Espero que tenga lo que hay que tener y no se rinda, pensó Diego Alatriste, afirmándose de nuevo con la espada. Confío en que este perro siciliano tenga la decencia de no pedir cuartel, porque voy a matarlo de cualquier manera, y no quiero hacerlo cuando esté desarmado. Con ese pensamiento, espoleando por la urgencia de zanjar aquello y no cometer errores de última hora mientras lo intentaba, reunió cuantas fuerzas le quedaban para asestarle a Gualterio Malatesta una furiosa serie de estocadas, tan rápidas y brutales que ni el mejor esgrimista del mundo las habría encajado sin sacar pies. El otro retrocedió cubriéndose a duras penas; pero tuvo la frialdad suficiente, cuando el capitán apuró el último golpe, de meter una cuchillada oblicua, alta, que no le tajó la cara por el grueso de un cabello. La pausa bastó a Malatesta para echar un rápido vistazo alrededor, comprobar el estado de las cosas en cubierta y advertir que el galeón derivaba hacia la costa.
—Rectifico, Alatriste. Esta vez ganas tú.
No había terminado de hablar cuando el capitán le dio un piquete con la punta, en un ojo; y el italiano apretó los dientes y soltó un quejido, llevándose el dorso de la mano libre a la cara, por donde le corría un reguero de sangre. Todavía así, con mucho cuajo, compuso una estocada furiosa, a ciegas, que casi traspasó el coleto de Alatriste, haciéndolo retroceder tres pasos.
—Al infierno —masculló Malatesta—. Tú y el oro.
Entonces le tiró la espada, intentando acertarle en el rostro, se encaramó a los obenques y saltó como una sombra en la oscuridad. Corrió Alatriste a la borda, tajando el aire, pero sólo pudo oír el chapuzón en las aguas negras. Y se quedó allí inmóvil, exhausto, mirando estúpidamente el mar en tinieblas.
—Siento el retraso, Diego —dijo una voz a su espalda.
Sebastián Copons estaba a su lado, resoplando de fatiga, con su cachirulo en torno a la frente y la espada en la mano, cubierto de sangre como por una máscara. Alatriste asintió con la cabeza, el aire todavía ausente.
—¿Muchas bajas?…
—La mitad.
—¿Íñigo?
—Regular. Un tajo pequeño en el pecho… Pero no le sale aire.
Alatriste asintió de nuevo, y siguió mirando la siniestra mancha negra del mar. A su espalda resonaban los gritos de triunfo de sus hombres, y los alaridos de los últimos defensores del
Niklaasbergen
al ser degollados mientras se rendían.
Me sentí mejor cuando dejó de fluir la sangre, y mis piernas recobraron las fuerzas. Sebastián Copons había hecho un vendaje de fortuna sobre la herida, y con ayuda de Bartolo Cagafuego fui a reunirme con los otros al pie de la escalera del alcázar. Los nuestros desalojaban la cubierta arrojando cadáveres por la borda, tras despojarlos de cuanto objeto de valor les encontraban encima. Caían con siniestras zambullidas, y nunca llegué a saber cuántos del barco, flamencos y españoles, murieron aquella noche. Doce o quince; tal vez más. El resto se había arrojado al mar durante el combate y ahora nadaba o se ahogaba atrás, en la estela que el galeón, favorecido por la brisa del nordeste, iba dejando en el agua oscura, en su deriva de través hacia los bancos de arena.
En la cubierta, aún resbaladiza de sangre, yacían a la luz del farol los cuerpos de nuestros muertos. Los del grupo de popa habíamos llevado la peor parte. Estaban allí inmóviles, el pelo revuelto, los ojos abiertos o cerrados, en las actitudes que tenían al sorprenderlos la Parca: Sangonera, máscarúa, el Caballero de Illescas y el murciano Pencho Bullas. Guzmán Ramírez se había perdido en el mar, y Andresito el de los Cincuenta agonizaba gimiendo en voz baja, encogido junto a la cureña de un cañón, cubierto por el jubón que alguien le había echado encima para taparle las tripas que se derramaban hasta las rodillas. Salían heridos de menos consideración Enríquez el Zurdo, el mulato Campuzano y Saramago el Portugués. Había otro cadáver tendido en la cubierta, y lo estuve mirando un rato sorprendido, pues semejante posibilidad no me había pasado por la imaginación: el contador Olmedilla conservaba los párpados medio abiertos, como si hasta el último instante hubiese velado por que todo fuera en cumplimiento de lo debido a quienes pagaban su estipendio de funcionario. Estaba algo más pálido que de costumbre, impreso el rictus malhumorado bajo su bigotito de ratón cual si lamentara no disponer de tiempo para reseñarlo todo con tinta, papel y buena letra, en el acostumbrado documento oficial. La máscara de la muerte hacía más insignificante su aspecto, estaba muy quieto y parecía muy solo. Y me contaron que había subido al abordaje con el grupo de proa, trepando con enternecedora torpeza por los cordajes, dando ciegos mandobles con la espada que apenas sabía manejar, y que había caído enseguida, sin gritar ni quejarse, por un oro que no era suyo. Por un Rey al que apenas vio alguna vez de lejos, que ignoraba su nombre, y que de haberse cruzado con él en cualquier despacho, ni siquiera le habría dirigido la palabra.
Cuando me vio, Alatriste vino, palpó con suavidad la herida, y luego me puso una mano en el hombro. A la luz del farol pude ver que sus ojos mantenían la expresión absorta de la lucha, más allá de cuanto nos rodeaba.
—Celebro verte, zagal —dijo.
Pero yo supe que no era cierto. Que tal vez lo celebrara más tarde, cuando los pulsos recobrasen el ritmo habitual y todo encajara de nuevo en su sitio; pero en ese momento las palabras no eran más que palabras. Sus pensamientos estaban todavía pendientes de Gualterio Malatesta, y también de la deriva del galeón hacia los bancos de San Jacinto. Apenas miró los cadáveres de los nuestros, e incluso a Olmedilla dedicó sólo una breve ojeada. Nada parecía sorprenderle, ni alterar el hecho de que él seguía vivo y quedaban cosas por hacer. Mandó al Galán Eslava a la banda de sotavento para que avisara si dábamos en la barra de arena o en el bajo del Cabo, ordenó a Juan Jaqueta que mantuviese la vigilancia por si quedaba algún enemigo escondido, y recordó que nadie bajaría a las cubiertas inferiores con ningún pretexto. Pena de vida, repitó sombrío; y Jaqueta, tras observarlo fijamente, asintió con la cabeza. Luego, acompañado por Sebastián Copons, Alatriste descendió a las entrañas del barco. Por nada del mundo me habría perdido aquello, de modo que aproveché los privilegios de mi situación para irles a la zaga, pese al dolor de mi herida, procurando no hacer movimientos bruscos que la hicieran sangrar más.
Copons llevaba un farol y una pistola que había cogido de cubierta; y Alatriste, la espada desnuda. Recorrimos así las cámaras y las bodegas sin encontrar a nadie —vimos una mesa puesta, con la comida intacta en una docena de platos—, y al fin llegamos a una escala que se hundía en la oscuridad. Al final había una puerta cerrada con una gruesa barra de hierro y dos candados. Copons me entregó el farol, fue en busca de un hacha de abordaje, y al cabo de unos cuantos golpes quedó derribada la puerta. Alumbré dentro.
—Cagüenlostia —murmuró el aragonés.
Allí estaban el oro y la plata por los que nos habíamos matado en cubierta. Estibado a modo de lastre en la bodega, el tesoro venía apilado en barriles y cajas bien amarradas unas a otras. Los lingotes y barras de oro relucían como un increíble sueño dorado, empedrando la cala. En las minas lejanas del Perú y Méjico, lejos de la luz del sol, bajo el látigo de los capataces, miles de esclavos indios habían dejado la salud y la vida para que ese metal precioso llegara hasta allí y fuese a pagar las deudas del imperio, los ejércitos y las guerras que España libraba contra media Europa, o aumentara la fortuna de banqueros, funcionarios, nobles sin escrúpulos, y en este caso la bolsa del mismo Rey. Las barras de oro reflejaban su brillo en las pupilas del capitán Alatriste, en los ojos muy abiertos de Copons. Y yo asistía al espectáculo, fascinado.
—Somos idiotas, Diego —dijo el aragonés.
Lo éramos, sin duda. Y vi que el capitán asentía lentamente a las palabras de su camarada. Lo éramos por no izar todas las velas, si hubiéramos sabido cómo hacerlo, y seguir navegando, no hacia los bancos de arena, sino hacia el mar abierto, hacia las aguas que bañaban tierras habitadas por hombres libres sin amo, sin dios y sin Rey.
—Virgen santa —dijo una voz a nuestra espalda.
Nos volvimos. El Bravo de los Galeones y el marinero Suárez estaban en la escalera, mirando el tesoro con las caras desencajadas. Traían sus armas en las manos, y talegos a la espalda donde habían ido metiendo cuanto de valor encontraban a su paso.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Alatriste.
Cualquiera que lo hubiese conocido habría tenido mucho tiento con el tono de su voz. Pero aquellos dos no lo conocían demasiado.
—Dar un paseo —repuso el Bravo de los Galeones con mucha desvergüenza.
El capitán se pasó dos dedos por el mostacho. Sus ojos estaban inmóviles como cuentas de vidrio.
—Ordené que no bajara nadie.
—Ya —el Bravo chasqueó la lengua. Sonreía codicioso, con una mueca feroz en el rostro lleno de marcas y puntos—. Y ahora vemos por qué.
Seguía contemplando con ojos de insania el tesoro que centelleaba en la bodega. Luego cambió una mirada con Suárez, que había dejado su talego en los escalones y se rascaba la cabeza incrédulo, aturdido por el descubrimiento.
—Me parece, compañero —le dijo el Bravo de los Galeones—, que habrá que hablar de esto con los otros… Sería linda chanza que…
Las palabras se ahogaron en su garganta cuando Alatriste, sin más preámbulos, le pasó el pecho con la espada, y con tanta rapidez que cuando el jaque se miró el golpe, estupefacto, el acero ya estaba otra vez fuera de la herida. Cayó con la boca abierta y un suspiro desesperado, primero sobre el capitán, que se apartó, y luego rodando por los escalones, hasta el pie mismo de un barril lleno de plata. Al ver aquello, Suárez soltó un horrorizado voto a Cristo y levantó el alfanje que llevaba en la mano; pero pareció pensarlo mejor, pues en el acto giró sobre sus talones y empezó a subir por la escalera a toda prisa, ahogando un chillido de angustia. Y siguió chillando hasta que Sebastián Copons, que había desenvainado la daga, corrióle al alcance, atrapándolo por un pie, y tras hacerlo caer, le fue encima, lo asió por el pelo, y echándole hacia atrás con violencia la cabeza, lo degolló en un Jesús.
Yo asistí a la escena paralizado por el estupor. Inmóvil y sin atreverme a mover un dedo, vi que Alatriste limpiaba la espada en el cuerpo del Bravo de los Galeones, cuya sangre se derramaba hasta manchar los lingotes de oro apilados en el suelo. Luego hizo algo extraño: escupió, cual si tuviera algo sucio en la boca. Escupió al aire como para sí mismo, o como quien suelta una blasfemia silenciosa; y al encontrarse mis ojos con los suyos me estremecí, porque miraba igual que si no me conociera, y por un instante llegué a temer que también me clavara a mí la espada.
—Vigila la escalera —le dijo a Copons.
Asintió el aragonés, que también limpiaba su daga arrodillado junto al cuerpo inerte de Suárez. Después Alatriste pasó a su lado sin mirar apenas el cadáver del marinero, y subió a cubierta. Lo seguí, aliviado por dejar atrás el paisaje atroz de la bodega, y una vez arriba vi que Alatriste se detenía respirando hondo, como en busca del aire que le hubiera faltado abajo. Entonces el Galán Eslava gritó desde la borda, y casi al mismo tiempo sentimos rechinar la arena bajo la quilla del galeón. Cesó el movimiento, la cubierta quedó inclinada de través, y los hombres señalaron las luces que se movían en tierra, viniendo a nuestro encuentro. El
Niklaasbergenb
había embarrancado en los bajos de San Jacinto.
Fuimos a la borda. Había barcas remando en la oscuridad, y una fila de luces se adelantaba despacio, al extremo de la lengua de arena que, al iluminarla con faroles, clareaba el agua bajo el galeón. Alatriste echó una ojeada a la cubierta.
—Nos vamos —le dijo a Juan Jaqueta.
El otro dudó un momento.
—¿Dónde están Suárez y el Bravo? —preguntó, inquieto—. Lo siento, capitán, pero no pude evitar… —se interrumpió de pronto, observando con mucha atención a mi amo bajo la luz del combés —. Disculpad… Habría tenido que matarlos, para impedir que bajaran.
Se calló un instante.
—Matarlos —repitió en voz baja, confuso.
Sonó más a interrogación que a otra cosa. Pero no hubo respuesta. Alatriste seguía mirando alrededor.
—Abandonamos el barco —dijo, dirigiéndose a los hombres de la cubierta—. Socorran a los heridos.
Jaqueta continuaba observándolo. Aún parecía aguardar una respuesta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sombrío.
—Ellos no vienen.
Habíase vuelto al fin a encararlo, con mucha frialdad y mucha calma. Abrió la boca el otro, pero al cabo no dijo nada. Se quedó así un momento y luego terminó por volverse a los hombres, apremiándolos a obedecer. Las barcas y las luces se acercaban más, y los nuestros empezaron a descender por la escala hasta la lengua de arena que la bajamar descubría bajo el galeón. Sosteniendo con cuidado a Enríquez el Zurdo, que sangraba mucho por la nariz rota y tenía un par de feos tajos en los brazos, bajaron Bartolo Cagafuego y el mulato Campuzano, que llevaba la frente vendada como si luciera un turbante. Por su parte, Ginesillo el Lindo ayudaba a Saramago, que se dolía cojeando de una cuchillada de palmo y medio en un muslo.
—Casi me llevan los aparejos —se lamentaba el Portugués.
Los últimos fueron Jaqueta, que antes cerró los ojos de su compadre Sangonera, y el Galán Eslava. En cuanto a Andresito el de los Cincuenta, nadie tuvo que ocuparse de él porque hacía rato que estaba muerto. Copons apareció por la escala de la bodega, y sin reparar en nadie se dirigió a la borda. En ese momento asomó por ella un hombre, en el que reconocí al del bigote bermejo que por la tarde había estado conferenciando con el contador Olmedilla. Venía con las mismas ropas de cazador, armado hasta las encías, y tras él subieron varios más. Pese al disfraz, todos tenían aspecto de soldados. Repasaron con curiosidad profesional los cuerpos muertos de los nuestros, la cubierta manchada de sangre, y el del bigote bermejo se quedó observando un rato el cadáver de Olmedilla. Luego vino hasta el capitán.
—¿Cómo pasó? —quiso saber, señalando el cuerpo del contador.
—Pasó —dijo Alatriste, lacónico.
El otro se lo quedó mirando con mucha atención.
—Buen trabajo —dijo por fin, ecuánime.
Alatriste no respondió. Por la borda seguían subiendo hombres muy bien armados. Algunos traían arcabuces con las mechas encendidas.