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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (28 page)

—Dejadme —gruñó el herrero, volviéndose para mirar a Tristán a los ojos. Aunque las lágrimas surcaban el ancho rostro del herrero, éste parecía conservar su razón y su firmeza—. Moriré aquí, donde hubiese debido estar ayer. Dejad que me enfrente yo solo al enemigo.

—¿Querrás que las quemen a ellas, como al resto de la población? —gritó Tristán, señalando los cadáveres—. ¿Te arrodillarás aquí para que te separen la cabeza za de los hombros? ¿O lucharás junto a unos compañeros dispuestos a jugarse la vida en un combate para vengar a tu pueblo? ¡Respóndeme, hombre!

Daryth y Gavin miraron impresionados al príncipe. Éste clavó una fría mirada en los ojos del herrero.

—Sí, desde luego, tienes razón —murmuró Gavin.

Arrodillándose de nuevo sobre los escombros, el herrero apartó a un lado grandes trozos de madera. Retiró también los restos de una cama destrozada, y descubrió al fin una caja larga y plana.

Descorrió el cerrojo y levantó la tapa. Metió las manos en la caja y sacó el martillo más grande que hubiese visto Tristán en su vida.Un mango de vara y media de largo rematado en una maciza cabeza de hierro negro. Sin embargo, el hombre hizo girar la pesada arma en el aire como si hubiese sido una pluma. Gavin miró hacia el límite del pueblo, desde donde venía ahora Pawldo, corriendo en su dirección.

—Dime —dijo con voz serena—, ¿qué quieres que haga?

—¿Quieres un poco de pastel?

La delgada pero vigorosa anciana le tendió el cuenco de madera con solicitud casi infantil. Su visitante levantó la mirada, chasqueando los labios al terminar su codorniz, y asintió con la cabeza.

Gwendolynn, druida del puerto de Dynloch, recibía pocos visitantes en su remoto bosquecillo de las montañas de Synnoria. Por eso, cuando había llegado Trahern de Oakvale lo había persuadido de que tomase té caliente y después cenase con ella. Desde luego, ahora era demasiado tarde para que él emprendiese el viaje de regreso.

Oakvale era una arboleda lejana, pero Gwendolynn conocía a Trahern de consejos celebrados a lo largo de muchas décadas, y le complacía su visita.

El puerto de Dynloch era tan elevado en las montañas, y sus accesos eran tan difíciles, que, aparte de los llewyrr, los enanos y los druidas, eran pocos los que conocían su existencia. Gwendolynn había cuidado de esta región durante más de medio siglo. Trahern debía de tener algún motivo importante para este viaje, pero no le preguntó nada, por respeto a la reserva del druida.

La anciana permaneció junto al hogar hasta bien entrada la noche, hablando satisfecha de los lugares salvajes de sus montañas. Por último, meciéndose confortablemente en su sillón predilecto, se quedó dormida delante del fuego. No vio el brillo furioso con que ardían los ojos de su invitado, ni vio cómo se levantaba mientras ella soñaba con las águilas, los más soberbios de sus animales.

Ni vio la daga de acero ni la traidora puñalada que acabó con su vida.

Trahern enjugó la hoja y después se tendió a dormir. La mañana siguiente, abandonó el cuerpo de la vieja druida a los animales que se alimentaban de carroña y se dirigió a los secretos caminos que conducían al puerto de Dynloch. Avanzaba despacio, pues se detenía cada cincuenta pasos pata amontonar unas piedras que marcaban con claridad el camino.

La veintena de hombres del norte marchaban cansadamente hacia el devastado pueblo de Myrrdale. Tristán vio que no había heridos entre aquellos hombres y que sus vestiduras no mostraban señales de lucha reciente. Tampoco llevaban caballos. Era evidente que no se trataba de la banda que había asolado el pueblo.

Pero estaban allí, muy hacia dentro de las fronteras del reino de Corwell, y estaban equipados para la guerra. No había dudas de que eran enemigos.

La lenta columna se movía despacio entre los humeantes edificios. De pronto cayó sobre ellos lo que parecía una lluvia de flechas disparadas por Pawldo y Keren con rápida precisión.

El hombre del norte que iba en cabeza cayó hacia adelante, muerto al instante por una flecha en la nuca. Otro jadeó y murió, con un astil emplumado atravesándole el pecho. Un momento después, otros dos chillaron y cayeron al suelo.

Uno de los hombres del norte gritó algo y los supervivientes se lanzaron contra los arqueros, maldiciendo o lanzando gritos bestiales.

Pero, mientras avanzaban, cinco perros de caza salieron gruñendo de entre el humo, por su flanco izquierdo. Los perros eran conducidos por un gran podenco que destrozó la garganta de un hombre al primer salto. El moribundo lanzó una estocada que rebotó en el collar de hierro del perro.

—¡A ellos! —gritó Tristán.

Gavin, lanzando un gruñido, espoleó a su caballo gris y se lanzó contra los hombres del norte.

Tristán y Daryth surgieron de entre el humo para atacar a los hombres del norte por la espalda. Montados a caballo, blandieron sus armas formidables. La Espada de Cymrych Hugh, resplandeciendo en la mano de Tristán, destrozó la de un enemigo como si fuese un carámbano y hendió al guerrero desde la frente hasta la clavícula.

Gavin descargaba a su alrededor el martillo de largo mango, con furia vengadora, y sus enemigos se echaron atrás, temerosos de sus mortales golpes.

Daryth se lanzó al galope contra sus adversarios enarbolando su alfanje y produciendo profundas heridas antes de que su ágil yegua se apartase de un salto.

Cada uno de ellos derribó a un hombre del norte, y los otros iniciaron una loca huida a través del humo, perseguidos por los perros, los jinetes y los arqueros.

Los perros corrieron en su persecución, y Daryth y Gavin salieron también tras ellos. Tristán refrenó su montura y miró a su alrededor buscando a Robyn, pero no la vio.

De pronto, empleando un lenguaje extraño, la voz de ella hendió el aire. El corazón de Tristán estuvo a punto de pararse al ver que Robyn salía de entre un remolino de humo y cerraba el paso a los hombres del norte que huían. Se plantó delante de ellos y repitió la extraña frase. Tristán, con un nudo en la garganta, lanzó una exclamación ahogada al advertir su poder y su belleza.

Los enemigos chillaron al unísono y tiraron sus armas. El príncipe pudo ver que las hojas se ponían al rojo y lanzaban chispas al chocar con el suelo. Aullando y presas de un pánico abyecto, los hombres del norte se desparramaron y desaparecieron en la lejanía.

Tristán cabalgó hasta la joven, mirándola con asombro y preguntándose qué era.

—¿Estás loca? Podrían haberte matado... ¡o peor!

—No hubiese dejado que me matasen —respondió fríamente ella—. ¡Y ahora no tienen armas con las que matar!

—Sí, ya lo veo —respondió el príncipe—. ¿Qué... qué les hiciste?

—Los odié. Es algo que otras veces había hecho en broma, cuando no había nadie a mi alrededor. Nunca lo había intentado contra tantas armas a la vez. —Frunció el entrecejo—. Creo que mi cólera me dio fuerza

—Es cierto —respondió el bardo, reuniéndose con ellos—. El Equilibrio ha sido gravemente alterado. El mal se ha hecho muy poderoso, y el poder para el mal debe ser compensado por el poder para el bien.

El bardo observó a Robyn con curiosidad.

—Lo único que se necesita es un medio capaz de ejercer aquel poder.

La diosa trató de hacer acopio de fuerzas, pero la Bestia se había hecho tan poderosa que temió que esta vez serían inútiles todos sus esfuerzos.

Era hora de intervenir directamente.

Llamó, en voz baja, a una de sus criaturas predilectas. Su llamada fue oída en lo alto de las montañas Synnorian, del valle de Myrloch. Un gran semental blanco aguzó las orejas y escudriñó la oscuridad alrededor de su corral. La diosa hablaba despacio y el caballo la entendió.

Con terrible energía, el semental se lanzó hacia la puerta. Aunque la barrera era de confección llewyrr, construida con fuertes ramas y enredaderas, se abrió ante el poderoso pecho blanco. Con fuertes golpes de los cascos, el semental galopó en la noche.

12
Avalón

Un gris amanecer se extendió sobre el mar. Kazgoroth, a través de los ojos de Thelgaar Mano de Hierro, observó la flota mientras se deslizaba hacia la playa protegida de una cala resguardada. Casi un tercio de los barcos se habían hundido durante la lucha con el Leviatán. La mitad de los restantes habían sufrido daños que hacía que cada nueva milla de navegación estuviese llena de peligros.

Se perdería un tiempo precioso en la reparación de las embarcaciones dañadas, pero la única alternativa era abandonar una gran parte de su fuerza.

Esto no lo haría nunca Kazgoroth. Enérgicamente, la Bestia contuvo una manifestación más violenta de sus emociones. Los muertos, miles de los cuales flotaban ahora en el mar de Moonshae, le importaban poco. Ellos, como todos los humanos, no eran para la Bestia más que instrumentos que servían a sus intereses o que trataban de frustrarlos. A los primeros los utilizaba y a los últimos los destruía, con igual indiferencia.

La muerte del Leviatán había sido una gran satisfacción para la Bestia. Las limitaciones del cuerpo de Thelgaar eran como una cárcel para su nuevo poder que luchaba por liberarse. Kazgoroth paseó por la cubierta de su barco, esforzándose por conservar el control.

Por último llegó la flota a las playas, y los marineros vararon todas las embarcaciones en la arena, más allá del alcance de la marea alta.

El rey se paseó a lo largo de la playa con expresión furiosa.

—¡Comenzad enseguida las reparaciones! —ordenó, y observó cómo ponían los marineros manos a la obra, ansiosos de evitar su cólera—. Quitad los espolones —añadió—. Ya han cumplido su misión.

En cuanto empezó el trabajo, Kazgoroth se adentró en el bosque que rodeaba la playa. Tierra adentro, encontró un pantano de aguas estancadas, rodeado de marismas llanas. Una vez allí, se quitó la ropa de Thelgaar y permitió que su piel asumiese una forma más cómoda.

La Bestia se tendió en el suelo y se estiró, gozando con su libertad. Empezaron a formarse unas escamas que pronto recubrieron todo el cuerpo, y éste se hizo más largo y más serpentino. Kazgoroth dilató las mandíbulas y sintió un placer casi sensual al acariciar cientos de agudos dientes con la lengua bífída. Alargó las macizas garras y tronchó varios troncos de árboles por el simple gozo de la destrucción.

La Bestia se introdujo en el pantano y se deslizó por un canal que estaba a casi dos varas de profundidad. Sin embargo, la escamosa espalda afloraba todavía en la superficie. El canal desembocaba en un lago, y allí se sumergió la Bestia, agitando la cola como un látigo a un lado y otro y moviendo incansablemente las poderosas patas de atrás.

Kazgoroth encontró una barca y la atacó con frenesí. Mató y devoró a sus tres pescadores, pero el festín no le sirvió para calmar su inquietud; antes al contrario, pareció aumentarla. Por último se obligó a permanecer inmóvil, yaciendo sobre el frío barro del fondo del lago para recobrar su energía.

Planes y ambiciones se arremolinaron en su mente ágil, y la Bestia supo que no podría conservar su identidad de Rey de Hierro a menos que pudiese controlar estos caóticos impulsos. Los hombres del norte eran parte muy importante de aquellos planes y no podía exponerse a que huyesen presas de pánico. Y esto era lo que ocurriría con toda seguridad si Kazgoroth llegaba a adquirir su verdadera forma ante los ojos de los hombres del norte.

El monstruo yació durante tres días debajo de la superficie del lago. El macizo corazón retrasó su ritmo y el gran cuerpo se enfrió. Por último, salió de allí. Ejerciendoun gran dominio sobre sí mismo, el cuerpo se convirtió de nuevo en el de Thelgaar Mano de Hierro. Kazgoroth recobró sus vestiduras y regresó a donde estaba varada la flota.

Llegó allí al anochecer y vio que el trabajo en los tocos había progresado considerablemente. Pero se necesitarían muchos más días para que quedase terminado.

Resuelto a conservar el control, la Bestia entró en su tienda. Con tono brusco, Thelgaar pidió vino, y éste le fue servido con presteza. Y Kazgoroth no volvió a hablar aquella noche.

Gavin tomó la espada de un hombre del norte muerto y la levantó sobre el cadáver. Entonces la descargó en un breve y rápido tajo. La cabeza se separó del cuerpo y él la arrojó a un lado, donde había ya otras amontonadas. Con el rostro frío e inexpresivo, el herrero tiró la espada y volvió junto a sus compañeros.

El grupo emprendió de inmediato la marcha, aunque se estaba haciendo ya de noche. Nadie tenía el menor deseo de pasar las horas de oscuridad en las ruinas del pueblo de Gavin. El herrero los acompañó, marchando silencioso detrás de ellos.

Siguieron tras los pasos de los jinetes que habían destruido Myrrdale. Una numerosa fuerza de hombres a caballo había sembrado la ruina en aquella parte del reino. Con frecuencia, los cuerpos que yacían en su camino mostraban señales de amputaciones o de lentas y crueles torturas que sólo habían terminado con la muerte.

La tierra por la que habían pasado aquellos jinetes estaba devastada. Los campos de cultivo habían sido arrasados, y las casas, derruidas o quemadas. Habían matado y abandonado a los cuervos a todos los animales que no se habían llevado para comerlos.

Bajo la luz de la luna, casi llena ya, siguieron el llano camino durante toda la noche. Antes del amanecer tropezaron con otras ruinas.

—¿Qué pueblo era éste? —preguntó el príncipe al herrero, reprimiendo el dolor que había ido en aumento con cada escena de tragedia y destrucción que habían encontrado en su camino.

—Cantrev Macsheehan —dijo el herrero.

Después de explorar la zona, Robyn y Daryth volvieron junto al príncipe.

—Muchos hombres del norte se reunieron aquí —explicó Robyn—. Dos grupos, mucho más numerosos, de hombres a pie se juntaron a los de a caballo.

—Cuando partieron —añadió Daryth—, muchos de ellos se dirigieron al sudoeste, hacia la carretera de Corwell. Este grupo tomó todos los carros y carretas.

—Los otros marcharon hacia el oeste —lo interrumpió Robyn, y el príncipe advirtió una cólera a duras penas dominada en su voz—. De este grupo formaban parte los jinetes que destruyeron Myrrdale. Se dirigen al valle de Myrloch.

—Sugiero que vayamos hacia el oeste tras los bárbaros que destruyeron Myrrdale —dijo Tristán.

Los otros asintieron con la cabeza, y se mantuvo la decisión.

Se detuvieron sólo el tiempo necesario para comer y dar descanso a sus monturas antes de reemprender la persecución. Las semanas de duro viaje habían templado los músculos de Tristán, que ya no sentía la incomodidad de la rápida carrera. Sus compañeros parecían igualmente resistentes. Sus provisiones estaban a punto de agotarse pero esto tenía menos importancia que la pérdida de tiempo.

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