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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (35 page)

Mientras cabalgaba, Aileen acomodó su lanza en la axila y la apuntó directamente al pecho de un hosco Jinete. El espectral personaje levantó la espada y abrió la boca. Entonces la lanza penetró en su pecho, atravesando el cuerpo y derribándolo al suelo. A su alrededor, muchos de sus camaradas sufrieron la misma suerte; en total, unos veinte Jinetes Sanguinarios se estrellaron contra el suelo en el primer choque.

Los restantes Jinetes Sanguinarios hicieron girar sus ágiles corceles para rodear como tiburones a las hermanas, y golpearon con sus armas, mientras los negros caballos coceaban y mordían. Aileen, sola en el extremo izquierdo de la línea, esquivó los golpes que le propinaban desde adelante y desde atrás. Su lanza era inútil en un combate cuerpo a cuerpo, pero no quería soltarla.

—¡Adelante! —gritó Brigit—. ¡No os detengáis!

Y condujo a las hermanas fuera del alcance de los furiosos Jinetes. Aileen, sin embargo, sintió el dolor del hierro frío desgarrándole un hombro.

De alguna manera, uno de aquellos espantosos caballeros sediento de sangre, la había alcanzado.

El dolor de la herida se transmitió a todo su cuerpo, enturbiando su visión y haciendo que el horizonte diese vueltas ante ella. Sintió que el mundo se oscurecía y se derrumbó sobre la silla. Osprey mantuvo su sitio en la línea, incluso cuando Brigit ordenó a la compañía que se volviese, y su dueña se lanzó, sin saberlo, a una nueva carga.

La sangre de Laric palpitó extasiada cuando retiró la ensangrentada hoja de la herida. Resplandecieron sus ojos con un brillo infernal, y el jinete levantó la voz en un alarido de triunfo. Ardiente y animado, se volvió hacia las amazonas de plata.

Estaba sediento de más sangre enemiga. Incluso en medio de su placer, Laric comprendió que su fuerza flaqueaba. La pérdida de tantos de sus Jinetes sólo podía compensarse con sangre.

Con los corceles resoplando furiosamente, los Jinetes Sanguinarios se volvieron para perseguir a las hermanas, a pesar de que las once amazonas se disponían a atacar de nuevo. Observando la carga, Laric apostó a que, esta vez, ellos prevalecerían.

La voz de mando de Gavin electrizó a la reserva. Con estridentes gritos de guerra, los ffolk se lanzaron adelante. El corpulento herrero los conducía a todos, haciendo girar el enorme martillo sobre su cabeza. Los hombres del norte penetraron en la brecha abierta delante de él, lanzando a su vez gritos de guerra. La tregua momentánea que se había producido en el campo al chocar los jinetes cesó con la misma rapidez que se había producido.

—¡Escoria miserable! —vociferó el herrero, saltando los sesos a un jinete con un terrible golpe de su martillo.

—¡Mueran los hombres del norte! —clamaron todos, como una maldición.

Otro Jinete cayó como un árbol tronchado, al invertir el herrero el impulso de su martillo para dar a uno en la frente y a otro en el hombro. Los ffolk de reserva atacaron a los hombres del norte a ambos lados de su jefe, y la línea osciló mientras las dos fuerzas se disputaban el terreno.

Y poco a poco, inspirados por la fuerza y el heroísmo del herrero, los ffolk empujaron a los hombres del norte hacia atrás en la brecha. Docenas de combatientes de ambos bandos yacían muertos o moribundos, pero la presión de la reserva de Gavin cerró por fin la línea.

El herrero miró hacia arriba y vio al príncipe, montado en Avalón, blandiendo la ensangrentada Espada de Cymrych Hugh. Tristán había acudido a la brecha y ayudado a cerrarla.

—¡Magnífica carga! —gritó el príncipe.

Esta alabanza hizo que Gavin esbozase una sonrisa, por primera vez desde que había descubierto la matanza de Cantrev Myrrdale, y esta imagen persistió en la mente de Tristán en medio del dolor y de la muerte que lo rodeaban.

El príncipe miró a su alrededor y vio que Robyn estaba arrodillada junto a un joven herido. Keren seguía animando a las fuerzas con su arpa, mientras los ffolk permanecían firmes a lo largo de la línea. Daryth y Pawldo se detuvieron, entre los cadáveres de los asaltantes, y el halfling agitó una mano en dirección al príncipe.

—¡Que me manden más hombres del norte! —gritó, blandiendo su ensangrentada espada.

El príncipe sonrió, y entonces vio que los firbolg subían a la colina. Rezó con fervor para que la segunda parte de su plan de defensa diese resultado. Miró hacia el campo, más allá de las líneas, y vio que los Jinetes Sanguinarios y las Hermanas de Synnoria de nuevo se enfrentaban. Esta vez, los caballos negros se desviaron del ataque frontal y las amazonas sólo derribaron a unos pocos de sus sillas. Muchas de las hermanas habían perdido ahora sus lanzas y la batalla se convirtió pronto en una lucha cuerpo a cuerpo, espada contra espada.

Y aquí las probabilidades estaban en contra de las hermanas, al tener que enfrentarse cada amazona a cuatro o cinco jinetes. De improviso, Tristán se dio cuenta de que la batalla estaba casi ganada y que las hermanas podían morir innecesariamente. ¡Debía decirles que se retirasen!

En cuanto hubo tomado esta decisión, golpeó los flancos de Avalón, y el gran semental cruzó la línea de la zanja, saltando con destreza sobre el fangoso obstáculo. Canthus acompañó a su amo, corriendo como una flecha por el campo.

Delante de ellos, la agitada masa de caballos, espadas, capas de pieles y armaduras de plata, era un verdadero caos. Tristán oyó los relinchos de los caballos heridos y las vivas órdenes de Brigit, que parecían vibrar como música entre el horror de la batalla.

Y entonces se mezcló en la refriega.

Groth condujo a los firbolg en una fuerte carga hacia la árida cima de la colina. Que los humanos continuasen su sucia guerra en la zanja, pensó el rey de los firbolg. Sus gigantes se apoderarían de las Tierras Altas, ¡y atacarían al enemigo por la retaguardia!

Por primera vez desde la destrucción de su fortaleza, sintió Groth que la felicidad crecía en el fondo de su monstruoso corazón. Hoy tendría ocasión de vengar aquella derrota. Acarició la nudosa cabeza de su cachiporra, imaginándola cubierta de sangre coagulada de los enemigos.

De pronto, se le dobló la pierna derecha y cayó al suelo con un golpe sordo. Un dolor agudo subió por su muslo, y su nariz chocó con fuerza contra el suelo. Aturdido, levantó la cabeza y miró a su alrededor, y vio caer a otros de su tropa. Entonces, un cuerpo pequeño salió de entre la hierba, blandiendo una afilada hacha de guerra. ¡Un enano!

Groth se incorporó con desesperación y aplastó el cráneo del enano con su clava. Pero no había sido más que uno. Los enanos, acérrimos enemigos de los firbolg, atacaban con eficacia cruel, desjarretando a muchos de sus gigantescos adversarios en el primer ataque. Ahora se lanzaron sobre los demás, golpeando con sus mortíferas hachas o esquivando los golpes de los firbolg.

El pánico se apoderó de Groth. Liquidó a otro enano que subía por su rodilla. Pero más firbolg cayeron mientras los enanos, implacables y astutos, se apercibían para la matanza. A los pocos momentos, los firbolg que no habían sucumbido bajo las armas de los enanos se desanimaron; su jefe caído y el ataque por sorpresa de los enanos habían destruido la poca moral que les quedaba.

—¡Auxilio! —gritó Groth, al pasar por su lado los firbolg que huían.

Por fin convenció a un par de ellos para que lo llevasen. Y así, ignominiosamente transportado, abandonó el poderoso Groth el campo de batalla.

Laric cabalgó entre el tumulto, buscando a la amazona a quien había herido. Se le caía la baba pensando en cómo terminaría su trabajo. Si ella había muerto ya, no quería que se le escapase su cadáver.

Sus ojos negros como el carbón buscaban ansiosamente, mirando de cerca a cada una de las hermanas que veía. La seca y corrompida carne de su nariz se fruncía y desprendía al husmear el monstruo su delicioso olor.

Y entonces la encontró.

La amazona herida estaba encogida e inmóvil sobre su silla, protegida por una camarada a cada lado. Su armadura de plata, desde el hombro izquierdo hasta el pie del mismo lado, estaba teñida en sangre. El esbelto cuerpo, aún oculto por las planchas de metal, parecía atraer a Laric con fuerza irresistible.

Espoleando su negro corcel, Laric cabalgó hacia la hermana inmóvil. Un Jinete atacó a cada lado, distrayendo hábilmente a las dos amazonas que guardaban a su hermana herida. Alargando una mano, parecida a una garra pero disimulada por un grueso guantelete, agarró las riendas del caballo de su víctima y tiró de ellas.

Osprey, sorprendida, saltó hacia adelante. Un momento más tarde, la cautiva de Laric y su caballo desaparecieron en medio de un grupo de Jinetes Sanguinarios.

Avalón llevó al príncipe a la contienda con tremenda velocidad. Tristán levantó la Espada de Cymrych Hugh y derribó a un Jinete de la silla al primer golpe.

La espada se desprendió al instante de aquel cuerpo corrompido. La mano del príncipe experimentó un cálido hormigueo de placer, como si la propia espada hubiese disfrutado al matar.

Alguien amagó un furioso golpe desde la derecha del príncipe y, de pronto, Tristán se encontró luchando por su vida en medio de un círculo de Jinetes con cara de calavera. Con desesperación, el príncipe llamó a Canthus.

El gran perro había estado con su dueño en la larga carga a campo traviesa y ahora luchaba con él entre las patas de los caballos y el acero de los caballeros. Un Jinete se lanzó contra el príncipe y éste vio con claridad, por primera vez, una de aquellas odiosas caras. Vio los huesos del cráneo entre jirones de carne podrida, y sintió náuseas. Sin embargo, paró la furiosa estocada de la criatura y atacó con su propia arma, arañando el costado de su adversario.

Los ojos brillantes y ardientes del Jinete lo miraron con desprecio. El príncipe no pudo ver el blanco ni las pupilas de aquellos ojos: sólo una roja masa líquida de calor y de ansias de matar. La cara del Jinete, tan blanca que podría haber sido su calavera, permaneció como petrificada en una odiosa mueca. Los labios eran dos tiras brillantes de piel roja, tensas y agrietadas alrededor de la boca.

Una saliva de color rosa pálido goteaba de la boca grotesca del Jinete y se deslizaba sobre la barbilla sin que él se diese cuenta. Al atacar de nuevo la criatura, el príncipe vio que los ojos infernales resplandecían con creciente intensidad. Esta vez la respuesta de Tristán resultó más eficaz, al parar el golpe y cortar después el brazo de su atacante por el codo. Éste no dio la menor señal de dolor, sino que continuó atacando y golpeando al príncipe con el horrible muñón.

El príncipe advirtió que no salía sangre de la herida. Y entonces aquel antagonista desapareció en la caótica confusión de la refriega, y Tristán tuvo que habérselas con tres Jinetes que atacaban juntos.

Avalón se movió con destreza para evitar que más de un atacante golpease al mismo tiempo. Canthus esquivaba ágilmente los cascos de los caballos mientras mordía las patas traseras de los negros corceles. Una vez, el perro clavó los dientes en la pierna de un Jinete y mantuvo gruñendo su presa, a pesar de que el caballo, piafando y encabritándose, lo sacudía a un lado y a otro. Entonces, con un salvaje tirón, el perro derribó de la silla al Jinete, que se estrelló pesadamente contra el suelo. Con un furioso mordisco, el perro le arrancó el resto de la cara.

Sólo entonces se dieron cuenta los Jinetes de que no podían desdeñar al gruñidor podenco que corría en medio de ellos. Varios intentaron matarlo, pero el ágil perro esquivaba sus golpes, que se perdían en el aire, aunque una espada le produjo una sangrante herida a lo largo del lomo.

De pronto el príncipe distinguió algo blanco entre los Jinetes Sanguinarios y vio que uno de los enemigos conducía una yegua blanca con una amazona inconsciente sobre la silla. El capturador de la mujer se apartó del grupo, tirando con fuerza de las riendas de la reacia yegua.

Un golpe de los tacones de Tristán hizo que Avalón saliese disparado detrás de la indefensa cautiva, dejando que los tres atacantes buscasen un nuevo adversario. Tristán había reconocido la yegua como Osprey, y la idea de la animosa Aileen en manos de un macabro Jinete lo enardeció.

Otro Jinete se interpuso en el camino de Tristán y la resplandeciente espada de éste cortó de un tajo el cuello del caballo negro. Este cayó como una piedra y Canthus destrozó la garganta del Jinete antes de que éste pudiese recobrarse. Avalón se lanzó contra el caballo del capturador de Aileen y las riendas de Osprey se soltaron de la mano del Jinete. La yegua blanca escapó al galope, llevando a la inmóvil amazona a lugar seguro.

Nunca había visto el príncipe un fuego tan odioso, tan diabólico como el que ardía ahora en los ojos del Jinete Sanguinario. La espada del hombre centelleó ante la cara de Tristán y el príncipe se echó atrás parando torpemente la estocada. De nuevo atacó con furia el Jinete y, aunque la hoja no dio en el blanco, el salvaje caballo del Jinete Sanguinario consiguió derribar al príncipe al suelo.

Éste se quedó sin aliento al caer de espaldas y yació impotente y jadeando entre los caballos que saltaban y relinchaban. El corcel de su adversario se encabritó encima de él y el príncipe se debatió en el fango para esquivar los cascos que trataban de aplastarle el cráneo.

Entonces apareció Canthus entre ellos y saltó a tal altura que clavó los dientes en el hombro del Jinete.

El hombre se libró del podenco golpeándolo con el puño de su espada, pero Canthus se agachó con presteza para dar otro salto. El caballo negro se volvió, encabritado, y, cuando el perro saltó, sus pesados cascos lo alcanzaron en el aire y se estrellaron contra su ancha cabeza. Canthus cayó silenciosamente al suelo y se quedó inmóvil.

—¡No! —gritó Tristán.

El Jinete cargó de nuevo para golpear al príncipe, que ahora se había puesto en pie. Pero antes de que pudiese llegar hasta él, una forma plateada se interpuso entre ellos y una de las hermanas recibió el ataque.

El Jinete Sanguinario descargó con crueldad su arma, con una fuerza sobrehumana, contra su pequeño adversario, mientras Tristán saltaba de nuevo a lomos de Avalón y lo espoleaba para acudir en ayuda de su salvadora.

Precisamente al llegar junto a ellos, vio que la espada ensangrentada del Jinete pasaba por debajo de la guardia de la hermana, atravesaba el duro metal de la armadura y se hundía en su corazón. La amazona cayó de la silla, herida de muerte.

—¡Monstruo! —gruñó el príncipe.

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