hacer entonces?
Bronson pisó los frenos con fuerza, y giró la rueda a la izquierda.
—Vamos a salir del sendero —dijo él.
Alejó el vehículo del camino plagado de baches, y eligió la mejor ruta que pudo entre los árboles y los arbustos, sin dejar en ningún momento de descender por la colina en dirección a la carretera.
Bronson estaba en lo cierto. El piloto del helicóptero descendió con el aparato prácticamente a la altura del suelo, e intentó bloquear el camino, con el lateral derecho y la puerta abierta orientados hacia la colina, mientras el hombre que llevaba el Kalashnikov observaba a su objetivo.
Pero transcurridos un par de minutos, el Toyota continuaba sin aparecer.
—Debe de haber abandonado el sendero —dijo Mandino—. Vuelva a ascender y búsquelo, y esta vez no lo pierda de vista cuando realice el descenso. —En escasos segundos, el piloto volvió a avistar el todoterreno, que seguía una trayectoria errática e imprevisible colina abajo. El vehículo iba virando con brusquedad mientras Bronson conducía por entre los árboles y otros obstáculos de la ladera.
—Descienda allí —ordenó Mandino, señalando a los pies de la colina, donde había gruesos árboles y el camino serpenteaba a lo largo del hueco que dejaban. Bronson debía atravesarlo si quería llegar a la carretera.
—¿Quiere que aterrice? —preguntó el piloto.
—No. Manténgase volando bajo y estabilice el aparato. Mi hombre necesitará una plataforma estable para disparar a su objetivo.
Mientras el Toyota bajaba a toda velocidad la colina en dirección al helicóptero, este descendió en picado. El Toyota se encontraba a menos de cien metros de distancia cuando el hombre que llevaba el Kalashnikov comenzó a disparar.
—Llegó la hora del espectáculo —masculló Bronson cuando vio los fogonazos del arma de fuego. Viró el Toyota incluso con más violencia, para que se convirtiera en el blanco más difícil posible, luego soltó las manos del volante, solo el tiempo suficiente para pasarle a Ángela la pistola Beretta que había conseguido del guardaespaldas de Mandino. Era más pequeña que la Browning, por lo que pensó que le resultaría más fácil de manejar.
—Cógela con la mano derecha —gritó a mayor volumen que el del ruido del motor— pero no coloques el dedo en el gatillo. —Miró de reojo a toda velocidad—. Agarra ahora la parte superior de la pistola, la parte dentada, tira de ella y suéltala.
Se oyó un sonido metálico cuando Ángela tiró del pasador y lo soltó, introduciendo un cargador en la recámara de la Beretta.
—Observa ahora la parte trasera de la pistola —prosiguió Bronson, mientras continuaba dando bandazos con el Toyota de forma imprevisible a través del escarpado terreno—. ¿Está el martillo montado?
—Hay una pequeña pieza metálica que apunta hacia atrás —dijo ella, observando el arma.
—Eso es. Sujétala ahora con la mano derecha, y levanta el dedo pulgar hasta que encuentres una palanca en el lateral.
—La tengo.
—Eso es el seguro —dijo Bronson—. Cuando quieras efectuar un disparo, bájalo haciendo clic, y no dejes de apuntar a través de la ventanilla, por favor —añadió, mientras Ángela movía el arma ligeramente en su dirección.
—Dios, jamás he disparado un arma.
—Es sencillo. Solo tienes que apretar el gatillo hasta que hayas vaciado el cargador.
Cuando se encontraban a unos cincuenta metros del helicóptero, Bronson bajó la ventanilla del asiento de Ángela.
—Comienza a disparar —gritó.
Ángela apuntó con la Beretta al helicóptero y se estremeció al apretar el gatillo.
Bronson sabía que sería un completo milagro que Ángela alcanzara al helicóptero. Disparar un arma de relativa poca precisión desde un vehículo en marcha a toda velocidad por un terreno plagado de baches no era tarea fácil como para poder disparar con precisión. Pero los helicópteros son relativamente frágiles, y si podían hacer creer al piloto que existía la posibilidad de que una bala dañara su aparato, este se alejaría para ponerse a salvo; en sus circunstancias, era lo mejor que cabía esperar.
Al tiempo que Ángela efectuaba el primer disparo, una bala hizo añicos el parabrisas y pasó justo entre ellos antes de salir por la puerta trasera del Toyota.
La voluta del cristal los puso nerviosos. Bronson viró bruscamente hacia la izquierda y luego a la derecha, provocando que el Toyota casi volcara.
Ángela gritó y se le cayó la pistola, que fue a parar al hueco que había entre su asiento y la puerta. Se agachó para cogerla, pero no lo logró.
—Chris, lo siento —gritó—. Tengo que abrir la puerta para poder cogerla.
—No, ya es demasiado tarde. Prepárate.
No les quedaba otra alternativa. Bronson aceleró el Toyota en dirección al helicóptero.
Mandino le gritaba al hombre que llevaba el Kalashnikov, quien, a pesar de la proximidad de su objetivo, seguía encontrando dificultades para alcanzarlo.
El hombre armado efectuó dos tiros más al vehículo que se aproximaba a toda prisa, y entonces se abrió el mecanismo del AK47 al disparar la última bala. Presionó el disparador para soltar el cargador vacío, cogió uno nuevo y lo colocó en su lugar, pero durante esos escasos segundos el Toyota había avanzado diez metros, y parecía continuar acelerando. Giró el mecanismo para introducir una bala, seleccionó el mecanismo automático y volvió a apuntar. A esa distancia (ahora probablemente inferior a veinte metros) simplemente no podía fallar.
El piloto observaba, cada vez más alarmado, cómo se aproximaba el todoterreno, perdiendo los nervios al ver que el Toyota se situaba a unos cincuenta metros. Tiró de la palanca del colectivo, puso el motor a la máxima potencia y ascendió en el aire y, precisamente en ese mismo momento, en la parte trasera del aparato, el hombre que llevaba el arma apretó el gatillo y arrojó una ráfaga de balas de 7,62 milímetros en dirección al todoterreno. Había apuntado correctamente, pero la sacudida del helicóptero al elevarse en el aire lo cogió por sorpresa y los proyectiles se estrellaron sin causar daño alguno contra el suelo.
—¿Qué demonios está haciendo? —le gritó Mandino al piloto.
—Salvando su vida, eso hago. Si ese todoterreno nos hubiera alcanzado, estaríamos todos muertos.
—Estaba jugando a ver quién era el más valiente. Habría girado bruscamente en el último momento.
—No estaba dispuesto a arriesgarme. Ya he presenciado lo que queda después de un impacto contra un helicóptero —dijo el piloto con brusquedad, mientras dirigía el helicóptero hacia la carretera principal, siguiendo de nuevo la nube de polvo que levantaba el Toyota a su paso.
Mientras el Toyota rugía por debajo del helicóptero, Bronson pisó el acelerador aún con más fuerza, y se dirigió al sendero plagado de baches.
—Dios mío —masculló Ángela—. Creí de verdad que ibas a impactar contra él.
—He estado a punto —reconoció Bronson—. Si no hubiera ascendido, habría tratado de esquivar el morro.
—¿Por qué no detrás? —preguntó Ángela—. Había más sitio detrás de él.
—No era una buena idea. Hay un rotor de cola, y si impactas contra él, acabas hecho lonchas de salami. A propósito —añadió en tono jocoso— espero que eligieras un seguro a todo riesgo cuando alquilaste el todoterreno, porque parece que se ha agujereado bastante.
Ángela esbozó una ligera sonrisa, y luego miró hacia atrás; el helicóptero volvía a aproximarse hacia ellos.
—Lo veo —dijo Bronson, mirando en el espejo retrovisor externo—. Pero ya estamos a solo doscientos metros de la carretera.
—¿Estaremos a salvo entonces? —Ángela no parecía muy convencida.
—No lo sé, pero eso espero. Lo último que necesitan esos tipos es publicidad, y disparar contra un vehículo en una carretera pública es una forma de garantizar el interés por parte de todos los medios de comunicación. Confío en que solo nos persigan e intenten abatirnos cuando nos detengamos. En cualquier caso, no existe otro lugar al que podamos dirigirnos.
Al final del sendero, Bronson miró a ambos lados, condujo el Toyota hasta la carretera y pisó el acelerador. El motor diésel comenzó a bramar al meter el turbo, mientras el gran todoterreno bajaba por la carretera a toda velocidad en dirección a Piglio.
Mandino estaba ronco de dar órdenes a gritos.
—Gracias a su completa incompetencia —gritó al piloto—, han logrado llegar a la carretera.
—Puedo llevarles allí—dijo el hombre que llevaba el arma—. Tendrán que conducir en línea recta, convirtiéndose así en un blanco fácil.
—Se supone que se trata de una operación encubierta —dijo Mandino con brusquedad—. No podemos efectuar disparos con armas automáticas contra un vehículo en una carretera pública. —Dio un toquecito al piloto en el hombro—. ¿Cuánto combustible nos queda?
El pilotó comprobó los mandos.
—Suficiente para otros noventa minutos en el aire —dijo él.
—Bien. Reduzcamos la velocidad y sigámoslos. Tarde o temprano se verán obligados a detenerse en algún sitio, y entonces entraremos en acción.
—No veo el helicóptero —dijo Ángela, sacando el cuello por la ventanilla del Toyota—. Quizás hayan abandonado.
Bronson negó con la cabeza.
—Ni lo sueñes —dijo él—. Está en algún lugar, siguiéndonos.
—¿Podemos ir más deprisa que el helicóptero?
—No, ni aunque fuéramos en un Ferrari —contestó—, pero espero que no tengamos que hacerlo. Con que lleguemos a Piglio, será suficiente.
El tráfico era escaso por las carreteras rurales, pero había los suficientes coches alrededor como para evitar que sus perseguidores tuvieran la oportunidad de aterrizar en la carretera para intentar detenerlos, o al menos, en eso confiaba Bronson. Luego miró hacia delante y señaló hacia una indicación de la carretera.
—Piglio —dijo él—, ya hemos llegado.
El helicóptero se mantenía a quinientos pies de altura, y cuando el Toyota entró en la localidad por debajo de ellos, Mandino dio órdenes al piloto para que descendiera aun más.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mandino.
—Es un lugar llamado Piglio —contestó Rogan, quien seguía el rastro de su ubicación en una carta de navegación topográfica, por si necesitaran refuerzos desde tierra.
Se trataba de una pequeña localidad, pero no podían arriesgarse a perder a su presa por sus calles. El Toyota se había visto obligado a reducir la velocidad debido al intenso tráfico local, y el helicóptero se encontraba prácticamente detenido en el aire, mientras sus ocupantes observaban con atención.
—No les quitéis la vista de encima —ordenó Mandino.
—Casi hemos llegado —dijo Bronson, mientras conducía el Toyota por la calle lateral, siguiendo las indicaciones del supermercado. Segundos más tarde condujo el todoterreno hacia el aparcamiento, encontró una plaza libre, detuvo el vehículo y salió de él. —No olvides las reliquias —dijo, mientras Ángela lo seguía. Ángela metió cuidadosamente la toalla y su preciado contenido en su bolso.
—¿Has cogido la cámara? —preguntó ella.
—Sí. Vamos. —Bronson se dirigió a la entrada principal del supermercado, en el que numerosos de los clientes se encontraban mirando hacia el helicóptero, que se mantenía detenido en el aire a unos cien metros de distancia.
—Aterrice lo más cerca que pueda —le dijo Mandino al piloto.
—No puedo aterrizar en el aparcamiento, no hay suficiente espacio, pero allí hay una extensión de tierra en la que podré hacerlo.
—Hágalo lo más rápido posible. Una vez que hayamos salido, vuelva al aire. Rogan, quédate en el helicóptero y ten el móvil a mano.
El piloto giró el helicóptero hacia la derecha y descendió en dirección a la zona de hierba que se encontraba junto al aparcamiento del supermercado.
—El Nissan está allí, ¿no? —dijo Ángela.
—Sí, pero no podemos subirnos en él y marcharnos así sin más. Sería demasiado evidente. Esperaremos aquí.
Bronson llevó a Ángela hacia el lado izquierdo del vestíbulo de la entrada y observó el helicóptero con atención.
—Tendrán que aterrizar para que alguien pueda salir y seguirnos a pie —dijo él—, y no pueden aterrizar en el aparcamiento, está demasiado atestado. Mira, allá va. —Y observó como el helicóptero se alejaba y comenzaba a descender.
»Vayamos andando, y no corriendo —dijo él, mientras le apretaba a Ángela la mano. Sin ni siquiera mirar al helicóptero, avanzaron hasta el lugar en el que Bronson había aparcado el Nissan. Lo abrió, entró y arrancó el motor, luego salió marcha atrás de la plaza de garaje y se alejó del edificio, sin prisas, con el antiguo vehículo.
Treinta segundos después, Mandino y sus hombres entraban corriendo en el aparcamiento, en dirección al Toyota, mientras el helicóptero se mantenía detenido en el aire por encima de sus cabezas.
Pero Bronson ya se había alejado, y conducía en dirección a la Via Prenestina y hacia Roma.
Una hora más tarde, tras una minuciosa búsqueda en el aparcamiento y en el supermercado, Gregori Mandino se vio obligado a afrontar una realidad muy desagradable: era evidente que Bronson y la mujer habían logrado escapar. El Toyota había sido abandonado en el aparcamiento, y ya había comenzado a llamar la atención debido a los evidentes impactos de bala que tenía en el parabrisas y en la carrocería. Miraron por la ventana trasera y vieron que seguían allí las herramientas y el equipamiento que Bronson había utilizado. Uno de los hombres había clavado la hoja de un cuchillo en las dos ruedas delanteras para garantizar que su presa no pudiera alejarse.
Los tres hombres habían registrado cada rincón del supermercado, y luego habían ampliado su búsqueda a las tiendas y las calles de los alrededores, e incluso habían buscado en algunos restaurantes, hoteles y cafeterías, pero sin éxito.
—Puede que tuvieran a un cómplice esperándolos aquí —sugirió Rogan—. Entonces, ¿qué hacemos?
—Todavía no hemos acabado con esto —dijo Mandino con un gruñido—. Todavía están por algún lugar de Italia, en mi territorio. Voy a encontrarlos y a asesinarlos a los dos, aunque sea lo último que haga en la vida.