De ese modo quedó redondo el grupo, y nadie faltó a la cita. Yo acechaba la expresión de Olmedilla al comprobar el fruto de la recluta hecha por el capitán; y aunque el contador se mantenía tan antipático, inexpresivo y silencioso como solía, creí vislumbrarle un toque de aprobación. Aparte de los mentados, y según conocí por sus buenos o malos nombres de allí a poco, estaban presentes el murciano Pencho Bullas, los soldados viejos Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta, el cariacuchillado y grasiento Bravo de los Galeones, un marinero de Triana llamado Suárez, otro tal Mascarúa, un fulano con aire de hidalgo tronado, ojeroso y pálido al que llamaban el Caballero de Illescas, y un jienense rubicundo, barbudo y sonriente, de cráneo afeitado y fuertes brazos, que tenía por nombre Juan Eslava, y era notorio rufián de cantoneras sevillanas —vivía de cuatro o cinco, y las cuidaba como a hijas, o casi—, lo que justificaba su apodo, ganado en buena lid: el Galán de la Alameda. Imaginen vuestras mercedes el cuadro, con todas aquellas bravas piezas medio embozadas en el corral del Negro, resonándoles bajo la capa, cada vez que se movían, el tintineo amenazador de dagas, pistolas y espadas. Que de no saber uno que estaban de su parte —al menos de momento—, habría sido incapaz de hallarse los pulsos por más que los buscara. Al fin, cuando tamaña mesnada estuvo al completo, y para alivio del hostelero, Diego Alatriste dejó unas monedas sobre la mesa, nos pusimos en pie y salimos con Olmedilla en dirección al río, por las callejuelas negras como boca de lobo. No hubo necesidad de mirar atrás. Por el ruido de pasos que resonaban a nuestra espalda, supimos que los reclutas se iban deslizando uno tras otro por la puerta, y nos venían a la zaga.
Triana dormía en tinieblas, y lo que permanecía en vela procuraba apartarse, prudente, de nuestro camino. La luna ultimaba su menguante, pero aún nos servía con un poco de luz; la suficiente para ver recortada en la orilla una barca con la vela recogida en el mástil. Había un farol encendido a proa y otro en tierra, y dos bultos inmóviles, patrón y marinero, aguardaban a bordo. Fue allí donde se detuvo Alatriste, con Olmedilla y yo mismo a su lado, mientras las sombras que nos habían seguido iban congregándose alrededor. Mi amo envióme por uno de los faroles, y volví con él dejándolo en el suelo, a sus pies. Ahora la claridad tenue de la vela daba un aspecto aún más lúgubre a la concurrencia. Apenas se veían caras: sólo apuntes de bigotazos y barbas, embozos y sombreros calados hasta los ojos, y el destello apagado, metálico, de las armas que todos cargaban al cinto. Habían empezado los murmullos y los cuchicheos en voz muy baja, entre los camaradas que se habían ido reconociendo unos a otros, y el capitán los acalló a todos con una orden seca.
—Vamos a bajar por el río para un trabajo que se explicará cuando estemos donde debamos estar… Todos han cobrado ya una parte, así que nadie puede volverse atrás. Y excuso decir que somos mudos.
—La duda ofende —dijo alguien—. Que más de uno está probado en el potro, y supo negar como un caballero.
—Bueno es que eso quede claro… ¿Alguna pregunta?
—¿Cuándo embolsamos el resto? —preguntó otra voz anónima.
—Al terminar nuestra obligación. En principio, pasado mañana.
—¿También en oro?
—Contante y sonante. Doblones de dos caras, iguales a los que se han adelantado en señal a cada uno.
—¿Hay que aligerar muchas ánimas?
Miré de solayo al contador Olmedilla, oscuro y negro en su gabán, y vi que parecía escarbar el suelo con la punta de un pie, incómodo, como si estuviera lejos de allí o pensando en otra cosa. Sin duda, hombre de papeles y tinteros, no estaba acostumbrado a ciertas crudezas.
—No se reúne a gente de esta calidad —respondió Alatriste— para bailar la chacona.
Hubo algunas risas, pardieces y votos a tal. Cuando se apagaron, mi amo señaló la barca.
—Embarquen y acomódense lo mejor que puedan. Y a partir de este momento considérense vuestras mercedes como en milicia.
—¿Qué significa eso? —preguntó otra voz.
A la luz parva del farol, todos pudieron ver que el capitán apoyaba su mano izquierda, como al descuido, en el puño de la toledana.
Sus ojos horadaban la penumbra.
—Significa —dijo despacio— que a quien desobedezca una orden o tuerza el gesto, lo mato.
Olmedilla observó al capitán con mucha fijeza. En el corro no se oía el zumbido de un mosquito. Cada cual rumiaba aquello para sí, procurando que le hiciera buen provecho. Entonces, en mitad del silencio, se escuchó ruido de remos a poca distancia, junto a los barcos amarrados en la orilla del río. Todos los jaques se volvieron a mirar: un botecillo había salido de las sombras. En el rielar de las luces de la otra orilla se recortaba su silueta, con media docena de remeros bogando y tres bultos negros erguidos en la proa. Y en menos tiempo del que se tarda en contarlo, Sebastián Copons ya había saltado hacia allí, prevenido, apuntando con dos enormes pistolas aparecidas en sus manos casi por arte de magia; y el capitán Alatriste empuñaba, como un relámpago, el acero de su espada desnuda.
—Por atún y a ver al duque —dijo una voz familiar en la oscuridad.
Como si fueran un santo y seña, aquellas palabras nos relajaron al capitán y a mí, que también estaba a punto de echar mano a la daga.
—Es gente de paz —dijo Alatriste.
Tranquilizóse la jábega mientras mi amo envainaba y Copons guardaba las pistolas. El bote había tocado tierra más allá de la proa de nuestra embarcación, y los tres hombres que iban de pie se columbraban ahora en la vaga claridad del farol. Alatriste pasó junto a Copons, acercándose a la orilla. Lo seguí.
—Hay que despedir a un amigo —dijo la misma voz.
También yo había reconocido al conde de Guadalmedina. Iba, como sus dos acompañantes, embozado con sombrero y capa. Tras ellos, entre los remeros, vi brillar medio ocultas las mechas encendidas de un par de arcabuces. Los acompañantes de Álvaro de la Marca eran hombres dados a tomar precauciones.
—No disponemos de mucho tiempo —dijo el capitán, seco.
—Nadie pretende incomodar —respondió Guadalmedina, que seguía con los otros en el bote, sin bajar a tierra—. Id a lo vuestro.
Alatriste se quedó mirando a los embozados. Uno era corpulento, con la capa bien envuelta en torno a un torso y unos hombros poderosos. El otro era más delgado, con sombrero sin plumas y capa parda que lo cubría de los ojos a los pies. El capitán todavía estuvo un momento observándolos. Él mismo estaba iluminado por el farol de la proa de la barca, rojizo el perfil de halcón sobre el mostacho, los ojos vigilantes bajo el ala oscura del fieltro, la mano rozando la cazoleta reluciente de su espada. Se le veía sombrío y peligroso en la penumbra, e imaginé que desde el bote su aspecto era parecido. Al fin volvióse a Copons, que seguía a medio camino, y a los del grupo, que aguardaban algo más lejos, disimulados en las sombras.
—A bordo —dijo.
Uno a uno, Copons el primero, los jaques fueron pasando junto a Alatriste, y el farol de la proa los alumbró conforme subían a la barca con mucho ruido de la ferretería que cargaban encima. La mayor parte se tapaba la cara al pasar ante la luz, pero otros la descubrían con indiferencia o desafío. Alguno incluso se detuvo para echar un vistazo curioso a los tres embozados, que presenciaban el bizarro desfile sin decir esta boca es mía. El contador Olmedilla se detuvo un instante junto al capitán, contemplando a los del bote con el aire preocupado, como si dudara entre dirigirles o no la palabra. Optó por no hacerlo, pasó una pierna sobre la regala de nuestra barca, y entorpecido por su gabán habría caído al agua de no verse socorrido por un par de fuertes manos que lo metieron dentro. El último fue Bartolo Cagafuego, que traía el otro farol en la mano, y me lo entregó antes de subir a la barca con tanto ruido como si llevara media Vizcaya en el cinto y los bolsillos. Mi amo seguía inmóvil, observando a los de la otra barca.
—Es lo que hay —dijo, seco.
—No parece mala tropa —comentó el embozado alto y fuerte.
Alatriste lo miró, intentando penetrar la oscuridad. Él había oído antes aquella otra voz. El tercer embozado, más delgado y de menor estatura, que se hallaba entre él y Guadalmedina, y que había asistido en silencio al embarque de los hombres, estudiaba ahora con mucho detenimiento al capitán.
—Por vida mía —dijo al fin— que a mí me dan miedo.
Tenía una voz neutra y bien educada. Una voz acostumbrada a que nadie le llevase la contraria. Al oírla, Alatriste se quedó tan quieto como una estatua de piedra. Por unos instantes sentí su respiración, tranquila y muy pausada. Luego me puso una mano en el hombro.
—Sube a bordo —ordenó.
Obedecí, llevándome nuestro equipaje y el farol. Salté sobre la regala y fui a acomodarme en la proa, entre los hombres envueltos en sus capas que olían a sudor, hierro y cuero. Copons me hizo un sitio y allí me instalé, sentado sobre mi fardo. Desde ese lugar vi como Alatriste, de pie en la orilla, miraba todavía a los embozados del bote. Luego alzó una mano como para quitarse el sombrero, aunque sin llegar a consumar el gesto —se limitó a tocar el ala a modo de saludo—, terció la capa al hombro y embarcó a su vez.
—Buena caza —dijo Guadalmedina.
Nadie le respondió. El patrón había soltado las amarras, y el marinero, tras alejarnos de la orilla empujando con un remo, izaba la vela. Y así, con ayuda de la corriente y la suave brisa que soplaba de tierra, cortando en el agua negra el reflejo tenue de las pocas luces de Sevilla y de Triana, nuestra barca se deslizó silenciosamente río abajo.
Había innumerables estrellas en el cielo, y los árboles y los arbustos desfilaban como tupidas sombras negras a derecha e izquierda, a medida que seguíamos el Guadalquivir. Sevilla quedaba muy atrás, al otro lado de los recodos del cauce, y el relente de la noche empapaba de humedad las maderas de la barca y nuestras capas. Tendido cerca de mí, el contador Olmedilla tiritaba de frío. Yo contemplaba la noche con mi manta hasta la barbilla y la cabeza recostada en el fardo, observando de vez en cuando la silueta inmóvil de Alatriste, sentado en la popa junto al patrón. Sobre mi cabeza, la mancha clara de la vela oscilaba con la corriente, cubriendo y descubriendo los puntitos luminosos que tachonaban el cielo.
Casi todos los hombres guardaban silencio. La tropa de bultos negros estaba amontonada en el estrecho espacio de la barca. Junto al rumor del agua se oían respiraciones somnolientas y recios ronquidos, o como mucho algún cuchicheo en voz baja de los que permanecían despiertos. Alguien canturreaba una jácara en falsete. A mi lado, con el chapeo sobre la cara y la capa bien fajada, Sebastián Copons dormía a pierna suelta.
La daga se me clavaba en los riñones, así que terminé por quitármela. Durante un rato, admirando las estrellas con los ojos muy abiertos, quise pensar en Angélica de Alquézar; pero su imagen borrábase una y otra vez, desapareciendo tras la incertidumbre de lo que aguardaba río abajo. Yo había oído las instrucciones de Álvaro de la Marca al capitán, igual que las conversaciones que éste había mantenido con Olmedilla, y conocía a trazos gruesos el plan de ataque al galeón flamenco. La idea consistía en abordarlo mientras estaba fondeado en la barra de Sanlúcar, cortar sus amarras y aprovechar la corriente y la marea, que de noche solían ser favorables, para llevarlo a la costa, embarrancarlo allí y transportar el botín a la playa, donde aguardaría una escolta oficial prevenida al efecto: un piquete de la guardia española, que a esas horas ya debía de estar llegando a Sanlúcar por tierra, y que esperaría discreto el momento de intervenir. En cuanto a la tripulación del
Niklaasbergen
, eran marineros, no soldados, y además serían tomados por sorpresa. Respecto a su suerte, las instrucciones eran tajantes: a todo efecto, aquello iría a la cuenta de una atrevida incursión de piratas. Y si hay algo seguro en la vida, es que los muertos no hablan.
Hizo más frío al romper el alba, con la primera claridad recortando las copas de los chopos y los álamos que bordeaban la orilla oriental. Eso espabiló a algunos hombres, que se removieron juntándose unos con otros a fin de procurarse algún calor. Los más despiertos hablaban en voz baja para matar el tiempo, haciendo circular una bota de vino. Había tres o cuatro que cuchicheaban cerca de mí, creyéndome dormido. Eran Juan Jaqueta, su compadre Sangonera, y alguno más. Y hablaban del capitán Alatriste.
—Sigue siendo el mismo —decía Jaqueta—… Mudo y tranquilo como la madre que lo parió.
—¿Es de fiar? —preguntó un bravo.
—Como una bula del Papa. Estuvo un tiempo en Sevilla, viviendo de la hoja a la manera del que más. Compartimos altana y naranjos una temporada… Un mal asunto en Nápoles, me dijeron. Con una muerte.
—Dicen que es soldado viejo y ha estado en Flandes.
—Sí —Jaqueta bajaba un poco la voz—. Como ese aragonés que duerme ahí, y el mozo… Pero ya estuvo antes en la otra guerra, cuando lo de Nieuport y Ostende.
—¿Tiene buena mano?
—Pardiez. Y también es muy resabiado y muy perro —Jaqueta hizo un alto para darle un tiento a la bota: oí el chorro cayendo en su boca—… Cuando te mira con esos ojos que parecen escarcha, ya puedes ir quitándote de en medio. Le he visto dar mojadas y hacer destrozos que no hiciera una bala en un coleto.
Hubo una pausa, y más visitas al vino. Supuse que los valentones observaban a mi amo, que seguía inmóvil en la popa, junto al patrón que empuñaba la caña del timón.
—¿De veras es capitán? —preguntó Sangonera.
—No creo —respondió su compadre—. Pero todo el mundo lo llama capitán Alatriste.
—Es verdad que no parece de muchas palabras.
—No. Ése es de los que parlan más con la toledana que con la mojarra. Y a fe mía que se bate mejor aún que se calla… Un conocido estuvo con él en las galeras de Nápoles hace diez o quince años, de almogavaría por el canal de Constantinopla. Y me contó que los turcos los abordaron con casi toda la gente muerta a bordo, y que Alatriste y una docena retrocedieron riñendo la crujía palmo a palmo, y luego se hicieron fuertes en el bastión de la carroza, acuchillando turcos como salvajes, hasta que se vieron muertos o heridos… Así se los llevaban canal adentro, cuando tuvieron la fortuna de que dos galeras de Malta les ahorraran verse al remo para los restos.
—Es hombre de hígados, entonces —dijo uno.