—Lo está —respondió el señor Tompkins, esforzándose por prestar atención—. ¿Y se trata de una curvatura positiva o negativa?
—Se denomina curvatura positiva y, como acaba usted de ver sobre el globo, corresponde a una superficie finita con área definida. La superficie de una silla de montar tiene curvatura negativa y no positiva como la esfera.
—¿Una silla de montar?
—Sí, una silla de montar o, en la superficie terrestre, un collado entre dos montañas. Imaginémonos a un botánico que vive en una cabaña situada en un collado y se interesa por la densidad con que están distribuidos los pinos que rodean a su habitación. Si, partiendo de la cabaña, cuenta el número de pinos que crecen en superficies con radios de 100, 200 metros, etc., descubrirá que el número de árboles aumenta más de prisa que el cuadrado de la distancia o, lo que es igual: las áreas encerradas por un radio determinado sobre una superficie de esta forma son mayores que las correspondientes sobre un plano. A semejantes superficies se les atribuye curvatura negativa. Si intenta usted desplegar sobre un plano la superficie de una silla de montar, tendrá que hacerle pliegues, mientras que si se trata de hacer lo mismo con una superficie esférica, la desgarrará, de no ser elástica.
—Ya veo —dijo el señor Tompkins—. Quiere usted decir que una superficie como la de un collado es infinita, aunque curva.
—Exactamente —aprobó el profesor—. Una superficie así se prolonga hasta el infinito en todas direcciones, sin cerrarse jamás sobre sí misma. En mi ejemplo del collado entre dos montes, ni qué decir tiene, la curvatura negativa cesa en cuanto se rebasan las montañas y se pasa a la superficie terrestre ordinaria, de curvatura positiva. Pero nada impide imaginar una superficie con una curvatura negativa en cualquier punto.
—¿Y cómo aplicamos todo esto al espacio tridimensional curvo?
—Exactamente del mismo modo. Imagine que tiene objetos distribuidos uniformemente por el espacio, entiéndase: que están separados entre sí por distancias siempre iguales. Entonces no tiene más que contar cuántos quedan comprendidos hasta determinadas distancias de usted. Si el número de objetos crece con el cubo de la distancia, el espacio no estará curvado; si crece más o menos velozmente, el espacio tendrá curvatura negativa o positiva, respectivamente.
—O sea que los espacios de curvatura positiva encierran menos volumen con un radio dado, y los de curvatura negativa encierran más —dedujo el señor Tompkins, sorprendido.
—Así es —dijo el profesor, sonriendo—. Y ahora veo que me ha entendido usted correctamente. Para conocer el signo de la curvatura del gran universo en que vivimos, sólo tenemos que hacer censos de objetos distantes. Las grandes nebulosas, de las que tal vez tenga usted noticia, están repartidas uniformemente por el espacio y se distinguen situadas hasta distancias de varios miles de millones de años luz. Son, por lo tanto, objetos muy apropiados para investigar la curvatura del universo.
—Y de su estudio se deduce que nuestro universo es finito y cerrado sobre sí mismo —añadió el señor Tompkins, recordando su primer sueño y el extraño incidente del retorno del libro de notas del profesor.
—Verá usted —explicó el profesor, con aire reflexivo—; así se aceptaba generalmente y, de hecho, así lo creía yo cuando di mis conferencias. Pero hace algunas semanas leí un artículo en la revista
Nature
donde dos jóvenes físicos sugieren que se trata de una idea equivocada y que el universo es, en realidad, infinito, con curvatura negativa. Y me parece que tienen razón.
—Así que habitamos una silla de montar en expansión, que jamás se contraerá para estrujarnos hasta la muerte con nuestros descendientes —exclamó el señor Tompkins con alivio—. ¡Entonces vale la pena vivir!
Se volvió para echarse un poco de agua en el vaso, pero aunque vació en él una jarra bien grande, pareció que el vaso seguía casi vacío.
—El espacio del interior de ese vaso posee probablemente una curvatura negativa muy pronunciada —indicó la voz del profesor—, de modo que encierra un volumen enorme con una pequeña superficie. Si encuentra usted un vaso con gran curvatura positiva en su interior, bastarán seguramente unas pocas gotas para colmarlo hasta los bordes. Me imagino que van a iniciarse curiosos cambios en la curvatura espacial por estos rumbos. ¡Una especie de "terremoto espacial"!
En efecto, a sus alrededores empezaron a presentarse transformaciones de veras sorprendentes: un extremo del salón se volvió diminuto, con mobiliario y todo, mientras el extremo opuesto crecía hasta el punto de parecerle al señor Tompkins que el universo entero hallaría cabida allí. Lo asaltó de pronto un pensamiento terrible. ¿Y si un trozo de espacio en la playa, donde estaba pintando la señorita Maud, se dislocaba del resto del universo? ¡Jamás volvería a verla! Mientras se abalanzaba hacia la puerta oyó gritar detrás al profesor:
—¡Cuidado! ¡También la constante cuántica está enloqueciendo!
Al llegar a la playa la encontró muy concurrida. Millares de muchachas corrían en todas direcciones.
—¿Cómo encontrar a mi Maud entre esta muchedumbre? —pensó. Pero enseguida advirtió que todas eran idénticas a la hija del profesor y que se trataba de una broma del principio de incertidumbre. Un instante después ya había pasado la onda de constante cuántica anormalmente elevada, y la señorita Maud apareció en la playa, con mirada aterrorizada.
—¡Ah, es usted! —murmuró aliviada—.¡Me pareció que se me venía encima una multitud! Debe ser culpa del sol. Espere un minuto, mientras corro al hotel por mi sombrero.
—¡Eso sí que no! —protestó el señor Tompkins. ¡No debemos separarnos! Me temo que también la velocidad de la luz está cambiando. ¡Al volver del hotel me encontraría hecho un viejo!
—Simplezas —dijo la joven, pero deslizó su mano en la del señor Tompkins. Sin embargo, antes de que llegaran al hotel los alcanzó otra onda de incertidumbre, y tanto el señor Tompkins como la muchacha se dispersaron por toda la playa. Al mismo tiempo, un gran pliegue de espacio comenzó a deformarse desde las cercanas colinas, curvando las rocas y las casas de los pescadores de manera muy divertida. Los rayos del sol, desviados por un inmenso campo gravitatorio, desaparecieron del horizonte, y el señor Tompkins quedó hundido en las tinieblas.
Pasó un siglo hasta que una voz muy querida lo devolvió a la realidad.
—¡Ay! —decía la muchacha—; veo que mi padre acabó por dormirlo con su charla sobre física, ¿No quiere acompañarme a nadar? El agua está espléndida.
El señor Tompkins se levantó de su asiento como impulsado por un resorte.
—¡Así que sólo era un sueño! —pensaba, bajando hacia la playa—. ¿O es ahora cuando empieza?
Celebraron su boda y fueron felices
DAMAS Y CABALLEROS:
En una etapa muy primitiva de su desarrollo, la mente humana se formó nociones definidas del espacio y del tiempo como el marco dentro del que tienen lugar los distintos acontecimientos. Estas nociones, sin sufrir cambios esenciales, se han transmitido de generación en generación y, desde la aparición de las ciencias exactas, han constituido los fundamentos mismos de la descripción matemática del universo. Posiblemente fue Newton el primero en formular claramente las nociones clásicas de espacio y tiempo, al escribir en sus
Principia
: "El espacio absoluto, por su propia naturaleza y sin relación con nada externo, persiste por siempre, inmutable e inmóvil" y también: "El verdadero tiempo, absoluto y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin relación con nada externo".
Tan arraigada estaba la convicción de que estas ideas clásicas sobre el espacio y el tiempo eran absolutamente correctas, que los filósofos han sostenido a menudo su carácter
a priori
, y ni un solo científico llegó siquiera a imaginar la posibilidad de dudar de ellas.
Con todo, precisamente al iniciarse el presente siglo, resultó innegable que diversos resultados, alcanzados por los métodos más refinados de la física experimental, conducían a contradicciones inevitables al ser interpretados dentro del clásico marco espacio-temporal. Fue esto lo que llevó a uno de los máximos físicos contemporáneos, Albert Einstein, a concebir la idea revolucionaria de que es difícil descubrir razones, como no sea la tradición, que obliguen a considerar absolutamente ciertas las nociones clásicas de espacio y tiempo, que podían y debían ser modificadas hasta que hallaran cabida en ellas los resultados de nuestros nuevos experimentos. Es claro que, como los conceptos tradicionales fueron formulados de acuerdo con la experiencia humana en la vida ordinaria, no es sorprendente que los métodos refinados de observación de que disponemos hoy en día, fundados en una técnica experimental altamente desarrollada, indiquen que las antiguas nociones son demasiado groseras e inexactas y que, si pudieron aplicarse en la vida cotidiana y durante las primeras etapas de la física, fue únicamente porque sus desviaciones respecto de los principios correctos eran suficientemente pequeñas. Ni tiene nada de particular que la ampliación de los campos explorados por la ciencia moderna alcance regiones en las cuales tales desviaciones crecen hasta el punto de volver enteramente inútiles las nociones clásicas.
El resultado experimental más importante que condujo a la crítica fundamental de nuestros conceptos tradicionales fue el descubrimiento de que la velocidad de la luz en el vacío representa el límite máximo de todas las velocidades físicamente alcanzables. Esta conclusión tan importante y radical se deriva, ante todo, de los experimentos del físico norteamericano Michelson, quien, a fines del siglo XIX, intentó observar el efecto del movimiento de la Tierra sobre la velocidad de propagación de la luz y descubrió, para gran sorpresa suya y de todo el mundo científico, que no existe tal efecto y que la velocidad de la luz en el vacío es siempre la misma, independientemente del sistema desde el cual se le mida o del movimiento de la fuente en que sea generada. No hace falta insistir en que semejante resultado es de lo más extraordinario y contradice nuestros más fundamentales conceptos sobre el movimiento. Ciertamente, si un cuerpo se mueve velozmente a través del espacio y alguien corre a su encuentro, el objeto chocará con él con mayor velocidad relativa, igual a la suma de su velocidad y la del observador. Si éste corre, por el contrario, en la misma dirección y sentido que el objeto móvil, recibirá el choque por la espalda, aunque la velocidad será menor e igual a la diferencia de las velocidades.
De análoga manera, si se sale en un coche al encuentro de una onda sonora que viene por el aire, la velocidad del sonido medida en el coche será mayor que la ordinaria, pues se le habrá sumado la velocidad del coche, la que, en cambio, se le restaría si el coche recibiera el sonido por detrás. Se trata del teorema de la adición de velocidades, que siempre se consideró evidente por sí mismo.
Sin embargo, las experiencias más cuidadosas han demostrado que, en el caso de la luz, dicho teorema no es válido, pues la velocidad de la luz en el vacío no altera su valor de 300.000 kilómetros por segundo (designado siempre con la letra
c
), independientemente de la velocidad del observador.
—De acuerdo —dirán ustedes—. Pero ¿no es posible construir una velocidad mayor que la de la luz sumando velocidades menores que la de ésta, físicamente alcanzables?
Podemos considerar, por ejemplo, el caso de un tren velocísimo, cuya velocidad es igual a tres cuartas partes de la de la luz, y un polizón que corre sobre los techos de los vagones, igualmente con una velocidad de 225.000 kilómetros por segundo.
Según el teorema de la adición, la velocidad total del polizón será una vez y media la de la luz, con lo cual podría rebasar al rayo luminoso de un faro. En realidad, sin embargo, como la constancia de la velocidad de la luz es un hecho establecido experimentalmente, la velocidad resultante en este caso hipotético debe ser inferior a la esperada, pues no puede sobrepasar el valor crítico
c
. Llegamos así a la conclusión de que el teorema de adición debe ser falso, incluso para velocidades menores.
El tratamiento matemático del problema, que no es mi intención desarrollar aquí, conduce a una nueva fórmula sencilla, que permite calcular la velocidad resultante de dos movimientos sobrepuestos.
Sean
v
1
y
v
2
las velocidades que van a sumarse. La velocidad resultante es dada por
Mediante esta fórmula apreciarán ustedes que, en caso de que ambas velocidades originales sean pequeñas —en comparación con la de la luz, se entiende—, el término de la derecha en el denominador podrá despreciarse si se compara con la unidad, y así tenemos la fórmula clásica del teorema de adición de velocidades. Pero si
v
1
y
v
2
no son pequeñas, el resultado será siempre algo menor que la simple suma aritmética. En el caso del polizón que corre sobre el tren,