Carlotti parecía desconcertado.
—Pero creía que Gregori había recuperado la Exomologesis. Pensaba que era lo que se había ocultado en la casa de las afueras de Ponticelli.
—Mandino se la llevó de la propiedad, pero hemos descubierto un texto adicional en la parte inferior del pergamino. Dicho texto dice que existe otra copia del documento, así como dos dípticos (son una especie de libros antiguos con tapas de madera) que podrían demostrar la validez del pergamino. Sabemos que esos dos dípticos, así como el pergamino, deben ser falsificaciones, pero sencillamente no nos podemos permitir que el contenido de dichos documentos salga a la luz. Estas tres reliquias adicionales han sido robadas por el inglés Bronson y su ex mujer.
Carlotti continuaba pareciendo confundido.
—Sé de la existencia de Bronson, y entiendo lo que quiere decir, cardenal, pero confiemos en que Gregori recupere dichos objetos cuando llegue a Barcelona.
Siguiendo las instrucciones de Mandino, Carlotti había estudiado detenidamente los antecedentes de Bronson y de la señora Lewis. De los dos, el único posible vínculo con académicos europeos era el trabajo de investigación que la señora Lewis había llevado a cabo previamente con Josep Puente, motivo por el que Carlotti había enviado a dos de sus hombres para que vigilaran el Museu Egipci de Barcelona, con información detallada de la apariencia física de Bronson y Lewis, y motivo por el que Mandino se encontraba de camino a España.
—Eso es precisamente —dijo Vertutti, inclinándose hacia delante con seriedad para dar énfasis a lo que estaba diciendo— lo que me preocupa. Por desgracia, Mandino y yo nunca hemos visto el asunto de la misma forma, y me ha dicho que, una vez que recupere las reliquias, intentará hacerlas públicas. Con sus creencias religiosas, o mejor dicho, antirreligiosas, eso no me ha sorprendido, y no parece preocuparle el daño irreparable que su actuación provocará a la iglesia.
—Entonces, ¿qué puedo hacer yo al respecto? —preguntó Carlotti.
Vertutti se inclinó aún más hacia delante, bajó el tono de voz e hizo la sugerencia que llevaba ideando los últimos tres días.
Diez minutos más tarde, Vertutti le dio la mano a Carlotti y se marchó de vuelta al Vaticano. Mientras caminaba, notó que sudaba ligeramente, y no precisamente por el suave calor de la noche romana.
Poco después de que Vertutti se hubiera marchado, Antonio Carlotti continuaba sentado ensimismado en sus pensamientos. Se notaba en su rostro que la conversación que había mantenido con Vertutti no había sido normal. Había notado ligeros signos de sudoración en la frente de Vertutti mientras el clérigo expresaba sus mentiras. La afirmación de Carlotti acerca de que solo se había ocupado del soporte técnico era, por supuesto, completamente falsa: sabía tanto de la Exomologesis como Mandino, pero había imaginado que tendría muchas más oportunidades de averiguar exactamente lo que Vertutti estaba tramando si se hacía el tonto, y su suposición se confirmó en gran medida.
Lo único que tenía que hacer ahora era decidir si debía transmitirle lo que Vertutti le había contado a Mandino (que era la opción más lógica) y dejar que él tratara con Vertutti a su vuelta a Roma, o hacer algo distinto. Algo que, de forma extraña, lograría exactamente lo que Vertutti deseaba, al mismo tiempo que le reportaría a Carlotti ciertos beneficios. Pero se trataba de un paso muy importante, y antes de actuar tenía que estar seguro de que podría lograr su objetivo.
Por fin, sacó el móvil y mantuvo una larga conversación con uno de sus hombres de mayor confianza, una llamada que incluía instrucciones muy específicas y en absoluto corrientes.
Dos hombres, que solo portaban equipaje de mano, salieron de la Terminal B del aeropuerto de Barcelona y se colocaron en la cola de los taxis. Los nombres que aparecían en sus pasaportes italianos eran Verrochio y Perini, y sus apariencias eran prácticamente idénticas: eran altos y fornidos, llevaban trajes de chaqueta negros y gafas de sol con unos impenetrables cristales negros que ocultaban sus ojos. Cuando les llegó el turno, subieron a un taxi Mercedes negro y amarillo y, cuando el conductor salió de la fila, Perini le indicó una dirección a las afueras del oeste de la ciudad en fluido español, aunque con un fuerte acento italiano.
Cuando llegaron a su destino, Perini se inclinó hacia delante.
—Espere aquí —dijo— tardaré unos veinte minutos, luego tenemos que ir a Barcelona.
Verrochio permaneció en el coche y Perini salió del vehículo, recorrió una escasa distancia por la calle y entró en el vestíbulo de un bloque de apartamentos. Comprobó un pequeño pedazo de papel, en el que se encontraban escritos algunos números, y luego pulsó uno de los botones del interfono. Se encendieron unas luces, y miró fijamente a las lentes de una cámara. Un par de segundos más tarde, se oyó que se abría el cierre electrónico, abrió la puerta de un empujón y se introdujo en el interior del bloque.
Perini cogió el ascensor hasta la séptima planta, recorrió un pequeño pasillo y llamó a una puerta. Oyó ruidos en su interior, y se percató de que un ojo invisible lo observaba a través de la mirilla. La puerta se abrió, y se encontró cara a cara con un hombre corpulento, y de tez morena, que llevaba vaqueros y una camiseta.
—Me envía Tony —dijo Perini, en italiano, y el hombre lo invitó a entrar, y cerró la puerta con llave.
El hombre lo condujo a uno de los dormitorios y abrió un armario empotrado. Sacó dos maletines de cuero negro y los colocó sobre la cama.
—Le puedo ofrecer pistolas Walther o Glock —dijo él, y abrió los cierres de ambos maletines.
Perini se agachó para verlos. En uno de los maletines, había dos pistolas semiautomáticas Walther PPK de nueve milímetros, y en el otro un par de pistolas Glock 17 de igual calibre. Ambos maletines incluían además un cargador de repuesto para cada pistola, dos cajas de cincuenta balas de munición Parabellum, y un par de fundas para el hombro.
Perini analizó las cuatro pistolas, y las volvió a introducir en los maletines.
—Me quedo con las Glock —dijo él, finalmente.
—Ningún problema. Me han dicho que las necesitará durante un día, ¿no es así?
—Sí, un día, puede que dos —contestó Perini.
—¿Hay munición suficiente?
—Más que suficiente.
—Bien. Llámeme a este número de teléfono, cuando quiera devolverlas. —El hombre le entregó un pedazo de papel.
Perini se lo metió en la cartera, cerró con llave el maletín en el que se encontraban las Glock, le estrechó la mano al hombre, y abandonó el apartamento.
—Llévenos a la plaça Mossén Jacint Verdaguer —le dijo al conductor del taxi, mientras se reclinaba en su asiento.
El conductor asintió con la cabeza y, en escasos minutos, el vehículo se dirigía al centro de la ciudad por la Avinguda Diagonal, la carretera más importante, que dividía Barcelona en dos partes.
Cuando llegaron a la plaça, Perini pagó al taxista, incluyendo una modesta propina, y los dos hombres salieron del vehículo y esperaron en la acera hasta que el taxi se perdió entre el rápido y denso tráfico.
Verrochio sacó un mapa de Barcelona.
—Tenemos que llegar allí—dijo Verrochio, señalando un lugar en el mapa. Esperaron en el paso de peatones a que cambiara el semáforo, cruzaron la Diagonal y se dirigieron, en dirección sur, hacia el passeig de Sant Joan, antes de girar en el carrer de Valencia.
—Eso servirá —dijo Perini, cuando llegaron al cruce con el carrer de Pau Claris. Junto a la esquina de la calle, había una cafetería con terraza. Se detuvieron y tomaron asiento en un lugar que les permitiera ver con claridad la entrada del Museu Egipci, que estaba situado al otro lado de la carretera.
Cuando apareció el camarero, Verrochio practicó su catalán y pidió dos cafés amb llet y un surtido de pastas, y se prepararon para lo que probablemente iba a ser una larga espera.
Una vez servidos los cafés y las pastas, Perini asintió con la cabeza, dirigiéndose a su compañero.
—Ve tú primero.
Verrochio recorrió la cafetería en dirección a los aseos, llevando el maletín, y regresó transcurridos aproximadamente cinco minutos. Unos diez minutos más tarde, Perini hizo exactamente lo mismo. Nadie que estuviera cerca pudo notar que el maletín parecía más ligero una vez que Perini volvió a sentarse a la mesa, ya que estaba prácticamente vacío, y solo contenía cuarenta balas con munición de nueve milímetros. Las dos pistolas Glock y las recámaras de repuesto cargadas se encontraban en las fundas para el hombro que ambos hombres llevaban colgadas bajo sus ligeras chaquetas.
—Me imagino que sabes que esto puede ser una completa pérdida de tiempo —dijo Verrochio, con los ojos ocultos tras sus gafas de diseño—. Puede que ni siquiera aparezcan.
—Sí, pero por otro lado, pueden aparecer dentro de los próximos diez minutos, así que vigila con atención —contestó Perini.
Pero los efectos de una hora de vigilancia, sin ningún éxito, pronto empezaron a ser palpables en ambos.
—Voy a leer durante una hora mientras tú vigilas, y luego nos cambiaremos, ¿de acuerdo? —dijo Perini. Y pidamos algo de beber la próxima vez que se acerque el camarero.
—Me parece bien —contestó Verrochio, y desplazó su silla ligeramente para asegurarse de que tenía una vista despejada de la entrada del museo.
La llegada al museo no resultó tarea fácil. Era la primera vez que Bronson visitaba la ciudad, y una vez que abandonaron las carreteras principales, se perdieron en el laberinto de calles de un solo sentido.
—Esta es —dijo Ángela por fin, levantando la mirada de su mapa para comprobar las indicaciones de la calle mientras Bronson giraba el Nissan en una esquina—. Esta es la calle carrer de Valencia.
—Por fin —masculló Bronson—. Ahora, solo nos queda encontrar un lugar donde poder aparcar el maldito vehículo...
Encontraron una plaza en uno de los aparcamientos de varias plantas situados junto al museo, y cruzaron la calle en dirección al pequeño edificio de color blanco y gris. A Bronson no le pareció un museo, ya que se había hecho una imagen mental con escalones de piedra y columnas de mármol, y en cambio, el edificio tenía la anchura de una casa, y de hecho era similar a una gran casa de la ciudad. Por encima de la puerta doble central había tres plantas con ventanas, que daban a balcones con rejas metálicas.
—No es muy grande, ¿no? —observó Bronson.
—No tiene que serlo, se trata de una pequeña unidad de especialistas, no de un lugar enorme como el museo Victoria y Albert, ni como el museo Imperial de la Guerra.
Una vez dentro, abonaron los seis euros de la entrada, Ángela se dirigió a la recepción y dedicó una sonrisa a la mujer de mediana edad que se encontraba en ella.
—¿Habla inglés? —preguntó ella.
—Por supuesto —contestó la recepcionista—. ¿En qué puedo ayudarles?
—Nos gustaría ver al profesor Puente. Mi nombre es Ángela Lewis y soy una antigua compañera suya. ¿Se encuentra el profesor en el edificio?
—Creo que sí. Esperen un momento. —Marcó un número y mantuvo una breve conversación en español a gran velocidad—. Se acuerda de usted —dijo ella con una sonrisa, tras colgar el auricular—. Está trabajando arriba, en la sala llamada «Dioses de Egipto», que está en la primera planta, por si desean subir ahora mismo.
—Gracias —dijo Ángela, y se dirigió hacia las escaleras.
En cuanto que llegaron a la primera planta del edificio, un hombre bajito de pelo oscuro corrió hacia ellos, con los brazos abiertos en señal de bienvenida.
— ¡Ángela! —gritó, y la estrechó entre sus brazos—. ¡Has vuelto a mí, mi pequeña florecilla inglesa!
—Hola, Josep —dijo Ángela, sonriendo mientras intentaba soltarse de sus brazos.
Puente retrocedió y le ofreció la mano a Bronson, con unos movimientos tan ágiles como los de un pájaro—. Perdona —dijo él, sin apenas acento—, es que sigo echando de menos a Ángela. Me llamo Josep Puente.
—Chris Bronson.
—Ah. —Puente dio un paso hacia atrás, y les dirigió una mirada a los dos—. Pero pensaba que vosotros dos os habíais...
—Tienes razón —dijo Ángela, suspirando y dirigiendo su mirada hacia Bronson—. Estábamos casados, y luego nos divorciamos y, francamente, no sé cuál es ahora nuestra relación, pero necesitamos tu ayuda.
—Y, ¿es posible que tenga que ver con la bolsa negra que llevas, Chris? —preguntó Puente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bronson con expresión de perplejidad en su rostro.
—No es algo difícil de imaginar. La mayoría de la gente no lleva bolsas de viaje cuando visita un museo. Además, he observado que no te has desprendido de ella y que has tenido sumo cuidado para que no se golpeara con nada. Por lo que debe haber algo frágil en su interior, y probablemente de gran valor, sobre lo que queréis conocer mi opinión. Bueno, ¿qué me habéis traído para que vea?
El rostro de Ángela se turbó por un momento.
—No estoy segura. Tenemos que explicarte la secuencia de sucesos antes de mostrarte el contenido de la bolsa. ¿Podemos ir a tu despacho o a algún lugar privado?
—Mi despacho no ha aumentado de tamaño desde la última vez que estuviste aquí, querida. Tengo una idea mejor. Vayamos al sótano. En la biblioteca hay espacio suficiente.
Ángela recordaba que el sótano del Museu Egipti albergaba una biblioteca privada que fue creada por el fundador del museo, Jordi Clos, y se lo contó a Chris mientras recorrían las modernas salas públicas y sin tabiques en las que los pilares de sección cuadrada y las barandillas de acero inoxidable contrastaban con la belleza clásica y atemporal de los objetos de exposición con dos mil años de antigüedad.
Puente bajó las escaleras, atravesó las señales de «Prívat» y entró en la biblioteca.
—Vale —dijo él, cuando tomaron asiento—, contadme.
—Chris ha participado en esto desde el principio, por lo que probablemente resulte más adecuado que sea él quien te lo explique.
Bronson asintió, y comenzó desde el principio, contándole al español las misteriosas circunstancias de la muerte de Jackie Hampton en la casa situada a las afueras de Ponticelli; su viaje a Italia en compañía de Mark, lo que había ocurrido durante su estancia allí, y los sucesos que tuvieron lugar más tarde en Gran Bretaña.
—El quid de la cuestión —dijo él—, parece estar en las dos piedras inscritas. Hasta que los obreros de los Hampton no destaparon la inscripción en latín...